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18 de junio del 2002
Roberto López Belloso
Sumergirse en la realidad del país más pobre de América puede implicar un golpe tan fuerte que la experiencia se tiñe de una irrealidad casi onírica, mientras se recorren los jirones del viejo esplendor de la perla más preciada del imperio colonial francés. En Haití, cada imagen es una frontera.
Quienes llegan por avión a la isla La Española, que Haití comparte con República Dominicana, aseguran que la división entre ambos países puede adivinarse desde el aire. La porción verde es dominicana, el gris amarronado es haitiano. La postración económica de la ex colonia francesa prácticamente acabó con la vegetación. Los dominicanos comentan con cierta amargura que su propia crisis, y el cruce furtivo de la frontera que realizan los contrabandistas de carbón vegetal, ya han ido desdibujando este remedo cartográfico. Pero si se arriba a Haití por vía terrestre, el impacto es todavía más fuerte.
La capital dominicana, Santo Domingo, tiene ciertos destellos de prosperidad, algunos basados en el auge de la construcción de infraestructura turística, otros que surgen de las inversiones realizadas en algunos monumentos de la ciudad antigua, como consecuencia de las celebraciones del quinto centenario de la llegada de Colón. Esto cambia apenas se sale de la ciudad y se pasa por los barrios de lata que se aprietan en los cerros circundantes, o por las comunidades campesinas salpicadas entre los platanales. Pasan las horas y, a medida que se acerca a Haití, la pobreza se vuelve más extrema. Los signos de la modernidad relativa de Santo Domingo van dejando paso a pequeños poblados que muestran, al borde de la ruta, unos curiosos coliseos de madera reservados a las riñas de gallos. Unos quilómetros antes de llegar a la línea divisoria la carretera simplemente se extingue y es sustituida por un pedregal bordeado de casuchas miserables. El trayecto se hace trabajoso y el lado dominicano se parece a cualquier zona fronteriza de cualquier empobrecido país de América Central.
Pero a pesar de ese prólogo, que supuestamente debería preparar al viajero para llegar al país más pobre de América, no es posible estar listo para el impacto que se recibe al ingresar en Haití. Decenas de personas esperan el paso del ómnibus detrás de una pesada reja de metal verde, que sólo se abre para permitir la entrada o salida de los vehículos. Están prácticamente colgadas del portón. Un guardafronteras lo abre y el ómnibus traza una herida entre la muchedumbre, por la que avanza lentamente. Las imágenes se asemejan a la Ruanda de los noticieros. Niños negros, desnudos, mirando con los ojos desorbitados. Una enramada desvencijada bajo la cual decenas de mujeres -la piel sobre los huesos- dan vida a una feria fronteriza en la que los puestos, montados sobre estructuras de madera blanqueada por el sol y la lluvia, casi no tienen nada que ofrecer en sus cuarteadas mesas vacías. Una impresión de estar entrando en un lugar donde la pobreza extrema es la norma. A diferencia de otras, la frontera haitiana no es un lugar por el que se pasa, sino que es un lugar al que se entra.
PUERTO PRÍNCIPE
Frente al Parlamento, cruzando la rambla, un pequeño parque descuidado es un oasis en medio del caos urbano de la capital. Grupos de jóvenes descansan en el pasto. Estudian o simplemente miran la copa de los árboles mientras se dejan refrescar por la brisa del golfo de Gonaïves. No miran el mar. Si lo hicieran sólo verían una bahía sucia, contaminada por un puerto en el que no parece haber nada más que cargueros herrumbrados, y por el ir y venir de pequeñas lanchas desvencijadas que reproducen el tráfico que la ciudad despliega a sus espaldas. Puerto Príncipe era la perla más preciada de la Francia colonial. Hoy, esta ciudad, que debió haber sido hermosa, se ha transformado en la contracara de lo que su nombre sugiere.
Haití es diferente por completo al resto del continente americano. Esta singularidad puede palparse cuando se visita el Mercado de Hierro de Puerto Príncipe. Cuando el país todavía recibía turismo, las guías de viaje lo recomendaban con entusiasmo. Ahora, las mismas publicaciones lo desaconsejan. La estructura cerrada del mercado es un colorido y enorme galpón metálico de aire oriental, que originalmente estaba destinado a una ciudad de la India y fue embarcado hacia Puerto Príncipe por error. A su alrededor se levanta un enjambre de puestos callejeros que forman una feria permanente al aire libre, situada a pocas cuadras del palacio de gobierno.
