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Latinoamérica

6 de junio del 2002

11 de abril. 12 horas que conmovieron a Venezuela


Está circulando un librito titulado 11 de abril. 12 horas que conmovieron a Venezuela, sin pie de imprenta. Está firmado por un seudónimo ambiguo, "J.M. Barreto", que no es el Juan Barreto, diputado chavista, que cualquiera podría pensar.
El autor, un periodista que según dice estuvo de reportero durante los acontecimientos, maneja mucha información sobre la conspiración y la masacre del 11 de abril. Cambió algunos nombres para protegerse él, pero son fácilmente colegibles. Nos parece una precaución inútil. Los hemos explicitado entre corchetes [ ] en la transcripción del fragmento que sigue. También clarificamos entre corchetes algunos modismos venezolanos y otras informaciones para el lector extranjero.
También mejoramos en algo la puntuación algo errática, así como algunos errores menores.
Según la hipótesis de est autor anónimo, la masacre del 11 de abril fue producida por un grupo de tiradores profesionales reclutados por Isaac Pérez Recao y bajo el comando de Carlos Molina Tamayo.
A continuación algunos fragmentos sobre el tiroteo.
12:30
Alvarado [Carlos Molina Tamayo] gira órdenes a diestra y siniestra. La clave cuatro se ha activado y a todos sus hombres les toca tomar posición. Los edificios desde donde desatarían la masacre ya habían sido previamente seleccionados.
—Primero me le dan a todo bicho que cargue encima una cámara. Necesito unos cuantos cadáveres de periodistas.
Sabía que un periodista muerto a tiros era de vital importancia para la misión. No imaginaba, por supuesto, los resultados finales. La misión consistía solamente en dejarle unos cuantos muertos regados a la administración de Chávez, el resto vendría poco a poco. [...] Sus hombres se desplazan y toman las principales azoteas del Hotel Edén, en la avenida Baralt, el Ausonia y el edificio La Nacional, donde funcionaba la oficina administrativa municipal. Si el golpe fallaba la culpa recaería sobre funcionarios del gobierno. La mente diabólica de Alvarado así lo había expuesto ante aquel grupo que luego de año y medio de conspiración creía ver cristalizado su objetivo. [p. 42-43].
[...]
Le toca tomar posición en un sitio estratégico entre la avenida Baralt y el Puente Llaguno. Desde allí con facilidad puede mantener a tiro a uno y otro bando. "No importa a quién le des", le habrían dicho. Y él sonrió, era como jugar al tiro al blanco, podía escoger, tenía la plena libertad de escoger, decidir por primera vez.
—Haz lo que quieras —le habían dicho—. Estás libre. Mata. Mata. Mata.
Así que llegó esa mañana al Hotel El Edén. Un tiradero [nido de amor]. Pero él venía solo.
—¿Es posible? —Bueno —habría respondido el dependiente—. Depende.
El "depende" costó veinte mil bolos [bolívares]. Eliécer le habría dado cien, si se los hubiesen pedido. Sospechoso. Habría pelado bolas porque ante esa cantidad el dependiente habría llamado a la policía. Pero el tipo se conformó con veinte mil. El pobre loco, debe estar recién llegado del interior y no tiene dónde pasar el trasnocho, así será el ratón [la resaca].
Entra en la habitación. Tímido, tembloroso. Son las 12:45 pm. Abre el bolso y extrae el arma larga en pedazos. Los ojos se le agrandan, babea, besa el cañón. La mira telescópica, la cacha... [p. 67- 68].
12:45 pm
Distribuidos estratégicamente, siete hombres de incógnito portando armas largas camufladas y un sofisticado equipo de comunicaciones israelí, reciben instrucciones de tomar las posiciones previstas de acuerdo con la clave cuatro. En la esquina de Solís nadie notaría que ese humilde limpiabotas, sentado en un banco de concreto al lado de la estación del Metro, recoge su bolso y sus implementos de trabajo para parsimoniosamente, como para evitar despertar interés, se dirige hacia la avenida Baralt. Recorre unos cien metros y entra cautelosamente en el edificio La Nacional, sede de la administración del municipio Libertador. Adentro se mueve como pez en el agua. Días antes había hecho su trabajo de campo. Había visitado el edificio: "Familiarícense con sus posiciones", les había dicho el General.
