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Latinoamérica

13 de julio del 2002

Golpe de Estado en Chile

Marcos Roitman Rosenmann
La Jornada

Los años transcurridos en Chile a partir del 11 de septiembre de 1973 poseen en común ser expresión del llanto colectivo del pueblo cuyas lágrimas derramadas exigen la restitución de un tiempo de dignidad. La penumbra de un claroscuro donde se anuncia un orden social vergonzante constituye el medio físico en el cual sobrevive, vegetando, una elite política legitimada en la ignominia tras haber postulado el olvido como principio para recuperar su poder. La pesadez de un ambiente donde respirar libremente es un acto de insubordinación civil adquiere tintes dramáticos cuando se trata de vivir el día a día buscando explicar el porqué de tanta mentira social. Casi todos huyen de sus responsabilidades. La mayoría prefiere subsistir diluyendo su conciencia en las aguas tranquilas del consenso. Un pacto de sangre entre víctimas complacientes y verdugos arrepentidos emerge para proclamar el fin de la justicia. Ya no hay necesidad de perseguir a los responsables de tanta pena acumulada. El oprobio cometido contra la dignidad y la condición humana puede quedar impune en la conciencia de unos hacedores públicos convencidos de las bondades de una transición política adjetivada como perfecta.
La tragedia parece no tener fin. Hasta hoy la imagen de los soldados en la calle, los tanques frente al palacio de gobierno y los aviones bombardeando son un referente en la memoria colectiva de toda una generación. Sin embargo, el golpe de Estado se redita bajo otros métodos. Ya no hace falta bombardear con obuses, lanzar bombas o matar demócratas. Resulta más elegante dejar sin juzgar a los responsables directos del asesinato bajo el supuesto de que padecen locura. Toda una trama urdida, cuya consecuencia es la perpetuación contingente del golpe de Estado. Es una sensación de estar en presencia continua de la tortura, la muerte, el exilio o el silencio obligado.
Esta vez el golpe de Estado no es una caricatura del 11 de septiembre de 1973; se realiza con otras armas. El llamado a una catarsis que logre el milagro de hacer invisible al torturador tiene como fin vivir un simulacro de democracia. La falta de referentes éticos se suple con el llamado al pragmatismo. Una forma de estar en el mundo donde se milita en flexibilidad del carácter y en la histeria consumista. ¿Cómo entender el sentido de decisiones políticas que, inmersas en la discrecionalidad del poder, mutan en arbitrarias? ¿Cómo valorar, igualmente, la acción de la justicia, cuando debería ser el derecho y el apego a la ley el principio que guiara la decisión de jueces y no el deseo profundo de traicionar deliberadamente su neutralidad cometiendo un acto de prevaricación?
La corrupción del carácter democrático y la emergencia de una conducta fundada en los principios de la razón de Estado acotan el terreno dejando claro cuáles son los límites de un gobierno socialdemócrata que ha perdido sus señas de identidad, si alguna vez las tuvo. Constreñidos a cumplir un pacto en el que no hay lugar para la dignidad, se impone la cultura del conformismo y la sumisión a un poder militar cuyo peso sigue condicionando todo el devenir de la sociedad chilena.
Un régimen que para subsistir debe ejercer continuos actos de arbitrariedad pone al descubierto las espurias bases sobre las cuales se edificó el mito de la transición democrática en Chile. El proceso político que continuó al plebiscito en 1988 no ha podido romper las ataduras impuestas por los hacedores del orden militar. Como sucediera tras la muerte biológica en España del tirano Francisco Franco, todo estaba atado y bien atado. Nada se dejó al azar, en Chile tampoco.
Ya no hubo espacio para proyectar nuevos diseños de futuro. El cambio social se redujo a legalizar partidos, exhibir las banderas, abrir locales partidarios y reconstruir el parlamento. La democracia se constituyó en un espectáculo de mercadotecnia. El llamado a las elecciones maquillaba una realidad tétrica donde los detenidos-desaparecidos y los presos políticos se transformaron en datos estadísticos y los defensores de los derechos humanos en un problema estético. La apertura de juicios contra los responsables intermedios del genocidio y la tortura ha sido vista por el poder político como un mal menor. El necesario peaje que se debe pagar para dejar inmunes a los ideólogos civiles y los generales miembros de la junta de gobierno.
La última decisión del Supremo de Justicia en Chile de inhibir por locura al genocida es la culminación de un grotesco camino iniciado el 16 de octubre de 1998 por el gobierno de Eduardo Frei tras la detención en Londres del susodicho. Si una multitud de ciudadanos de Chile y el mundo vivieron la detención como el verdadero inicio de la transición democrática en ese país, su puesta en libertad el 2 de marzo de 2000 significó retrotraer Chile al 11 de septiembre de 1973.
En dicha ocasión el golpe de Estado fue planificado minuciosamente por los tanques de pensamiento de los tres gobiernos ahora interesados en lograr su excarcelación: España, Chile y Gran Bretaña. Hoy asistimos a su redición. Cada vez que ello ocurre el recuerdo de los detenidos-desaparecidos, la voz de los presos políticos aún en las cárceles, la lucha de los familiares de los detenidos y desaparecidos, la fuerza de los defensores de los derechos humanos, resuenan para recordar que la dignidad en Chile está en sus manos.
Son estas decisiones arbitrarias y miserables las que permiten verificar, más allá de las declamaciones, los fundamentos antidemocráticos sobre los cuales sigue asentada la sociedad chilena. Si ello es así, la traición y la cobardía -palabras con las cuales el presidente Salvador Allende adjetivó el comportamiento de los golpistas- mantienen toda su vigencia para definir el acto de inhibir al dictador de toda responsabilidad política por los delitos de terrorismo, torturas y genocidio.