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7 de febrero del 2002
La sentencia aplastante de las cacerolas
Liberación
A las 20 en punto del pasado viernes [25 de enero] de a poco un ruido
se fue extendiendo por las principales ciudades de la Argentina. El que fue
bautizado como el primer cacerolazo nacional debutó, además
de en Buenos Aires, en Mar del Plata, Córdoba, Rosario, La Plata, Salta,
San Luis y otras ciudades.
Pese a las medidas de seguridad, las declaraciones sobre posibles hechos de
violencia y el clima ciertamente intimidatorio en que transcurrieron las primeras
horas, la protesta volvió a ser masiva Desde el día anterior,
distintos funcionarios habían advertido que no serían «tolerados»
nuevos hechos de violencia y creado por consecuencia un clima ciertamente
intimidante para el manifestante promedio de los cacerolazos por lo que muchos
creían que esta vez la adhesión a la protesta sería menor.
Al mismo tiempo se trataba del primer cacerolazo convocado públicamente
por las formas de organización espontáneas surgidas a partir
del 20 de diciembre del pasado año y el primero contra Duhalde. En
él, y como era de esperar, la única violencia tolerada fue la
que provino de los grupos de policías con y sin uniforme, (más
de uno llevaba también una sartén en su mano), que reprimieron
a quienes manifestaban, e inclusive a varios periodistas, disparando gases
y balas de goma.
Los hechos anteriormente relatados, parte ya de la realidad cotidiana en la
otrora tercera economía de América Latina, son consecuencia
directa de la quiebra del sistema financiero y del ejercicio del poder estatal.
Por lo que no diríamos nada nuevo sobre lo que aun es casi un experimento
de laboratorio de alcance global: que el llamado «modelo neoliberal», aplicado
en condiciones químicamente puras como sucedió en Argentina,
no es el camino que conduce al Primer Mundo, sino el que lleva su pueblo a
una tragedia nacional.
Esto que podríamos definir como efecto-demostración universal
de los acontecimientos argentinos, difícilmente podrá ser negado
o eludido. Ya no se trata de que no se puede imaginar ni pensar un camino
diferente, porque está excluida toda alternativa nacional en los marcos
de la nueva economía global. Se trata, por el contrario, de que las
recetas de esa nueva economía y de su guardián, el FMI, llevaron
a este desastre que sistemáticamente a diario los hechos están
demostrando Podríamos decirlo de otra manera: que las prescripciones
y programas del Consenso de Washington y del FMI en sus tres grandes vertientes:
a- privatización de los bienes de la nación;
b- desregulación a ultranza y
c- desmantelamiento de la legislación social, con apertura comercial
y financiera con el consecuente retiro del Estado frente al capital internacional,
aplicadas hasta sus últimas consecuencias en un país moderno
y con un alto grado de desarrollo de las relaciones sociales capitalistas,
han llevado a la gran mayoría de los 37 millones de argentinos a una
situación de quiebra y parálisis sin precedentes.
Pero para que esto fuera la actual realidad no bastaba sólo con la
quiebra de la economía, era necesaria la reacción de los argentinos
y con esta reacción no contaban los sesudos patrocinadores del modelo.
Debemos recordar que los cacerolazos no comenzaron reclamando la devolución
de los ahorros confiscados en el corralito, demanda esta tan legítima
como la de aquellos que se han visto despojados de su trabajo o del valor
de su salario, sino que el primero (el 20 de diciembre) fue cuando, para sostener
su política y apuntalar las drásticas medidas de salvamento
de las finanzas nacionales e internacionales, Fernando de la Rúa, quiso
imponer el estado de sitio y la suspensión de las garantías
constitucionales. El coste: 30 argentinos muertos.
Y la realidad hoy sigue demostrando que el gobierno y los bancos tienen encerrados
los dineros de los ahorristas en un corralito. Los argentinos tienen encerrado
al gobierno en otro corral, el de las movilizaciones y las protestas. El Departamento
del Tesoro de Estados Unidos, el FMI y la Unión Europea quieren a su
vez tender un «cerco sanitario» en torno a la nación argentina, su
pueblo y su rebeldía. Empiezan a temer, en la quiebra de la legitimidad
de su «modelo» y el contagio del efecto demostración sobre otros países
también estrangulados.
Y ante tamaña rebelión, por ahí aparece el director general
del FMI Horst Köhler quien, a través de «Le Monde», «advierte»
a los argentinos con un grado de cinismo que de ser virtud le aseguraría
el paraíso, que para esa situación «no hay salida sin sufrimiento»
y que «el camino hacia el crecimiento no pasa por el populismo». Reconoce
eso sí, que el FMI «habría debido estar más atento a
las derivas de la política de Menem» a la cual, no olvidemos, brindó
asesoría y apoyo. Finalmente, al tiempo de proclamar la inocencia total
del organismo internacional: «la ruptura de la situación económica
y social es la última etapa de una declinación comenzada hace
decenios y que toca al conjunto de la sociedad. (...) Las raíces del
mal están en Argentina», Köhler determina con salomónica
sabiduría que: «si los argentinos no se unen para ayudarse a sí
mismos, el FMI no puede hacerlo en lugar de ellos» ... Ni falta que hace,
gracias. Esa sigue siendo la sentencia aplastante de las cacerolas.