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Latinoamérica

11 de septiembre del 2002

El señor de las sombras de Bogotá

Un pasado de favores a los narcos, un presente de simpatía por los paramilitares. ¿Su eslogan? Mano firme y corazón grande. Retrato del presidente Álvaro Uribe

Javier Giraldo
Sodepaz
El pasado 26 mayo, a cuatro horas del cierre de los colegios electorales, la institución que controla los procesos electorales en Colombia anunció que el candidato Álvaro Uribe Vélez había conseguido el 53% de los votos para la presidencia, y que no era por lo tanto necesaria una segunda vuelta. No ha sido una sorpresa. A pesar de que su candidatura haya tenido inicialmente una escasa acogida, a partir del mes de diciembre de 2001 los sondeos electorales han empezado a presentarlo como el más valorado. El eslogan de su campaña era, "mano firme y corazón grande". El cartel propagandístico oficial lo presentaba con la mano derecha sobre el corazón, aunque en la calle se decía que la tenía allí porque se cansó de tenerla tendida hacia adelante, con la pose del saludo fascista. Una imagen que circulaba en Internet complementaba este chiste, enseñando una simple transformación de su figura en el retrato de Hitler con su típico gesto frente a las masas. Durante la campaña se ha polemizado sobre su imagen, sobre su historia y sobre sus propuestas. A pesar de la debilidad y los engaños con que siempre son difundidas las opiniones críticas hacia el status quo, las voces de alarma llegaban de sectores significativos de la sociedad. No se pueda afirmar que el país no supiera de que, votándole, se optaba por la opción de la derecha, propensa a la solución militar del conflicto armado; partidaria de las ayudas norteamericanas; cercana a los defensores del capitalismo neoliberal y en donde la unión y simpatía con el paramilitarismo y con el narcotráfico aparecen como sombras en el pasado del candidato. El eje de su discurso ha girado alrededor de la autoridad y la seguridad, aunque ha sido sazonado con anticorrupción y, como siempre, con promesas que halagan los oídos de los oprimidos, aumento de viviendas, escuelas, empleos y centros de salud para los más pobres, cosas que forman parte de la minuta irrenunciable de cualquiera campaña electoral.
En las últimas semanas de campaña, en las calles de las principales ciudades colombianas ha circulado, a precio popular, una biografía del candidato que refería de forma apresurada, sus orígenes más preocupantes. Fueron reveladas las relaciones de su familia con el narcotráfico tal como los favores que había devuelto a los cárteles de la droga y, sobre todo, sus simpatías y sus ayudas a la estrategia paramilitar del Estado, por añadidura su amistad con los principales protagonistas y proveedores de fondos de los escuadrones de la muerte; además se reveló su papel de promotor –durante su mandato en el departamento de Antioquia [1995-1997]- de una forma de paramilitarismo legalizado, como han sido las Cooperativas de Seguridad, paradójicamente llamadas Convivir. Esta biografía, escrita por un corresponsal de Newsweek, Joseph Contreras, ha elegido el subtitulo, entre paréntesis, "El Dios de las Sombras".
Sin embargo, estas alarmas no han producido ningún efecto sobre el veredicto democrático expresado por las urnas. Los sondeos de opinión han podido confirmar que sus métodos fueron científicos y los analistas políticos han abundado en discursos que enseñan como la sociedad colombiana está convencida de un modelo en que la autoridad del Estado se debe imponer sobre los violentos para que la democracia pueda funcionar.
No hay duda que, independientemente de las lecturas que se hagan, la realidad de la violencia condiciona desde hace muchos años la política en Colombia. Cuando Andrés Pastrana triunfó, en las elecciones del 1998, no pocos analistas afirmaron que el triunfo lo debía al líder guerrillero de los FARC, Manuel Marulanda, que dijo que era más fácil firmar la paz con Pastrana antes que con el candidato liberal Horacio Serpa, confirmado como un negociador tramposo. El país estaba ansioso de paz, después de un cuatrienio como el del gobierno Samper [1994-98], en el cual no hubo negociación formal con la guerrilla. Pero la sonora quiebra del proceso de paz de Pastrana [1998- 2002] ha llevado a muchos analistas a afirmar que, esta vez, habría vencido las elecciones quien fuera apoyado por los paramilitares. Y así ha sido.
Quien busca de interpretar la lógica simple y pragmática que orienta las decisiones de las grandes masas piensa que razonan más o menos así, si el camino del diálogo no ha funcionado, para acabar con esta violencia asfixiante hace falta emprender el camino de la mano dura, [aunque comporte el sacrificio de muchas vidas], para llegar pronto a una reconciliación.
