Fue Oscar Wilde quien, desconfiando de la función de los periódicos de su época, afirmó que "el público siente una insaciable curiosidad por saberlo todo, excepto aquello que vale la pena de saberse". Si, tantas décadas después, añadimos a ello la implacable campaña de todos los medios de difusión alrededor del aniversario del 11 de septiembre, preparando el clima emocional apropiado para justificar la venganza, todo indica que los ciudadanos van a seguir sin conocer las verdaderas razones de la guerra turbia que el presidente norteamericano Bush prepara. Porque aunque las complicidades del atentado de Nueva York continúen siendo oscuras, no hay duda de que la tragedia intenta ser aprovechada por Washington para consolidar su dominación, instalando para ello nuevos estados clientes y títeres en Oriente Medio.
La feroz campaña belicista lanzada por Bush ilustra a la perfección el cambio operado en los escenarios internacionales en los últimos años: tras la desaparición de la Unión Soviética y culminado el debilitamiento de Rusia y su progresiva pérdida de influencia en las antiguas repúblicas soviéticas, los Estados Unidos han iniciado su penetración política y militar en Asia central con el pretexto del combate al terrorismo de Ben Laden, aunque en realidad con el objetivo de consolidar la división del antiguo espacio soviético y con China en su punto de mira como potencia a contener, al tiempo que procuran evitar la creación de un eje Pekín-Moscú. La instauración de un régimen títere en Afganistán -unos nuevos señores de la guerra tan siniestros como los anteriores talibán protegidos por Washington-, y el ansia de venganza por los atentados de Nueva York de septiembre de 2001, apenas ocultan el propósito norteamericano de apoderarse o controlar las fuentes de petróleo de Oriente Medio y de Asia central, cuya repercusión sobre Europa y Japón les haría continuar dependiendo políticamente de las decisiones de Washington, y que completaría el cerco estratégico del gigante chino. En ese tablero, Irak es el nuevo objetivo de los señores de la guerra de Washington, con sus enormes reservas petrolíferas y, aunque no todo está decidido y el mundo mira expectante la codicia y la soberbia norteamericana, no hay duda de que podemos esperar tiempos difíciles para la paz y la estabilidad en esa parte del mundo.
Estados Unidos ha decidido ya hacer la guerra, pese al rechazo de buena parte del planeta, asombrado por la desvergüenza de los vendedores de mentiras de Washington. Porque es evidente que los responsables norteamericanos mienten: es revelador, y no deja de ser una melancólica constatación, observar que, mientras Bush insiste en su voluntad de combatir el terrorismo, mantiene a experimentados profesionales de la tortura, el terrorismo y la muerte en importantes puestos de responsabilidad: el siniestro John Negroponte, actual embajador norteamericano en la ONU, es ahora el encargado de reclamar ayuda internacional en la lucha antiterrorista. Negroponte fue un aventajado diplomático en distintos países, aconsejando y organizando la represión contra los movimientos de izquierda. Siempre es difícil conseguir pruebas, pero Negroponte ha tenido mala fortuna: recientemente se descubrió en Honduras una fosa común en una antigua base de la CIA que contenía los restos de ciudadanos torturados y asesinados en los años ochenta, mientras él era el embajador norteamericano en el país y quien realmente controlaba los mecanismos del poder. No es el único. Lo mismo podría decirse de muchos otros diplomáticos y militares norteamericanos, que saben a la perfección que ningún otro país como el suyo ha recurrido al terrorismo de Estado como un instrumento permanente en los últimos cincuenta años. La vergonzosa utilización de los atentados de Nueva York y el control casi absoluto que ejercen sobre las fuentes mundiales de información cobran así todo su sentido. Tipos como Negroponte, como Cheney o Rumsfeld, como Wolfowitz, verdaderos criminales de guerra, son los que reclaman el inicio inmediato de la guerra turbia de Bush contra Irak.
Seguro de su predominio, Washington pretende reorganizar a su antojo zonas enteras del planeta, impulsando además una economía de guerra que contribuya a superar la crisis actual y que someta a la comunidad internacional a sus designios imperiales. Hay muchas razones para desconfiar. No es ninguna casualidad que, desde el final de la segunda guerra mundial, los Estados Unidos hayan bombardeado - arguyendo supuestos ataques contra sus tropas, con el pretexto del combate por la libertad o de la defensa de la democracia- en Corea, Indonesia, Vietnam, Laos, Camboya, Guatemala, Granada, El Salvador, Nicaragua, Panamá, Líbano, Congo, Libia, Somalia, Irak, Sudán, Yugoslavia y Afganistán. Ningún otro país ha hecho algo semejante. No es tampoco ninguna casualidad que con el pretexto de la defensa de la democracia apoyasen las siniestras dictaduras militares en América Latina, cuyo recuerdo sigue ensombreciendo el continente, o arrasasen Vietnam. Ahora, de nuevo, se envuelven en la bandera de la lucha contra el terrorismo, como si pudiéramos olvidar sus embustes, aunque su empeño no es nuevo: la política exterior de los vendedores de mentiras de Washington ha estado siempre acompañada por el ruido de la información sesgada de los grandes medios de comunicación y por la furia de los bombarderos que pretenden extender el poder del imperio, pasando por encima de las denuncias de los organismos de defensa de los derechos humanos y acusando de complicidad con el terrorismo a las manifestaciones de protesta de los ciudadanos conscientes.
