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Internacional

15 de abril de 2002

Las palabras del imperio (I)

Gobernabilidad y gobernanza
José Vidal-Beneyto
El País



Toda dominación política necesita de una construcción ideológica que justifique su existencia y legitime su ejercicio, y los lenguajes naturales, vehículos necesarios para que ideas y conceptos circulen en el mundo real, son los pilares de esa construcción. Por ello, las palabras, sobre todo las que funcionan como nociones polarizadoras y sirven para estructurar el discurso político, son armas principales del poder. De ahí que los historiadores hayan puesto de relieve el papel determinante que las configuraciones simbólicas formuladas en términos verbales, las palabras del poder, tienen en la constitución y pervivencia de los grandes imperios.
En la segunda mitad del siglo XX, la ocupación de ese espacio referencial por parte de Norteamérica es total. Los principales temas que durante ese periodo se han propuesto fundar el sentido del acontecer humano se han elaborado allí o han sido importados y lanzados desde sus plataformas en concordancia con las exigencias de su dominación. Los sociólogos del conocimiento tienen ahí una inagotable cantera en la que explorar la producción de las doctrinas y creencias de las sociedades contemporáneas.
La utilización masiva de la propaganda ideológica durante la Segunda Guerra Mundial y la evaluación de sus efectos (Carl. I. Hovland, Experiments in Mass Communications, Princeton, 1949), confirmaron la eficacia de los dispositivos de persuasión -desde las más elementales campañas icónicas a los mecanismos retóricos más sofisticados-, incorporándolos definitivamente al arsenal bélico y haciendo de la guerra ideológica un componente principal de todo conflicto armado. Por ello, cuando se instala la guerra fría, los contendientes echan mano inmediatamente del dispositivo ideológico de que disponen y del que forman parte mecanismos y procedimientos muy diversos.
En Estados Unidos encontramos en ese dispositivo desde el alistamiento directo de intelectuales, científicos y universitarios en los programas de los departamentos de Estado y de Defensa (véase el Report of the Panel on Defense Social and Behoravioral Sciences, Trans-action, mayo de 1968), pasando por la incorporación de científicos sociales a operaciones diseñadas y pilotadas por el Pentágono y la CIA contra movimientos revolucionarios (Irving Louis Horowitz: 'The Life and Death of Project Camelot', in Professing Sociology, Aldine, Chicago, 1968); hasta la utilización de fundaciones privadas (la Fundación Ford y tantas otras) y de asociaciones ad hoc (Congreso por la Libertad de la Cultura, etcétera) eficazmente encuadradas por la Administración USA para organizar acciones, tanto intelectuales como mediáticas, a favor de los objetivos de Estados Unidos. Con todo, mucho más importante que las consecuencias directamente derivadas de este conjunto de interacciones programadas es la convergencia espontánea que las mismas inducen en virtud de procesos como la concertación inexpresa y la concordancia implícita.
Desde la posición americano-occidental, el enemigo a eliminar a partir de 1947 es la Unión Soviética, y el componente doctrinal a desmontar es el marxismo. Su impugnación se opera no sólo con argumentos teóricos y científicos, sino mediante su descalificación global, al considerarlo como una simple ideología, en una fase histórica, la de las sociedades industriales desarrolladas, en la que, según ellos, las ideologías han perdido todo sentido y razón de ser. Hay, pues, que enterrarlas, y la imposición de la tesis del fin de las ideologías cumple ese propósito. La operación lanzada por Edward Shils y Lewis Feuer en Estados Unidos y por Raymond Aron en Europa tiene en la Conferencia de Florencia, organizada en septiembre de 1955 por el ya citado Congreso por la Libertad de la Cultura, su gran presentación pública.