En la esquina de Piñango, otro miliciano aparentando ser un recogedor de latas se incorpora molesto por la bullaranga que no le permite descansar, relajarse un poco. Habla con el aire y se ríe solo. De pronto se molesta y exclama una sarta de groserías, recoge su saco y entre mentadas de madre a chavistas y antichavistas, al gobierno, a la revolución, a la burguesía, a Fedecámaras, a su mamá Etervina, al negro Felipe y a todo lo que ve, el recogelatas, inmundo, y con las bolas afuera, atraviesa por debajo del Puente Llaguno, sin que nadie repare en él. De haberlo detenido se habría descubierto a un joven bañado en betún. Un joven de mirada fría, hielo en la sangre. Un chico a quien no le late el corazón. Una especie de zombi, un arma humana letal que se dirige como una máquina a cumplir una orden. Orden que equivale a asesinar seres humanos sin discriminación de ningún tipo. En el saco de latas, un rifle de alta potencia subyace en pequeñas piezas. Armarlo sólo tomará unos segundos, máximo un minuto. Fue el mejor calificado en el entrenamiento que se le dio a su grupo en Miami. Una manzana a 300 metros no era nada para él, sólo un tiro de rutina.
Sube las escaleras del Puente Llaguno desde la avenida Baralt hasta la Urdaneta. Camina hacia la esquina de Veroes y en un abrir y cerrar de ojos desaparece en un zaguán. Minutos más tarde lo veremos en las alturas de una amplia azotea, tarareando una canción de Shakira y armando su instrumento letal. [p. 58-59].
[...]
Los cuatro hombres de Reverte [Pérez Recao] más los tres de confianza del General [contralmirante Molina Tamayo], ya han tomado sus lugares. Encapuchados para no ser reconocidos, esperan la orden de su alto mando. La marcha entre por la Plaza Miranda y sigue hacia la O'Leary. Una parte se divide hacia la esquina de Junín para subir por las esquinas de Muñoz y Solís. La llegada se hace traumática. La Guardia Nacional los espera ataviados con equipo antimotín. Por los lados de El Calvario, el puente de la avenida Sucre se convierte en un campo de batalla. Otro frente se abre entre Muñoz y Solís. El Centro se llena de bombas lacrimógenas. Llueven piedras de ambos bandos. Mientras tanto, otro tentáculo de la manifestación inicia su subida hacia Miraflores por los lados de la avenida Baralt. En la esquina de La Gorda se arma la sampablera. Plomos van, plomos vienen. Alvarado [Molina Tamayo] da la orden. Una bala con el zumbido de una abeja le vuela la cabeza a uno de los manifestantes progobierno. En ese mismo instante, otro zumbido destroza el occipital de un reportero gráfico. No han transcurrido veinte segundos cuando otro proyectil le arranca la mejilla a una mujer, quien cae de espaldas mientras la bala le sale por un costado de la cabeza. Alguien grita.
—¡Eso es plomo!
—¡Es plomo!
Se arma una algarabía, el caos se apodera de los manifestantes. La ira se apodera de ambos bandos. La policía huye despavorida. Plomos van y plomos vienen. Desde el puente de la avenida Urdaneta un grupo dispara a diestra y siniestra contra todo lo que se mueve en la Baralt.
A una cuadra de Miraflores cae, víctima de otra bala que le vuela la masa encefálica, un funcionario de la Casa Militar. Siete muertos se cuentan durante los primeros treinta minutos de batalla.
—Suficiente —dice Alvarado [Molina] y da la orden de retirada—. Lo demás viene solo.
Los francotiradores en lo alto reciben el parte. Como buenos profesionales desarman con rapidez el fusil de alta potencia. Recogen las conchas y se toman unos minutos para revisar bien el área antes de abandonar su puesto de mando. Una hora más tarde todos se encuentran en el Bunker del General [Molina]. Pasarán la tarde entre llamadas telefónicas y observando la televisión. Nadie debe moverse de aquel sitio, es la orden que hay. Allí, en Parque Cristal todo es paz y armonía, como si nada estuviese sucediendo. Apenas es las 2:30 pm.
