El triunfo del Partido de los Trabajadores (PT) en la elección de Brasil es un acontecimiento cuya importancia para América Latina es imposible de subestimar. No sólo por el hecho, para nada anecdótico en un continente plagado de licenciados y doctores que nos han sumido en la presente crisis, de que el ungido por las urnas sea un obrero metalúrgico y combativo dirigente sindical, nacido en el corazón del nordeste profundo, líder y fundador del más grande partido de izquierda de Occidente. A esto habría que agregar la inercia histórica que arrastra el PT y que, más allá de las limitaciones impuestas por la actual estrategia electoral, deposita sobre dicha fuerza política las expectativas de millones de latinoamericanos que ven en la elección de Lula una llama de esperanza que difícilmente podrá ser ignorada cuando se inicie su gestión de gobierno. Basta con recordar que según diversas encuestas levantadas en Argentina la intención de voto en favor de Lula sobrepasaba 50 por ciento de los entrevistados, un guarismo inimaginable para cualquiera de los políticos de dicho país. Estimaciones preliminares indican que su popularidad no sería menor en gran parte de Sudamérica. El cuadro se completa cuando se repara que el líder petista es el hombre a quien "los mercados" - léase los oligopolios y tahúres que controlan el casino financiero internacional- atacaron sin piedad desde siempre, generalmente orquestados por Washington. Lula desairó, con una avalancha de votos, la soberbia afirmación de George Soros cuando aconsejó a los brasileños no preocuparse por las elecciones porque de todos modos quienes irían a elegir al futuro presidente eran los mercados, y no el pueblo. En ese sentido, la victoria del PT, aun cuando sea necesaria una segunda vuelta electoral, pone en descubierto los límites, muchas veces ignorados, de la prepotencia de los señores del dinero. Conviene que las fuerzas democráticas del continente, muchas veces presas de un melancólico fatalismo, tomen nota de esta lección.
Por todas estas cosas, y por muchas más, el triunfo de Lula constituye un hecho histórico sólo comparable, en las décadas anteriores, con el de Salvador Allende en Chile, en 1970; con la victoria insurreccional -infelizmente malograda después- de los sandinistas en 1979 y con la irrupción del zapatismo en México en 1994. Pero por arduo que haya sido este logro, sus dimensiones casi épicas empalidecen cuando se repara en la magnitud de los desafíos que deberán encararse de inmediato. Era fundamental ganar las elecciones y acceder al gobierno, pero más importante aún será construir el poder político suficiente como para "gobernar bien", entendiéndose por esto honrar el mandato popular que exige poner fin a la pesadilla neoliberal. Para "gobernar bien" y convertir su triunfo electoral -inevitablemente transitorio y reversible- en una construcción política duradera capaz de crear nuevas formas de sociabilidad, Lula debería recordar la sabia observación de Maquiavelo. Para el florentino sólo había dos fórmulas posibles de gobierno, una, inherentemente inestable y condenada al fracaso, tiene como base de apoyo y beneficiarios principales a los magnates ("mercados", en el lenguaje de nuestro tiempo); la otra, más estable y promisoria, descansa en el pueblo y en él encuentra a su principal beneficiario. Para resistir las inmensas presiones que buscarán desestabilizar su gobierno, Lula tendrá que optar resueltamente por la segunda alternativa, rectificando radicalmente el rumbo económico seguido en los años recientes y responsable, entre otras cosas, del fenomenal endeudamiento externo brasileño. Este requeriría, de no ser firmemente enfrentado, destinar algo más de mil millones de dólares por semana durante los próximos tres años para aplacar la voracidad de los acreedores internacionales, un compromiso de magnitud tal que dejaría a Brasilia imposibilitada de hacer cualquier política. En segundo lugar, el nuevo gobierno tendrá que situar en el tope de su agenda la gravísima cuestión social (¡recuérdese que Brasil es el país con la peor distribución de ingresos del mundo!), condición indispensable para que las promesas de reactivación económica se conviertan en realidad. Con tamaña desigualdad la vitalidad de la demanda difícilmente podría superar los umbrales mínimos requeridos como para poner a la economía brasileña nuevamente en marcha.
Es fácil comprender que estas medidas tendrán un gran impacto sobre los países de América Latina, especialmente los del área del Mercado Común del Sur. El abandono de las recetas neoliberales en la décima economía del planeta dará un impulso decisivo a las fuerzas sociales y políticas que, en las más distintas latitudes de nuestro continente, luchan por poner fin al holocausto social en curso. Además, un Brasil gobernado por un PT fiel a su identidad y trayectoria históricas será un obstáculo formidable a la nueva estrategia de anexión imperialista mejor conocida bajo el nombre de Acuerdo de Libre Comercio de las Américas. Sin Brasil no hay ALCA posible. Se impone, pues, una cautelosa celebración, porque estamos en vísperas de un punto de inflexión venturoso para el destino de nuestros pueblos. Parafraseando una consigna muy efectiva en la lucha de los zapatistas mexicanos, también al PT y a Lula debemos decirles que "no están solos". También ellos habrán de necesitar de nuestro apoyo y solidaridad.