Ingresar a la zona de mercado es entrar a un espacio de irrealidad. No hay un solo turista, y aparentemente tampoco hay compradores. Es un montaje casi onírico a la espera de nadie. Una maraña humana voceando mercancías agrupadas en un caos aparente, pero en el que se pueden identificar ciertas lógicas: una calle de zapateros, otra en la que se reparan relojes, la acera de los libreros. Todo dispuesto sobre mesas precarias y rodeado de basura. Como no existe ningún sistema de recolección pública, los desechos se amontonan en los callejones que quedan entre los puestos, por lo que se debe caminar pisando directamente sobre una capa de basura que va siendo aplastada por los pasos hasta ir formando una alfombra semiorgánica de la que parece desprenderse un vapor, casi sólido, que enturbia la atmósfera volviéndola irreal. Llega un momento en que sólo se ve la espalda de quien camina adelante, y se confía ciegamente en que ese punto de referencia sabrá la dirección correcta, y sólo queda dejarse arrastrar por el movimiento ondulante de ese ser colectivo que es el mercado.
EL BRILLO PERDIDO
El mercado parece haber crecido entre las ruinas del viejo esplendor de la ciudad. Todavía se adivinan los edificios sólidos de fines del siglo xix, con sus amplias pasivas conformadas por enormes columnatas de granito. Están ocultos, debajo de un enjambre de puestos callejeros, algunos literalmente ambulantes, ya que los vendedores se transforman ellos mismos en vitrinas, mostrando las mercancías, ropas o relojes sobre su cabeza o entre sus brazos mientras caminan para buscar al cliente imposible. Las ruinas del viejo esplendor de Puerto Príncipe albergan, ahora, esa hilera de mujeres que han clavado sus braseros entre el barro o sobre el contrapiso roto de veredas que perdieron sus baldosas hace décadas.
Sobre los braseros hay enormes ollas de hierro en las que trozos de cerdo y plátano se fríen en aceite hirviendo, llenando el ambiente con un olor penetrante. Braseros que en otro contexto parecerían improvisados pero que acá, en este campamento colectivo, dan la sensación de estar mucho más en su lugar que los propios edificios decimonónicos, patéticamente presuntuosos, cáscaras vacías utilizadas, en el mejor de los casos, como depósito de mercancías baratas. Pegados a esos fogones, una fila de hombres comen en silencio sus porciones de cerdo con arroz, recostados a las paredes de hormigón que alguna vez estuvieron revestidas por planchas de mármol.
En el mercado toda negociación de precios que quiera realizar un visitante comienza en los cien dólares, no importa qué tipo de producto o servicio se quiera comprar. Ya se trate de un diccionario creole-inglés, un par de zapatos, un viaje en taxi o una talla de madera, el primer precio que se escuchará será ése. El segundo precio es cinco veces menor. La mutación se produce por un acto de prestidigitación monetaria. Ante el asombro del potencial comprador por tan violenta rebaja, el vendedor aclara que el precio inicial no estaba expresado en dólares estadounidenses, sino haitianos. Esta última es una moneda virtual. El dinero local es la gourde, pero el uso ha mantenido la existencia de los dólares haitianos para las transacciones con extranjeros, aunque nunca sea posible ver algún billete que responda a esa divisa. Vale cinco veces menos que su pariente estadounidense, y cinco veces más que la gourde. Después de que los cien dólares del comienzo quedan reducidos a veinte empieza la verdadera negociación, que en general termina en precios de un dígito. No se trata de negociaciones estáticas, sino que el vendedor no suele conformarse con la primera negativa, y sigue ofertando sus productos mientras acompaña al cliente durante algunas cuadras.
PETION-VILLE
Nombrada en honor a Alexandre Sabés Petion, un hijo de padre francés y madre mulata que instauró la república en Haití y apoyó las campañas libertadoras de su amigo Simón Bolívar, Petion-Ville más que una ciudad parece un barrio de Puerto Príncipe. Situada en una elevación, allí se concentran los principales hoteles, las sucursales de las librerías francesas, los restaurantes y las galerías del cotizado arte haitiano. Aunque contrasta con Puerto Príncipe, la primera impresión de Petion-Ville no es la de un barrio próspero, sino que incluso allí lo predominante es la pobreza generalizada en la que vive la inmensa mayoría de la población haitiana. Si se camina por Petion-Ville se tiene la sensación de ir bordeando una yuxtaposición de fortalezas. Las veredas son delgados senderos situados al pie de altos muros que protegen las residencias de los hatianos acomodados -los verdaderamente ricos viven varios quilómetros montaña arriba-, muros que en cada esquina tienen garitas, y a veces pequeñas torretas, en las que se asoman hombres armados.
