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9 de abril del 2002
Las leonas rosarinas
Marta Dillon
Las 12
Empezaron siendo apenas ocho las mujeres que en febrero tomaron un barrio
abandonado desde hacía varios años, hartas de no tener casa. Poco
a poco fueron llegando otras, mujeres solas, menores de cuarenta años,
con sus hijos. El 14 de marzo las desalojaron violentamente. Hoy siguen acampando
en la Plaza San Martín. En Rosario las conocen como "Las Leonas de la
calle Biedma".
El último sábado, a la tarde, un grupo de mujeres agitadas
recorría las carpas montadas en la Plaza San Martín, frente a
la sede en Rosario de la gobernación de Santa Fe. Carpas informales que
testimonian protestas y que empezaron a agruparse después de que un grupo
de párrocos de barrios marginales se instalaron allí para manifestar
su opción por los pobres. Las mujeres hurgaban en ellas, revolvían
entre las donaciones de ropa que llegaron a cada una buscando la adecuada para
la noche de ceremonia que las esperaba. Cuando dieran las doce, durante la misa
de resurrección, el clímax de la Semana Santa, sus hijos serían
bautizados, allí, a la intemperie de una noche en la que el viento era
una cachetada. Cinthia necesita un vestidito para Camila, una niña de
dientes afilados –al menos eso es lo que dice el resto de los niños–
y un carácter que ya se perfila émulo del de su madre. Veinte
días atrás, Cinthia no pensaba en bautismos, "no tenía
padrinos, ni ropa, no tenía nada". Ahora cuenta con una "gran familia".
Ese es su nuevo capital, un lazo que cree indestructible entre las mujeres que
una noche decidieron tomar un barrio entero, desocupado durante tres años,
para escaparle al hacinamiento en "casas de parientes" o a la noche a cielo
abierto en cualquier otra plaza.
El 8 de febrero, ocho mujeres tiraron abajo el alambre tejido que separaba ese
barrio intacto de 70 viviendas, abandonado desde 1998, cuando la empresa constructora
–Siryi SRL– quebró. Abrieron un hueco por el que en nada más que
unas horas se deslizaron otras mujeres, tantas y tan rápido como si fueran
agua surgiendo por una represa abierta. No estaba calculado que fueran todas
mujeres. Simplemente sucedió así. Vieron que una entraba y entraron
otras, mujeres jóvenes, apenas hay dos o tres que pasan los cuarenta,
con sus hijos, casi todas del barrio lindero del Fonavi en donde vivían
hacinadas con sus madres, hermanos, cuñadas y sobrinos. "Estaba atendiendo
el quiosquito de mi mamá y vi por la ventana cómo la gente entraba;
estaba en bata, con unos zuecos de madera, así corrí hasta abrir
una puerta y desde ahí grité: 'Tráiganme al Alan'." Alan
es el hijo menor de Miriam, vidrierista de profesión, aunque hasta su
primer embarazo había sido modelo de una marca de jeans. Lola, en cambio,
pasaba por ahí, en bicicleta, iba a cumplir su jornada como vendedora
ambulante. Pero el río de personas que había cambiado de cauce
también la arrastró: "Abrí una puerta y me planté,
ésta es mía. Una casita preciosa, con comedor, cuando mi hija
la vio, dijo: 'Joya, mamá, acá puedo invitar a mis amigas y recibirlas
en el comedor'". Lola tiene tres nenas, la mayor de 15, "todos los días
me la pasaba con el corazón en la boca, vivíamos tres meses en
la casa de cada pariente, al último estábamos en lo de una tía
que tiene hijos grandes, y una sabe que a las chicas las violan en su propia
casa". Para la noche todas las casas habían sido ocupadas y a la mañana
siguiente las nuevas vecinas empezaron a reunirse en la vereda. "Nosotras sabíamos
que era demasiado para nosotras, siempre lo supimos, era como un sueño.
¡Dos habitaciones, cocina, comedor y patio! ¿Y por qué no iba a ser para
nosotras? ¿No tenemos derecho también?"
La forma en que se organizaron fue un proceso tan acelerado que apenas pueden
recapitular. Saben sí que empezaron a hacer asambleas, al atardecer,
cuando las pocas que salían a trabajar volvían. Y que una de esas
tardes, cuando la primera notificación de un posible desalojo había
llegado, se juraron estar siempre juntas, pase lo que pase, aunque las echen
a patadas. Y por las dudas pusieron una cita: la Plaza San Martín, en
un banco frente a la sede de la gobernación, ahí donde acampan
desde el 14 de marzo, cuando su "sueño de paredes blancas" se convirtió
en un tendal de gases lacrimógenos y balas de goma que durante doce horas
atronaron el barrio ocupado y el lindero. Pero para eso hubo que tender una
trampa a estas mujeres que el juez veía como una muralla en las muchas
citaciones que les hizo. Primero obligó a cada una de las setenta a ficharse
en la comisaría de la zona para constatar que no tuvieran antecedentes.
Ellas aceptaron después de discutirlo democráticamente, ninguna
tenía nada que ocultar, no tenían miedo. Aunque ese trámite
parece ahora la punta de la soga que las arrastró hacia afuera. "Tenemos
un abogado que nos ayudó, Ricardo Olivares, y parecía que estaba
todo bien, porque las casas habían pasado a ser dominio de la Comisión
Provincial de la Vivienda que dirige Juan Carlos Morín. Y el juez había
dicho que no se las iba a restituir así nomás, que nos iban a
procesar, pero mientras durara el proceso podíamos quedarnos ahí."
