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La impotencia del actual gobierno
El vals de los conocidos de siempre
Por Carlos Gabetta
Atrapado entre los insistentes reclamos de la sociedad, la gravedad objetiva
de la crisis y su debilidad intrínseca para afrontarla, el gobierno
de Eduardo Duhalde comienza a insinuar, más allá de la retórica
y las buenas intenciones de algunos de sus miembros, una peligrosa deriva
antipopular y antinacional.
¿Cómo sigue la crisis argentina? Es la pregunta "del millón"
que se hacen ahora, después de los espectaculares acontecimientos de
fin de año, no sólo los argentinos, sino el mundo entero. Pero
las decenas de periodistas extranjeros que en estos días pululan por
Buenos Aires la formulan de un modo que expresa el estupor internacional:
"¿cómo es posible que hayan llegado a esto?". El interrogante tiene
una parte lógica y otra que debería responderse a sí
mismo quien lo formula. En el primer caso, se trata de la estupefacción
que provoca en un observador extranjero que un país como Argentina
se encuentre sumido en una debacle económica, política, institucional,
ética, moral y cultural de extrema gravedad. En el segundo, cada quien
-y ante todo los propios argentinos, empezando por sus analistas políticos
y periodísticos- debe empezar por observarse a sí mismo en los
años recientes, cuando la crisis incubaba y se acercaba a su estallido
de un modo tan evidente que sólo era invisible para quien no quería
verla.
En efecto, a menos que el interés personal lo impidiese, sólo
una suerte de alienación de corte patológico o un profundo desinterés
ciudadano ha impedido durante al menos los últimos tres años
-desde que empezó la recesión y se cortó el flujo de
capitales hacia Argentina- considerar que el modelo rentístico-financiero
que impera en el país desde 1976 (1) había llegado a su fin,
que los daños provocados eran gravísimos y que era necesario
frenar el proceso especulativo y pasar a una economía de decencia y
producción antes de que todo estallase.
El pasado los condena
Además de su profundidad y extensión, el rasgo fundamental de
la crisis argentina es su falta de alternativas políticas. El gobierno
de turno no tiene legitimidad electoral, en la medida en que es el producto
de un pacto a la desesperada en el Congreso Nacional, luego de vergonzosos
tironeos por el poder, entre los dos grandes partidos -peronistas y radicales,
con el apoyo parcial de la izquierda del FREPASO, que acompañó
al patético gobierno de Fernando de la Rua- ante los masivos reclamos
populares. Se trata de un gobierno legal, pero no legítimo. Es un gobierno
más fuerte que el efímero de Adolfo Rodríguez Saá,
pero sólo porque la dirigencia política entendió -después
que éste fuese derrocado en menos de una semana- que "algo había
que hacer" antes de que los ciudadanos quemasen literalmente el Congreso y
la Casa Rosada y el país se sumiese en la anarquía.
La paradoja es que las cosas se han dado de tal modo en Argentina, que los
mismos que han provocado el desaguisado resultan los llamados a resolverlo.
El símbolo más elocuente de esto es el presidente Eduardo Duhalde,
quien fue vicepresidente del corrupto gobierno de Carlos Menem durante los
primeros tiempos de su mandato, el periodo en el que se puso en marcha el
proceso de privatizaciones, la convertibilidad y el endeudamiento externo
adquirió velocidad de vértigo. Duhalde fue luego gobernador
de la provincia de Buenos Aires -es decir, el segundo hombre más poderoso
del país- y finalmente senador, a lo que hay que agregar su condición
de líder peronista. Suponiendo que quisiese y tuviese in mente el plan
económico adecuado para revertir el modelo rentístico-financiero
y sacar al país de la crisis, ¿podría Duhalde enfrentar a los
lobbies financieros y empresarios multinacionales sin que éstos saquen
a la luz los chanchullos de, por ejemplo, las escandalosas privatizaciones
peronistas? No es casual que el enviado de las multinacionales españolas
para defender sus intereses en Buenos Aires haya sido Felipe González,
quien era jefe del gobierno español cuando las compañías
de ese país se instalaron en Argentina. González debe conocer
(y si no lo sabe tiene cómo saberlo), todas y cada una de las "comisiones"
que se pagaron a políticos y funcionarios argentinos; cuánto
costó y a quién se pagó el precio de cada una de las
insólitas prerrogativas otorgadas a esas empresas en el momento de
las privatizaciones. Suponiendo por último que el propio Duhalde no
esté implicado en ninguno de esos asuntos -y por lo tanto no resulte
sensible al chantaje- el problema se presentaría en su propio partido,
que ante un ataque acusatorio masivo a varios de sus miembros prominentes,
podría fracturarse y/o quitarle el respaldo. No considerar estos factores
en el análisis de la crisis argentina es pecar de ingenuidad política.