El Golpe
Mientras los canales de televisión transmiten constantemente las imágenes de los muertos y heridos, que para la hora ha habían aumentado vertiginosamente, el General [Molina] ya ha recibido varias llamadas y ya conoce en qué va a desembocar la situación. Los muertos se acrecentaron tal cual como lo había previsto. Siete fueron los suyos, siete por los que se responsabilizaba, siete por la patria, siete. Bien valió la pena para salir de este gobierno. Cada uno de sus muchachos cumplió su propósito.
—Un solo muerto por cabeza —les había expresado la noche anterior.
—Si lo desean pueden herir a varios —lo había agregado al ve el gesto de Eliécer Rivero, el nerviosillo [francotirador salvadoreño]. De no haberle permitido seguir disparando para herir a otros tantos, la misión habría corrido peligro.
Todos, hasta Peter [uno de los francotiradores], se habían encargado de una presa. Las otras conchas las habían desperdiciado practicando tiro al blanco contra fachadas de edificios, avisos luminosos, faroles, hasta bustos y estatuas de las plazas que bordean el centro de la Capital. De esta manera creaban mucho más caos.
Pero Riverito... Eliécer no se había conformado con volarle la cabeza a aquel muchacho con cámara en mano, tal cual como se lo había ordenado su jefe.
—No me pelen un carajo con una cámara, necesito varios periodistas muertos.
De los siete muertos, cuatro portaban cámaras, tres de ellos eran chicos de inteligencia de la Casa Militar. Se les había ordenado filmar a líderes y dirigentes que estuviesen en la manifestación para tenerlos en cuenta en el futuro. También se les había ordenado filmar a todo aquel que propiciase la violencia. De esta manera habría pruebas claras, en este caso a favor del gobierno, para denunciar a quienes pretendían "tumbar al Presidente". El cuarto fue un colega de un diario capitalino. El verdadero mártir de la contrarrevolución.
Cada uno disparó contra su objetivo... no así Peter. Pudo haber liquidado al quinto sujeto con cámara. Ambos se tropezaron bajo el mismo objetivo. Nelson, mi camarógrafo captó la imagen de quien pudo haber sido su asesino. Se vieron a los ojos, permanecieron así por instantes, cada uno esperando el disparo del otro. Nelson lo observa cuando el hombre le hace una seña... una leve picada de ojo para luego despegar el índice del gatillo, Nelson hace un gesto, un leve movimiento del cuello que desvía el encuadre de aquel hombre con pasamontañas, ojos claros, limpios, sin mirada de asesino. Es entonces cuando también Nelson retira su dedo del disparador. Pierde el Premio Pulitzer y gana otros años de vida.
Pero ya Peter había cumplido. Su certero disparo le había atravesado la mejilla a una mujer que entró así, ¡de pronto!, dentro de su ángulo de tiro. Aquel camarógrafo de televisión se había salvado de milagro. Peter no tenia por qué hacer otro disparo. Las órdenes habían sido claras para él, "un solo muerto por cabeza". Al fin y al cabo.
Ahora qué importaba quién hubiese sido. Cierto, se quedó un rato más observando por la mira telescópica. Puso a tiro a un gobernador, a dos alcaldes, a un oficial retirado, a un carajito montado en un morral a la espalda de su padre, a un vendedor de manzanas, a un vendedor de papitas fritas, a un dirigente obrero, a un dirigente vecinal... a un fotógrafo que se lo quedó mirando de teleobjetivo a teleobjetivo. Pudo haberlo matado. En un segundo un zumbido pudo haber surgido de su rifle y entrarle directo al camarógrafo por su teleobjetivo. Le habría destrozado el globo ocular y devanado en pedazos la corteza cerebral. Es cuando recibe la orden de retirarse. Ve al hombre y sabe que éste lo está viendo a él. Le guiña un ojo y se retira. [p. 70-75].