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16 de febrero del 2002
Después de Porto Alegre
Octavio Rodríguez Araujo
El gran ausente en Porto Alegre ha sido el Estado. Da la impresión
de que el Estado dejó de tener importancia porque el mundo está
globalizado y esta globalización está en manos de unas cuantas
empresas que, además, son trasnacionales. Pareciera que se olvida que
esas empresas se han adueñado de la economía gracias a los Estados
en los países donde surgieron y al dominio que esos Estados tienen
sobre otros Estados de países menos poderosos económica y militarmente.
Hace 130 años y 21 días Engels escribía que el Estado
es "la organización que se han dado las clases dominantes para proteger
sus prerrogativas sociales". Y esto no ha variado hasta hoy. Los Estados de
los países altamente desarrollados (que forman el Grupo de los Siete)
usaron su fuerza militar y económica para dominar a otros países
y para proteger los intereses de las grandes corporaciones empresariales surgidas
bajo su amparo. Las grandes empresas que dominan la economía mundial
no serían lo que son ni existirían en donde existen sin el apoyo
de los Estados y gobiernos de los países en donde tienen su sede. Parte
de este apoyo ha consistido en la subordinación de los gobiernos (y
de los Estados, por extensión) de los países que han aceptado
seguir las reglas de juego impuestas por el Banco Mundial y por el Fondo Monetario
Internacional (dirigido por los representantes de los Estados miembros hegemonizados
precisamente por los que constituyen el ya mencionado Grupo de los Siete).
La diferencia entre los jefes de Estado o de gobierno de los países
imperialistas con los del todavía llamado Tercer Mundo (o países
"en desarrollo" en lenguaje de la ONU) es que los primeros son equivalentes
a los directores de una empresa mientras que los segundos juegan el papel
de gerentes. Estos tienen poder de decisión en el interior de su empresa
(léase país), pero de acuerdo con las políticas fijadas
por la dirección general. De hecho, el papel que tienen asignado estos
gobernantes-gerentes es encargarse de las empresas (perdón, países)
para privatizar empresas y servicios estatales, fijar topes salariales, destruir
o impedir sindicatos y cualquier fuerza de oposición organizada que
pueda poner en riesgo al capital, controlar la inflación y, desde luego,
ampliar la infraestructura y las condiciones fiscales para que las empresas
trasnacionales puedan instalarse cómodamente a más bajos precios
que en los países desarrollados. Los países del Tercer Mundo
se parecen más a franquicias comerciales que a naciones soberanas.
Es por esta razón que los viejos marxistas revolucionarios (para distinguirlos
de los posibilistas y centristas) decían que había que destruir
el Estado burgués para sustituirlo por otro –transitoriamente-- que
respondiera a las necesidades de la población mayoritaria. Este periodo
transitorio entre capitalismo y socialismo, decía Marx, era necesario
para que las masas trabajadoras, desde el Estado, su Estado, pudieran establecer
las garantías necesarias para la autogestión de la sociedad,
en principio la autogestión de los trabajadores en las empresas que,
obviamente, serían de propiedad social y no como resultó en
Rusia y luego en otros países llamados socialistas: de propiedad estatal
administradas por miembros prominentes y privilegiados del partido. Los anarquistas,
dicho sea de paso, proponían pasar directamente a la autogestión
social y prescindir completamente del Estado y, obviamente, del gobierno o
de cualquier autoridad sobre la sociedad. Pero Marx y Engels pensaban que
eso no era posible en términos realistas, pues ese periodo transitorio
serviría, entre otras cosas, para que la sociedad pudiera prepararse
para administrar su propiedad y los asuntos públicos que persistirían
por largo tiempo. Se necesitaba cambiar la mentalidad de la gente para que
pudiera ser más solidaria y menos egoísta o mezquina, y este
cambio no se daría de un día para otro. No descartaban las reformas,
siempre y cuando estuvieran dirigidas a la satisfacción de las necesidades
de los trabajadores y no, como bien le criticaba Rosa Luxemburgo a Bernstein,
a fortalecer el Estado burgués. Recuérdese que Luxemburgo era
partidaria de vincular la lucha cotidiana por las demandas mínimas
y la conquista revolucionaria del poder, y decía que toda reforma que
se aparte completamente del objetivo de la conquista proletaria del poder
sería más bien la actividad de un partido burgués y no
la de un partido socialista.
Por la lectura de las notas sobre Porto Alegre parece que no se discutieron
estos aspectos. Quizá después de Porto Alegre se puedan discutir.
¿O seré de la izquierda envejecida y el tema ya no importa?