Pero el problema que enfrenta este gobierno y cualquiera que represente hoy
por hoy a la dirigencia política tradicional es que la sociedad ha
resuelto que ésta es genéricamente culpable, juicio que en el
último mes se ha expresado resuelta -y muchas veces violentamente-
en las calles de todo el país. El gobierno se encuentra así
atrapado entre su impotencia fáctica ante los principales beneficiarios
del modelo rentístico-financiero -aquellos que lógicamente deberían
plegarse ahora a soportar los costos de la salida de la crisis y prepararse
para operar en un modelo distinto- y los reclamos de la sociedad.
Es por eso que el llamado "plan económico" del gobierno Duhalde -que
en realidad no es un plan, sino hasta ahora sólo una serie de medidas-
manifiesta en su aplicación llena de marchas y contramarchas, medidas
y contramedidas, las vacilaciones propias de la necesidad de conformar a unos
sin irritar demasiado a los otros; de "tantear" a las multinacionales -como
viene ocurriendo con el impuesto a las exportaciones de hidrocarburos- para
retroceder o retirarse luego ante su resistencia. Al día siguiente,
es la gente en la calle la que "corre" al gobierno, con lo que este comienza
a transmitir una patética imagen de impotencia.
Esta crisis sería de larga y muy difícil resolución para
cualquier gobierno, por legítimo que fuese. En cualquier hipótesis
la sociedad argentina, que dejó llegar las cosas tan lejos, debería
aceptar postergaciones y sacrificios. Pero parece cada vez más evidente
que la solución requiere ante todo un gobierno legítimo, capaz
de reunir detrás de un proyecto refundador de país una "masa
crítica" política lo suficientemente fuerte como para resistir
las presiones de los lobbies por un lado y lograr que la sociedad acepte sacrificios
por otro. Esta es una tarea a la que deberá abocarse la propia sociedad,
en paralelo a su permanente vigilancia para no resultar nuevamente víctima
de una nueva estafa político-económica.
Lo que ningún gobierno podrá, a menos que eche mano del recurso
de la represión masiva, es imponer a la sociedad argentina una "solución"
que deje a salvo los intereses de quienes han lucrado con el modelo neoliberal
y sus responsabilidades políticas y legales (2), haciendo que, una
vez más, resulte el conjunto de la sociedad quien pague la factura
de la fiesta y los platos rotos. A pesar de que algunos de sus miembros tienen
buenas intenciones y antecedentes y que a nivel retórico manifiesta
su deseo de "satisfacer los justos reclamos populares", la debilidad intrínseca
y el origen de este gobierno hacen prever que irá poco a poco asumiendo
una deriva antipopular. Como en el cuento del escorpión, está
"en la naturaleza", en los mecanismos ideológicos más profundos
de la actual dirigencia argentina, dar la espalda a la sociedad y al interés
nacional.
Notas al pie:
1 Alfredo Eric y Eric Calcagno, "Al cabo de la Gran Estafa", Le Monde diplomatique
edición Cono Sur, Buenos Aires, enero 2002.
2 En declaraciones a Radio Mitre de Buenos Aires (17-01-02) la jueza Romilda
Servini de Cubría anunció una investigación sobre altos
funcionarios de gobiernos anteriores, entre ellos Domingo Cavallo y Fernando
de la Rua, junto a "altos funcionarios y empresarios" por las maniobras fraudulentas
que habrían facilitado la masiva evasión de capitales producida
en los últimos meses.