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21 de abril del 2002
Otra vez los militares
Miguel Bonasso
Página 12
El golpe frustrado contra el presidente Hugo Chávez volvió
a introducir en la agenda latinoamericana un tema que parecía confinado
a los años setenta: el papel de los militares, tanto para contener la
protesta social como para frenar o revertir cambios estructurales que intenten
establecer gobiernos de raigambre popular. (Como ocurrió con el mandatario
chileno Salvador Allende en 1973 y con el líder venezolano en estos días.)
Y junto con esta preocupación, más que justificada por la historia
regional, el temor de que Washington pudiera propiciar el retorno de las legiones
para desalojar a los gobiernos que no se doblegan a sus dictados. En Argentina,
la intentona golpista de la patronal venezolana Fedecámaras resonó
con mayor intensidad que en otras latitudes, no sólo por las heridas
aún abiertas de la última dictadura militar, sino por las informaciones
–desechadas con ligereza por algunos comentaristas– sobre contactos non sanctos
entre generales y banqueros y por el temor de que la represión sangrienta
y generalizada sea la única respuesta de los que mandan para contener
el desborde del conflicto social. Un desborde que puede estar a la vuelta de
la esquina si los indicadores económicos siguen precipitándose
al vacío.
Un pensamiento algo mecanicista podría suponer que la reversión
del golpe antichavista y sus onerosas consecuencias diplomáticas para
Estados Unidos, España, Colombia y el FMI (que se apresuraron a congratular
a los golpistas) habrían desalentado a los Carmona Estanga vernáculos,
pero no hay que apresurarse a festejar. A este cronista le bastó una
conversación con un importante empresario argentino enrolado en lo que
solía llamarse "la derecha liberal" para advertir que el fracaso de Fedecámaras
no alcanzó a desalentarlos. Su especulación es sencilla: habrá
presión para aumentar los ingresos, se producirá entonces la clásica
carrera entre salarios y precios y la hiperinflación se abatirá
sobre un país que ya está al borde del colapso por la prolongada
recesión, la dilución del Estado y el quiebre del sistema financiero.
"Entonces –dijo el empresario– el inútil que nos desgobierna se caerá
solo y habrá llegado la hora de reemplazarlo por alguien serio, como
(Ricardo) López Murphy. Que imponga orden." Ni a este empresario ni a
otros parece preocuparles mucho el fracaso vertiginoso de López Murphy,
que no alcanzó a estar quince días como ministro de Economía
de Fernando de la Rúa. Piensan que aquel fracaso no fue producto de un
rechazo social, sino de una conspiración de ciertos políticos
agazapados en el Parlamento. Y descuentan, como lo descontó Pedro Carmona
en sus quince minutos de fama, que un regreso del economista de los bigotes
castrenses ya no tendrá como contraparte esa molestia que es el Congreso.
Y mucho menos, desde luego, los piquetes y las cacerolas del parlamento callejero.
El empresario puede ser más o menos representativo, pero hay algo indudable:
todos los que proponen una solución encabezada por economistas o empresarios
neoliberales saben que no disponen en sus alforjas ni siquiera de baratijas
y vidrios de colores para recuperar la confianza de la clase media y alejarla
de su peligrosa cercanía con los desocupados. Les pasa algo parecido
a lo que siempre le reprocharon a la izquierda: diagnostican con acierto las
burradas que perpetra día a día el gobierno de Eduardo Duhalde
pero carecen de una oferta atractiva para construir un Berlusconi local. De
allí que piensen todo en términos represivos y antidemocráticos.
Y algunos, los más audaces, vuelvan los ojos nostálgicos hacia
las legiones.
Por su parte, Duhalde, como Isabel Perón en 1975, profundiza sus medidas
antipopulares, beneficia a los bancos y a los grupos empresarios más
concentrados y no logra, a pesar de todas esas pruebas de amor, que el establishment
(nacional e internacional) lo vea de un modo distinto al que lo califica privadamente
en sus cenáculos: como el jefe de "la banda bonaerense", el vacilante
e imprevisible chofer de un gobierno lumpen.
No hay, por tanto, ningún parentesco con el caso venezolano. A Chávez
no quisieron derribarlo por sus errores –como ha dicho el coro de observadores
de la prensa mundial– sino por sus aciertos. Entre los que sobresalen tres:
la profunda reforma política que otorga un nuevo protagonismo a la base
social, la decisión constitucional de no privatizar la petrolera estatal
y el impuesto progresivo a la tierra improductiva que ha encendido el odio de
la ociosa oligarquía venezolana.
Los golpistas se tropezaron allí con la evidencia de que millones de
venezolanos pobres estaban dispuestos a pelear por el líder que eligieron
y en el que siguen creyendo y con un sector muy fuerte de las Fuerzas Armadas
que defendió al presidente constitucional por distintas razones. Algunos
oficiales lo hicieron porque son "bolivarianos" y "chavistas", muchos otros
(posiblemente la mayoría) porque son "legalistas", "constitucionalistas"
que responden a una tradición democrática y tolerante que distingue
a la milicia venezolana de otros ejércitos del subcontinente. ¿Durará
esta correlación de fuerzas? ¿Será puesta a prueba en una nueva
intentona?
Deberían evitarse ciertas comparaciones simplistas con el Perón
de los cincuenta, según las cuales el golpe frustrado de Venezuela equivaldría
a la chirinada antiperonista del general Benjamín Menéndez en
1951 o al bombardeo de Plaza de Mayo en junio de 1955 y, por tanto, "el verdadero
golpe", el "definitivo", aún estaría por producirse. Lo cual no
significa de ninguna manera que el peligro esté conjurado. A los llamados
a la reconciliación nacional formulados por el presidente repuesto, los
núcleos duros de la conspiración (como el partido Acción
Democrática) han respondido con desplantes que sí se parecen mucho
a la respuesta intransigente que los opositores argentinos le dieron al llamado,
también conciliador, del Perón de 1955. Y Estados Unidos no ha
hecho demasiados esfuerzos para disimular su frustración ante el regreso
del mandatario constitucional al Palacio de Miraflores. El peligro, por tanto,
está latente y Chávez y su Movimiento Bolivariano deberán
afrontarlo con astucia, sin dar excusas a la conspiración con ningún
"revanchismo", pero sometiendo a los conspiradores al imperio de la ley. Cualquier
actitud "generosa" en este campo puede ser interpretada como muestra de blandura
y debilidad. Y sería terrible para toda América latina que un
nuevo intento pudiera triunfar.
En Argentina esa derecha liberal, plana, émula de Fedecámaras,
que se prepara para trepar a la Rosada con una eventual hiperinflación,
debería también sacar algunas lecciones del caso venezolano. Y
resignarse a que se desemboque en alternativas democráticas, eleccionarias,
ante un eventual derrumbe del gobierno Duhalde. No vaya a ser que se lleve la
sorpresa que se llevó el derrocado De la Rúa cuando decretó
el estado de sitio y el pueblo salió a la calle a derribarlo. O venga
a descubrir que su prédica no seduce a los cuadros medios del Ejército
y la Fuerza Aérea, en la medida en que lo hace con ciertos generales
todavía comprometidos con el oneroso pasado, que se consideran a sí
mismos la última ratio del Estado.