La restitución a la CPV era clave: si las casas tenían un propietario
identificado, se les aplicaría la reforma del Código Procesal
Penal de la provincia que, atento al déficit de 100 mil viviendas, permitió
el desalojo inmediato de cualquier vivienda ocupada más allá del
resultado del proceso judicial. "Nos llegó una notificación para
cuarenta de nosotras, las más bravas, las que ellos sabían que
no saldríamos por nada. Desde el juzgado nos dijeron que nos llamaban
para decirnos que íbamos a poder quedarnos un tiempo más, que
las viviendas no pasaban a Morín", dice Cinthia, que a sus 26 ya había
tenido que vivir en la calle antes de entrar en aquel barrio, con sus dos hijos
menores a cuestas. Con esa novedad, las mujeres se pusieron "hasta lo último".
Salieron en bicicleta, pidieron monedas para el colectivo, alguna consiguió
que alguien la alcance. Con sus carteras apretadas, el pelo limpio, un mismo
rouge compartido en el ascensor de Tribunales. "¡Estábamos tan ilusionadas!",
dice Miriam, aunque ese estado sólo les duró dos horas. "Notamos
algo raro cuando una quiso ir al baño y no la dejaron salir. Además
estaba lleno de policía femenina, casi doscientas eran. Nadie nos decía
nada, ni nos hablaban –cuenta Lola–, hasta que la trajeron a la Roxana, se había
quedado por el embarazo, ¿viste? Y vino llorando porque en el barrio estaban
reprimiendo. Nos pusimos como locas, ¡si habíamos dejado a las criaturas!
Y cuando nos quisimos ir, nos dicen: 'Están todas detenidas'."
En Rosario las conocen como "Las Leonas de la calle Biedma", sobre la que se
recuesta el barrio del que fueron desalojadas. ¿Por qué leonas? "Será
porque somos nosotras las que tenemos el coraje, los maridos vienen, nos tienen
los chicos a veces, pero las que luchamos somos nosotras." Hasta que tomaron
esas "casitas hermosas" no se sentían con derecho a una vivienda. Hasta
el desalojo, nunca se habían enfrentado a la policía. "Nos tuvieron
en el juzgado hasta que una por una fuimos firmando el escrito de la prisión
preventiva y la excarcelación, nos dijeron que no podíamos acercarnos
a menos de 200 metros del barrio. Estaban locos esos tipos, mirá si íbamos
a dejar a las criaturas ahí." Volvieron, sin dudarlo. Y la represión
fue más cruda. "De putas de mierda, de negras villeras, que nos habían
pasado por todo el destacamento, así nos trataban. A mi hermana la sacaron
de los pechos y le daban gomazos en la cola porque no quería salir sin
su mamá, que estaba en el juzgado", dice Alicia y la angustia es una
efervescencia en su garganta. Doce horas de balas y palos se bancaron hasta
que cada uno pudo reunirse con los suyos y llegar a la plaza donde todavía
resisten. "Pero lo tenemos todo filmado, lo tiene un vecino en unvideo, se ve
cómo nos rompen las banderas, cómo manosean a las chicas, se ve
cómo se puso el subcomisario de la 19ª de Rosario cuando le gritaron
cornudo, ahí fue lo peor", dice Lola como si mostrara su as en la manga.
"Yo tuve que tirar el tejido abajo y bancarme los gomazos, quince balas de goma
me pegaron, qué me iba a importar si me habían dejado el bebé
de 18 meses en el cuarto de arriba y me habían sacado la nena de 15 a
los golpes", apunta otra. Desde el 14 de marzo, Cristina y Roxana perdieron
sus hijos mayores. "A mí me los sacó el tribunal porque no tengo
vivienda, y lo peor es que mi hija es grande y entiende, yo pienso en ella cuando
me ve que me encadeno o que peleo por la casa. A lo mejor puedo decirle que
está bueno luchar por lo de uno, pero los chicos en el colegio son crueles
y después le dicen villera", dice Roxana, de 26, embarazada de su quinto
hijo. "A Cristina dos nenas le sacó el marido, una de 8 y otra de 11,
se presentó en Tribunales dijo que su mujer estaba viviendo en la calle
y se los sacaron."
En el barrio eran todas mujeres porque esas mujeres ya estaban solas. Cristina,
Roxana, Cinthia, Miriam, Alicia, la mamá de Miriam, Aurelia, todas ellas
han perdido la tenencia de sus hijos por no tener un lugar donde poder criarlos.
"Si yo hubiera tenido dos chapas nada más, capaz que me daban las otras
dos y me hacía una casilla, si hubiera podido hacer eso, capaz que la
nena estaba conmigo", cuenta Roxana. Y los relatos de las demás se parecen
demasiado. "Lo malo es que vos nos ves jóvenes, pero somos mamás
de chicos adolescentes, y ellos, a veces sin querer, nos lastiman. Pero a nadie
le gusta ser villero, vos te das cuenta de que si te ven en el centro con barro
en los pies, ya te humillan", dice Lola. La carpa en la que se instalaron, junto
a los trabajadores municipales de Capitán Bermúdez, cerca de Rosario,
y a los curas de otros barrios carenciados, dicen, "no es exactamente de protesta
sino de necesidad. Porque algunas se acomodaron como pudieron, pero otras vivimos
acá, no tenemos otro lugar". Y ahí se quedarán, peleando
con los paseadores de perros para que los lleven lejos de sus hijos, aprendiendo
del lenguaje judicial que antes no comprendían, sumando vocablos a su
nuevo lenguaje en el que "casa" para ella ya no es sinónimo de sueño
sino de "derecho".