En la puerta del hotel Kinam también hay un guardia de seguridad que cuida la entrada con una escopeta de caño recortado. Dentro de los muros de la casona, y protegidos del calor de la tarde por las galerías de madera labrada, los huéspedes parecen llevar su vida al margen del entorno. Un grupo de cubanos de más de cincuenta años, funcionarios gubernamentales en misión de cooperación técnica, bromean en el bar del hotel sobre la reciente ruptura de relaciones diplomáticas entre Cuba y Uruguay. No saben exactamente de qué lado está el periodista, y para no ser descorteses cambian la conversación hacia el terreno de la emulación pacífica entre el ron haitiano y el Havana Club. Algo alejados de nuestro grupo, al borde de la piscina, media docena de preadolescentes mulatos comen langosta a las tres de la tarde, mientras mojan con pistolas de agua al camarero de frac que los atiende, solícito, ante la mirada de los padres que sonríen desde una mesa cercana.
EL OLOFFSON DE GREENE
Las noches de Puerto Príncipe recuperan algo del brillo perdido de la perla de Francia. Para comprobarlo es necesario dejar atrás la seguridad relativa de Petion-Ville, bajar a la capital y dejarse envolver, por ejemplo, por la leyenda del hotel Oloffson, un antiguo hospital de los marines en el que parecen superponerse las épocas en varios planos. Un espejo contenido por un grueso marco de madera tallada, escorado sobre la barra del bar, refleja una atmósfera de otro tiempo en el azogue gastado. Dos minúsculos ventiladores de techo intentan batir el aire en la sala de fiestas del hotel Oloffson, de Puerto Príncipe.
La capital haitiana tiene en esa vieja mansión uno de sus lugares más emblemáticos. Sin el brillo de antaño, la luz del día lo muestra rodeado por un barrio hundido en la pobreza, aunque por las noches mantiene esa atmósfera refinada y decadente que atrajo huéspedes ilustres, incluyendo al rolling stone Mick Jagger. Una mujer negra, encanecida, cruza la sala apoyada en su bastón y se coloca detrás de una caja registradora de los años de la ley seca. Afuera, en las galerías de madera labrada, algunos huéspedes toman el célebre ron Barbancourt, de espaldas a la piscina en la que fue encontrado el cadáver del doctor Philipot, en Los comediantes, de Graham Greene. Pero más allá de los trazos que recuerdan los años cincuenta, hay otra escenificación que coexiste con el Oloffson de Greene. Porque encima de la misma barra del bar del hotel hay un enorme televisor que sintoniza la trasmisión en directo de un partido de básquetbol de la nba; y además de los huéspedes que toman ron haitiano en la galería, adentro, en las mesas de la sala de fiestas, una veintena de japoneses, casi adolescentes, descansan después de un largo día recorriendo los proyectos de cooperación internacional financiados por su gobierno.
KARAOKE Y DESSALINES
En la misma escena del Oloffson es posible, incluso, descubrir un tercer juego de imágenes. Sobre la barra no sólo están el espejo y el televisor, los acompaña una talla en madera de un general negro, tocado con un sombrero de aire napoleónico, a la que le han esculpido unas mazorcas de maíz en el lugar en que irían las charreteras. Tal vez se trate de una imagen de Jean-Jacques Dessalines, un esclavo nacido en Guinea que se autoproclamó emperador y se rebeló contra Napoleón, cuando Bonaparte intentó restablecer la esclavitud en la isla. Frente a las mesas, un escenario. Un cantante local, Ticoca, agita una tela turquesa al ritmo de una música que recuerda en algo el calipso panameño. Su banda se completa con un acordeonista, una batería y un bajo eléctrico. La voz, aguda, arrastra canciones tradicionales escritas en creole, ese idioma nacido de las plantaciones cuya raíz combina algo del francés antiguo y de las lenguas de los esclavos africanos.
