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31 de mayo del 2002
Colombia: guerra total
Angel Guerra Cabrera
La Jornada
Las elecciones han devenido un tema de interés político
decreciente en América Latina. Salvo excepciones, quienes contienden
son integrantes o subordinados de las oligarquías nativas, dispuestos
a descargar sobre sus pueblos el cruel efecto de las recetas neoliberales, ya
sea debido a una suerte de autismo ideológico o a la genuflexión
ante Washington. Por regla quien resulte ganador buscará una mayor explotación
y marginación de las mayorías y un aumento de la dependencia hacia
el imperio del norte. La reciente elección presidencial en Colombia no
es la excepción. Sin embargo, la victoria de un candidato fascistoide
como Alvaro Uribe sí hace una diferencia, sobre todo debido a la situación
geoestratégica del país. Aquí no se dirimía la continuidad
del modelo económico neoliberal, que no estaba en discusión entre
los candidatos, sino la manera de encarar el prolongado conflicto armado, para
el que Uribe propugna una salida a sangre y fuego. Esto lo ubicó como
la carta idónea de la guerra contra el terrorismo de George W. Bush,
llamado a convertirse en eficaz auxiliar a los planes de acabar con la guerrilla
en Colombia, el mo-vimiento bolivariano en Venezuela y debilitar las demás
fuerzas que en Brasil, Ecuador, Perú y Bolivia se oponen a su proyecto
depredador de la Amazonia y la región andina. Como correlato, lograr
el aislamiento de Cuba y de la rebelión argentina.
Cabecilla del sector más intransigente de la oligarquía colombiana
y apoyado por los paramilitares, el presidente electo ha propuesto duplicar
las filas del ejército y la policía como medio para derrotar a
los insurgentes. Turbio personaje sobre el que pesan acusaciones de haberse
relacionado con el narcotráfico desde distintos cargos públicos,
incluyendo los programas "cívicos" del capo Pablo Escobar. Como gobernador
de Antioquia fomentó una versión de guardias blancas de las que
numerosos analistas afirman que dieron un impulso de-cisivo al crecimiento de
las genocidas bandas paramilitares en el país, cuyos miembros armados
hasta los dientes ya se cuentan por miles.
El plan anunciado por Uribe de levantar una milicia civil de un millón
de integrantes estaría encaminado a multiplicar aquella experiencia.
A la vez se organizaría un sistema de delaciones pagadas contra "los
violentos". Si se ponen en práctica estos proyectos, el régimen
de la oligarquía colombiana llevaría el terrorismo de Estado,
del que es campeón continental, a extremos inimaginables. Habría
que esperar un aumento sin precedentes en las incorporaciones a la guerrilla,
pues sólo allí encontrarían refugio y medios para defenderse
campesinos desplazados (que ya suman 2 millones), sindicalistas independientes,
lu-chadores sociales y políticos de la izquierda legal, que serían
el blanco seguro de la suerte de Gestapo impulsada por Uribe. Si el número
de asesinatos políticos en Colombia asciende a miles por año,
entonces pasaría a decenas de miles. Reprimir cualquier propuesta alternativa
e intentar la derrota militar de la guerrilla ha sido práctica de todos
los gobiernos colombianos, incluido el de Pastrana, que optó por la guerra
total desde que suspendió el diálogo de paz, presionado por Estados
Unidos y el ejército.
Este, que bajo el cínico pretexto de combatir al narcotráfico
con el Plan Colombia, ha recibido cientos de asesores estadunidenses y ha sido
equipado con tecnología militar de punta aprovechando el diálogo,
reincide en la idea de doblegar por la fuerza a los insurgentes. Como ya ocurrió
antes, Estados Unidos y la oligarquía deciden emplear a fondo la alternativa
militar después de otro simulacro de proceso de paz, una reiteración
de la conducta que unida a la creciente injusticia social, ha hecho que en unas
décadas las FARC y el ELN pasen del puñado de combatientes con
que contaban originalmente a más de 20 mil en la actualidad. Por ello
hay que dudar mucho de la sinceridad de la fórmula de mediación
internacional ofrecida por Uribe después de conocerse los resultados
electorales.
Si se cuenta la abstención superior a 50 por ciento y los votos a otros
candidatos, más de la mitad de los electores no sufragaron por Uribe.
No obstante, obtuvo un apreciable caudal electoral que no soló parecería
achacarse al respaldo abrumador que recibió de los medios y casi totalmente
de los partidos de la oligarquía. Cabría esperar que la guerrilla
saque sus propias conclusiones.