En ella participan más de 150 intelectuales de todo el mundo y con ella se inicia un debate, en el que los argumentos a favor y en contra ocuparán durante 15 años el territorio de la confrontación ideológica (Chaim I. Waxman: The End of Ideology Debate, Funk and Wagnalls, Nueva York, 1968) y establecerán los núcleos fundamentales de la agenda político-ideológica y científico-política de la segunda mitad del siglo XX. Entre ellos, el declive del militantismo y la atonía ciudadana; los límites y disfunciones de los Estados y del poder público; la capacidad de autoorganización de los actores sociales; el rechazo del conflicto y la revindicación del consenso como base del buen funcionamiento social; el imperativo de la modernización, siguiendo las pautas de los países occidentales, como condición del progreso; la eficacia y el éxito personal como baremos únicos para evaluar las acciones individuales y colectivas son los elementos principales de un credo que, en su concreción durante los últimos 50 años, ha ido acercándose, cada vez más, al ideario norteamericano.
Sus dos núcleos capitales son la preeminencia del individuo sobre la comunidad y la complejidad de las sociedades contemporáneas. Ambos llevan a sustituir al político por el experto. Exit la política y reinen la ciencia y la técnica. Pierre Birnbaum nos ofrece un temprano y cabal análisis (La fin du politique, Seuil, París, 1975) de este significativo proceso. Las categorías politico-intelectuales que le dan cuerpo no emergen y se imponen por azar, sino que corresponden a la demanda de cada contexto y siguen un decurso de probada eficacia. Se elaboran en think-tanks (círculos académicos, institutos y centros de investigación social y política) de propósito doctrinal, y las grandes organizaciones intergubernamentales las legitiman, en el marco de su actividad ordinaria, incorporándolas a su acervo y asegurando su circulación institucional. Pero, sobre todo, al transferirlas a los gobiernos y administraciones públicas de los Estados miembros, los empujan a hacerlas suyas y a difundirlas entre las clases políticas nacionales y los medios de comunicación, garantizando con ello la generalización de su uso entre el gran público.
La extraordinaria movilización intelectual y social de la década de los sesenta y la contestación del orden y de los valores dominantes en que se traduce subrayan la inadecuación del régimen democrático a las sociedades del último tercio del siglo XX, fragilizando el funcionamiento de la democracia y abriendo un amplio cuestionamiento sobre su efectiva viabilidad. El término gobernabilidad, que aparece en los primeros años setenta en la bibliografía politológica, sobre todo norteamericana, y que será a partir de entonces cuestión recurrente du
rante casi veinte años, es función de esta problemática. Siguiendo el proceso que acaba de describirse, salta de la academia al ámbito institucional en el marco de la Comisión Trilateral. Creada en 1973 por iniciativa de Rockfeller y de otros grandes empresarios de EE UU, Europa y Japón, encarga a tres expertos del establishment académico tradicional (Crozier, Huntington y Watanuki) un informe sobre las disfunciones con que entonces se enfrentan los régimenes democráticos y que los hacen difícilmente gobernables. El análisis titulado La Crisis de la democracia. Informe sobre la gobernabilidad de las democracias (New York University Press, 1975) representa el primer lanzamiento público del tema y del término gobernabilidad.
Su tesis parte del hecho de que las expectativas sociales de los ciudadanos y sus demandas al Estado han aumentado considerablemente, mientras que la capacidad y los recursos de éste para satisfacerlas han disminuido, lo que genera frustración y rechazo. En una perspectiva más general, el informe sostiene que la crisis política de las sociedades desarrolladas se debe a la aceleración del progreso tecnológico y a la complejización de su entramado social, condiciones a las que la gestión pública tradicional es incapaz de dar respuesta suficiente. Por ello, predicar una mayor participación de los ciudadanos en la vida política y exigir mayor responsabilidad y protagonismo al Estado, lejos de hacer más gobernables nuestras democracias, agrava sus deficiencias. De aquí que la solución consista en disminuir la participación ciudadana, en tecnificar la conducción de la sociedad y en confiarla a los actores sociales (empresas, asociaciones, grupos de interés) y a unas pocas instituciones que, al enmarcar sus interacciones, les permitan conciliar más fácilmente sus antagonismos y resolver sus conflictos. De tal manera que, 15-20 años antes de que aparezca la palabra gobernanza, la respuesta que los grandes poderes económicos y sociales dan al tema de la gobernabilidad coincide con el contenido que se asignará después a dicho término. Ahora bien, la resistencia de los partidos socialdemócratas y de una buena parte de la clase política a dar su aval público a una propuesta que suponía la negación de su razón de ser impidió la difusión en ese momento de dicha categoría. Sólo años más tarde, cuando venga emparejada con gobernanza y funcione como sinónimo suyo, logrará el término gobernabilidad alcanzar estatus público e institucional. No sin grave confusión de su significado y perversión de su sentido.