No son, sin embargo, mundos irreconciliables. Un japonés de larga melena rubia deja la barra y empieza a bailar en el centro de la sala. Los que se quedaron en las mesas aplauden y lo alientan. Quienes tomaban ron en la galería se acercan, para observar de qué se trata ese griterío en un idioma que seguramente les resulta incomprensible. Ticoca termina su canción, agradece en francés y hace una pausa. Para llenar el vacío, de los parlantes surge música de discoteca. Ahora sí los japoneses dejan sus mesas y se ponen a bailar en el centro del salón. Uno de ellos, tal vez algo borracho, entra al escenario, toma un micrófono y canta, como si estuviera en un bar de karaoke. Al personal del hotel no parece llamarle la atención.
Después de las nueve de la noche el público del Oloffson cambia. La sala comienza a llenarse de haitianos que llegan atraídos por el recital que cada jueves ofrece una banda de vudú-rock, Ram, que alcanzó la celebridad cuando una de sus canciones fue elegida por Jonathan Demme para la banda sonora del filme Philadelphia. Se aprietan contra el escenario, y parecen estar en un ritual más que en un concierto. La música combina cantos vudú acompañados de percusión y unas enormes cornetas tribales, con una base pop y un trabajo de sintetizador que recuerda los clichés más obvios del rock sinfónico. La combinación, sin embargo, hace delirar a su público. La popularidad de Ram, de cualquier modo, es mínima si se la compara con el verdadero ídolo de la música haitiana: Micky Maravilla, una suerte de bailantero local que mueve multitudes. Con una escena musical vibrante, galerías de arte cargadas de cuadros de cotizados pintores que no sólo practican el estilo naïf que le valió la fama internacional a la plástica local, y con una decena de escritores que publican asiduamente en editoriales francesas, la riqueza cultural de Haití parece estar en las antípodas de su miseria económica.
EL ZOMBI
El vudú es la religión de los haitianos. Combina elementos del catolicismo con las religiones tribales de Benin. En una sesión de vudú, los practicantes son poseídos por los loa y mientras están en trance estos viejos dioses tribales dan consejos, por boca del medium, o realizan curaciones. Una explicación que recuerda a la umbanda o el candomblé de la tradición afrobrasileña. Además de las muñecas a las que se les clavan alfileres para pedir al terrible Barón Samedi, Guardián de los Cementerios, que cause un daño a la persona odiada, la mitología vudú tiene al zombi, o muerto-vivo. La magia vudú permite levantar un muerto de la tumba y convertirlo en esclavo de quien haya realizado el rito. Una leyenda haitiana dice que, durante la esclavitud, los esclavos que no trabajaban en vida eran convertidos en zombies y eran condenados a cortar caña por las noches, sin parar, hasta el fin de los tiempos. No es difícil ver la mano blanca de los propietarios de las plantaciones detrás de esta historia. Pero si hay un rito para zombificar, también hay un camino para volver a la libertad. Lo opuesto al azúcar, símbolo de la esclavitud en el Caribe, es la sal. Y la leyenda dice que el zombi que come un alimento con sal, despierta de su estado y regresa al mundo de los vivos acompañado de una sed de venganza que lo lleva a no descansar hasta que ha matado con su machete al brujo que lo ha esclavizado.
ARISTIDE
El presidente haitiano Jean-Bertrand Aristide, sacerdote católico, encarnó en 1985, desde una pequeña parroquia de Puerto Príncipe, la resistencia civil que obligó a dimitir al dictador Jean-Claude Duvalier. Los cinco años finales de la década del 80 lo mostraron en primera fila luchando contra el intento de instaurar en el país "un duvalierismo sin Duvalier", lo que le valió la expulsión de la orden salesiana que lo había consagrado sacerdote. No obstante este revés, en diciembre de 1990 se convirtió, con el 67 por ciento de los votos, en el primer presidente de Haití electo democráticamente desde 1804. Fue derrocado un año después por un golpe militar, pero volvió al poder en octubre de 1994 por mediación de las Naciones Unidas y con el apoyo de los marines estadounidenses. A partir de entonces comenzó el declive de Aristide.
Sustituido en 1996 por su correligionario René Preval, en las últimas elecciones volvió al gobierno, pero ya se había enfriado la luna de miel con la mayoría de los hatianos, quienes habían hecho de su partido, Lavalás, precisamente lo que esa palabra significa en creole: una avalancha. La sangrienta represión de los disturbios de diciembre del año pasado, las acusaciones cada vez más frecuentes de corrupción y autoritarismo han motivado la preocupación de la comunidad internacional, y han hecho surgir numerosas voces disidentes en el interior del país.