Por eso nadie puede ahora creer a Bush. Porque la extensión del poder norteamericano en los últimos cincuenta años se ha basado en la supuesta defensa de la democracia y de la libertad, utilizada como retórica imperial, y ha ido siempre acompañada por la rapiña de los recursos ajenos, por la dominación y por la exclusión de los beneficios del desarrollo de la mayoría de la población, con la excepción de los viejos países europeos, cuya evolución no es ajena a la existencia de poderosos movimientos de izquierda en la segunda mitad del siglo XX. Porque, pese a la propaganda, la actuación de las dos potencias dominantes en las últimas décadas, EE.UU., y la URSS, no resiste ninguna comparación: un análisis de la política exterior norteamericana y soviética muestra que ha sido Washington, a gran distancia, el país que más ha intervenido militarmente fuera de sus fronteras, quien ha ocasionado matanzas indiscriminadas que avergüenzan al género humano, desde Corea hasta Afganistán, pasando por Vietnam o por Yugoslavia, y cuyo intervencionismo exterior exigiría que todos los últimos presidentes norteamericanos, sin excepción, compareciesen como criminales de guerra ante los jueces del Tribunal Penal Internacional.
Tal vez, algún ciudadano sensato podría pensar que es excesivo hacer afirmaciones semejantes, pero ¿cómo juzgar el criminal bloqueo norteamericano a Irak, por ejemplo, que ya ha causado, según las cifras de las Naciones Unidas, la muerte de un millón de personas desde el final de la guerra del Golfo en 1991? ¿Cómo ignorar que la continuación del bloqueo significa que cada año sesenta mil niños iraquíes mueran por una nutrición deficiente y por enfermedades curables en un país que contaba, antes de la guerra, con medicinas y alimentos suficientes? ¿Cómo calificar el persistente apoyo a regímenes sanguinarios, llegados al poder con ayuda norteamericana, como los de Suharto, Mobutu, Trujillo, Marcos, Videla, Pinochet, y muchos otros semejantes? ¿Cómo olvidar la organización de escuadrones de la muerte? ¿Cómo ignorar la planificación del terror en toda América Latina desde la Escuela de las Américas? ¿Cómo borrar de la memoria el apoyo a los torturadores y asesinos que han sembrado el horror por doquier? ¿Cómo desconocer que Estados Unidos ha sido el único país del mundo cuyos aviones de guerra han bombardeado territorios en cuatro continentes distintos? ¿Cómo negar que, con gran diferencia, EE.UU. ha sido el Estado que más víctimas civiles inocentes ha causado en el último medio siglo?
No, nada de ello puede olvidarse en el momento en que se escuchan los tambores de guerra contra Irak. De igual forma que los ciudadanos deben ser conscientes, antes de escuchar a los dirigentes de sus países, como Blair, Aznar, Berlusconi o Kwasniewski, que se pliegan a las exigencias de Washington, que Estados Unidos ya ha sido condenado por acciones terroristas en los tribunales internacionales; deben saber que de una forma constante Washington ha hecho de las guerras de agresión un instrumento de su política exterior; que ha violado de forma persistente las leyes internacionales y las obligaciones contraídas en la Convención de Ginebra. Los ciudadanos deben recordarlo cuando escuchen de nuevo las acusaciones de "antiamericanismo" que se complacen en airear los intelectuales y publicistas de plantilla para contestar a las evidencias, o cuando acusen de nuevo a los partidarios de la paz de complicidad con tiranos como Sadam Hussein, como si ignorasen, por ejemplo, la denuncia constante de la dictadura de Hussein efectuada por el Partido Comunista iraquí y por la izquierda.
De manera que ahora, ¿por qué razón debe el mundo aceptar las acusaciones y amenazas de los Estados Unidos, la deriva belicista procedente del país que mantiene los más agresivos programas nucleares, que posee las mayores reservas de armas químicas y bacteriológicas; que ha abandonado los tratados de limitación nuclear firmados con la URSS; que es el único que ha lanzado bombas atómicas contra la población civil, y que mantiene evidentes contactos con grupos terroristas, hasta el extremo de que muchos de ellos han surgido precisamente de la aventurera política exterior de Washington? ¿Cómo creer a quienes han mentido al mundo de una forma constante?
La sucia ambición de dominar el planeta, la ceguera ante el sufrimiento de buena parte de los habitantes del mundo, la evidencia de que de nuevo preparan una turbia guerra que sólo puede traer más muerte y sufrimiento, deben sacudir la conciencia de los ciudadanos, llevando la insaciable curiosidad de la que hablaba Wilde a las cosas que de verdad merecen conocerse. Porque si bien Irak ha aceptado el regreso de los inspectores de la ONU para evitar la guerra, no podemos dudar que inventarán otros pretextos: hay que oponerse ahora a la deriva imperial del gobierno norteamericano y a la guerra turbia de Bush. Hay que salir a las calles, combatir con la vieja y denostada dignidad de la razón y la decencia la aventura belicista del gobierno de Bush, hay oponerse a la guerra sucia que preparan, a la sangrienta farsa de los mercaderes del odio, a la hipocresía de los vendedores de mentiras. Y hay que salir a las calles, además, porque los riesgos son muchos: al abandono de África, a la lacerante crisis social y económica del conjunto de América Latina, al retroceso del mundo árabe, al inacabable sufrimiento de los palestinos ocupados u olvidados en campos de refugiados, a los campos de sal en que se han convertido los territorios de la antigua Unión Soviética, no puede añadirse ahora una guerra turbia en Oriente Medio.