La palabra gobernanza, cuya primera aparición en el siglo XV es francesa bajo la forma de gouvernance, recala en el mundo anglosajón a finales del XVII -governance-, y desde entonces es de circulación habitual allí como sinónimo de ejercicio del poder, de actividad de gobierno. De forma inesperada, a mediados de los años ochenta irrumpe con fuerza en los ámbitos institucionales ligados a los problemas del desarrollo, en especial en las organizaciones económicas internacionales, con un significado nuevo y más preciso. Concretamente, el Banco Mundial, en una publicación de 1989 sobre el África subsahariana (Bird, 1959), al intentar dar cuenta de las dificultades que se oponen al crecimiento en los países en desarrollo durante la fase poscolonial, recurre reiteradamente a la expresión gobernanza. La razón principal de este uso es que una institución de esta naturaleza debe evitar toda consideración de tipo político, y el término gobernanza le servirá de coartada para hacerlo sin que así lo parezca (Bird: Governance, the Worl Bank Experience, 1994). Pero dicha categoría adquiere también fuerte predicamento durante los noventa en el área de los estudios administrativos (J. Stewart, 1996), en el de las políticas públicas (Philippe Brand, 1992) y en especial urbanas (Jan Kooiman, 1993), así como en el sector de las relaciones internacionales (Rosenau y Czempiel, 1992, y Richard Falk, 1995).
Desde entonces su presencia es permanente en todas las agencias del sistema de Naciones Unidas y en las organizaciones regionales, en especial la OCDE, al igual que en los otros ámbitos institucionales y académicos, en particular anglosajones. La gobernanza funciona como un instrumento intelectual y político que, sea cual sea la especificidad de sus utilizaciones concretas, tiene un objetivo principal: suplir, en realidad sustituir, al poder político. El solo título de la obra de Rosenau -Gobernanza sin Gobierno - es todo un manifiesto que resume sus rasgos más característicos: la presentación del mercado como instancia de regulación no sólo económica, sino tambien social; el papel determinante de los actores no estatales, y en especial sociales, en el funcionamiento de la comunidad; la multiplicidad de instancias, niveles y redes en la sociedad actual, que hacen necesariamente ineficaces los intentos de organización y control políticos de un gobierno central y que llevan a privilegiar las pautas de la coordinación interactiva y de la autoorganización. Para que nadie se llame a engaño, se le añade el calificativo buena y se habla de good governance. Lo que exige reducir al máximo las intervenciones-interferencias del Estado y de los poderes públicos, tanto más cuanto que la mundialización impone la dimensión global.
De acuerdo con ello, se crea en 1995 la Comisión de la Gobernanza Global y comienza a publicarse a partir de ese año una revista del mismo nombre. A partir de ahí, no hacen falta más precisiones. Basta con utilizar la palabra confinándola en su significación genéricamente anglosajona de acción de gobernar, que es el contenido que le da Romano Prodi en su Libro Blanco sobre La gobernanza europea o el que preside la publicación de La gobernanza en la Unión Europea, de la propia Comisión. La gobernanza, pues, denotativamente es la simple acción de gobernar, pero el aura connotativa que le acompaña se encarga de subrayar que esa actividad debe de ejercerse lejos del poder del Estado y cerca del poder de las empresas. Hemos dado un importante paso adelante en el proceso de extrañamiento de la política. La Real Academia de la Lengua, al trasladar el año pasado al contexto euroespañol ese término privilegia la opción sémica más consensual, la que corresponde al programa social-liberal, eje del pensamiento único: 'manera de gobernar que se propone como objetivo el logro de un desarrollo económico, social e institucional duradero, promoviendo un sano equilibrio entre el Estado, la sociedad civil y el mercado de la economía'. Academia locuta causa finita. Ideología incluida.