Se necesita tener en cuenta que en Colombia actualmente hay al menos 3 millones de refugiados reconocidos y quizás muchos otros millones no reconocidos; qué desde hace 15 años hay entre 70 y 90 muertes violentas al año por cada 100.000 habitantes [en los últimos años esto significa cifras cercanas a 30.000 asesinatos al año] y que de estas un tercio, es causado por el conflicto social y político; qué el país tiene 4.000 desaparecidos, que van en aumento cada año por centenares; qué todas las provincias tienen amplias zonas rurales casi despobladas a causa de la violencia y que casi todo el territorio nacional es considerado zona de conflicto.
Ciertamente, para entender la política en Colombia es necesario comprender el conflicto armado, paro hacerlo implica adentrarse en el laberinto de sus diversas opciones, conformadas por las presiones de los grandes poderes mundiales que se enfrentan en este microcosmos. Entre estos grandes poderes está el de los medios de comunicación, que produce titulares para el consumo mundial de los que, a veces, es casi imposible librarse.
La imagen del conflicto colombiano que ha sido vendida al mundo es la del clásico choque entre dos demonios que quieren eliminarse recíprocamente, pero que cometen el gran pecado de usar como escudo a la sociedad civil, que no tiene ningún interés en este conflicto y es víctima inocente de la locura infernal de los violento. Estos dos demonios son la guerrilla y los paramilitares. El Estado quiere proteger su sociedad civil de esta guerra absurda, pero sus medios están tan limitados, con respecto a los de los violentos que se alimentan de exorbitantes riquezas del narcotráfico, que se hace necesaria la solidaridad internacional, hace falta que ésta intervenga incluso militarmente en la solución del conflicto, puesto que está por medio el delito internacional de narcotráfico, fundido con el de terrorismo.
Esta visión penetra hasta en los sectores teóricamente más preparadas a resistirse, como los especialistas de Colombia en otros países. En noviembre del 2000 se han reunido en París 30 intelectuales europeos de gran prestigio, todos estudiosos de la problemática colombiana, y han firmado un comunicado en el que el conflicto armado fue definido como una guerra contra la sociedad.
Me pregunto de qué manera estos intelectuales colombianistas se alimentan de informaciones y elementos de análisis y hace falta señalar con tristeza lo difícil que es encontrar fuentes que les permitan llegar a conclusiones diferentes. (...) Cuando este debate asciende a niveles más serios, se centra sobre el problema de los métodos de lucha. Nadie puede negar que los métodos utilizados por las guerrillas colombianas sean métodos repugnantes. Entre estos se cuentan el secuestro de personas adineradas para extorsionarlas, el empleo de armas artesanales que producen efectos difíciles de controlar - como las bombonas de gas llenas de explosivo -, el sabotaje o la destrucción de elementos neurálgicos de la economía, el ataque a muchas personas que no son combatientes. Muchas normas del Derecho Humanitario son ignoradas de manera sistemática.
Sin embargo, el problema no se soluciona de forma simplista, tal como parecen afrontarlo muchos gobiernos y mediadores internacionales, inclusos expertos de las Naciones Unidas. Muchos creen que una negociación de paz deba comportar la conversión de las guerrillas en una fuerza política y que el gobierno debe facilitar su participación en las elecciones, para que se reinserten en la democracia. Ciertamente las guerrillas no identifican democracia con elecciones, sino con estructuras económicas y sociales no discriminatorias, y ya hay en su historia algunas tentativas de participación electoral, cuyos limitados éxitos han sido ahogados por la sangre y bloqueados por el fraude. Nosotros que registramos día tras día casos de violencia, sabemos muy bien que aquí son asesinados no los que han elegido la lucha armada sino los que sueñan con otro modelo de sociedad, menos inhumana. Sólo un pequeño porcentaje de las muertes violentos de carácter político concierne a combatientes. La inmensa mayoría de las víctimas no ha manejado nunca un arma.
Desde fuera es fácil usar el eslogan que la población civil es excluida por la guerra, si se piensa, como los estudiosos sobre Colombia de París, que esta guerra es extraña a la sociedad... [y] contra la sociedad. Sin embargo, se corre así el riesgo de prescribir remedios para el SIDA que sirven contra el cáncer. Otros análisis nos demuestran que esta guerra ha sido concebida, desde sus orígenes y desde ambas orillas como una guerra que tiene que implicar progresivamente a toda la sociedad, con el riesgo de perder toda su lógica y su sentido.
Javier Giraldo es un religioso, desde siempre implicado en las batallas sociales. Este ensayo está incluido en el número 79/80 de "Latinoamerica" www.giannimina-latinoamerica.it