Internacional
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8 de septiembre del 2002
EE.UU, su propio enemigo
Carlos Fuentes
Reforma
El 11 de septiembre de 2001 es, como el 7 de diciembre de 1941, 'un día que vivirá en la infamia'. Pero si las palabras del presidente Franklin D. Rooselvel fueron un llamado para unirse a la guerra contra un verdadero 'Eje del Mal' (Roma-Berlín-Tokio), la campaña del presidente George W. Bush contra su propio 'Eje del Mal' (Pyongyang-Teherán-Bagdad) es selectiva (¿no existen otros Estados 'malignos' en el mundo?), es maniquea (el que no está con nosotros está contra nosotros, sin matices que valgan) y es gaseosa (el terrorismo comúnmente no encarna en Estados nacionales, no tiene rostro, ni bandera, ni ejército identificable y a veces es la obra de un individuo solitario, como Timothy McVeigh en Oklahoma).
O sea, que algo anda terriblemente mal en esta nueva definición del 'Eje del Mal'. Es difusa, inexacta y se presta a interpretaciones caprichosas. Pierde de vista el hecho de que el terrorismo no es, en primer lugar, una experiencia privativa de los EE UU a partir del 11 de septiembre. Irlanda y España han vivido con ella durante años, así como Alemania (la banda Bader-Meinhoff) e Italia (las Brigadas Rojas). Por lo demás, el terrorismo de Estado, allí donde lo ha habido en América Latina, ha sido debidamente apoyado por los EE UU, de Guatemala y El Salvador a Chile y Argentina.
Se corre el peligro, así, de trivializar el término mismo de 'terrorismo'. Pero también el de convertirlo en pretexto conveniente aunque siempre mutante para acciones unilaterales desatadas por los EE UU dónde y cómo les plazca. Si a Washington le disgusta un país o un gobernante, lo acusa de terrorismo y listo. La palabra puede banalizarse hasta perder todo sentido y convertirse en el comodín del juego de póquer internacional. Que es lo que los terroristas más fervientemente desean: ser disfrazados por sus propios enemigos.
Todo esto conlleva varios peligros. El primero es que instituciones creadas para dar curso legal a los problemas internacionales son anuladas por la voluntad unilateral de los EE UU. Condoleeza Rice, la Lady Mcbeth del Gabinete de Bush, lo dice con todas sus letras. La política exterior de los EE UU se funda en los intereses nacionales de los EE UU. El derecho internacional es apenas una utopía dispensable.
He evocado aquí mismo el ejemplo más llamativo de esta actitud: el rechazo norteamericano de la Corte Penal Internacional. Casada con su supremacía global, la Casa Blanca reniega de un cuerpo internacional que podría ser arma efectiva contra el terrorismo que los EE UU denuncian con tanto fervor. Córtate la nariz, dice un dicho gringo, para insultar a tu cara.
El segundo peligro es que en nombre del combate contra el terrorismo, los EE UU hagan caso omiso de los derechos civiles dentro de su propio territorio. Esto es lo que más desearía el Fouché (para seguir con las comparaciones históricas) encargado de la Procuraduría de Justicia, John Ashcroft. Tribunales militares secretos, abolición de jurados, sospechosos detenidos sin habeas corpus o abogados de defensa. Eliminación del derecho de apelación y, por último, la creación de un cuerpo de delatores, la llamada operación Tips (o Delación) mediante la cual habría veinticinco informantes por cada cien ciudadanos (más que la Stasi en la Alemania comunista).
Las propuestas del Procurador Ashcroft son escandalosas, ilegales, inmorales y contraproducentes. No hay mejor defensa contra el terror que el Estado de Derecho y el ejercicio de las libertades públicas. ¿Por qué no se concentra Ashcroft, más bien, en mejorar el funcionamiento de las agencias establecidas, el FBI y la CIA, que tan lamentablemente fracasaron en su cometido antes del 11 de septiembre?
Y el tercer peligro es que el unilateralismo norteamericano -pretexto: el terrorismo; razón: la supremacía global- antagonice a amigos y aliados, privando a la Administación en Washington de diálogo, ideas alternativas y el sentimiento de alianza que ningún perrito faldero puede otorgar.
Pero el cuarto y acaso más grave peligro es que el cambio de prioridades después del 11 de septiembre mande a la cola de la lista aquellos temas que sirven de caldo de cultivo al terrorismo, a saber, la pobreza, la injusticia, la discriminación, el aislamiento cultural y religioso.
El medio ambiente, los derechos de las minorías, la renovación urbana, la cooperación económica, el clamor universal por la educación, pasan todos a segundo o tercer término.
En tales condiciones, ¿puede una nación independiente ser amiga de los EE UU si los EE UU no hacen caso a ninguna opinión que no sea la suya? ¿Es consciente el Gobierno de Bush de que el desprecio que manifiesta hacia el derecho y las organizaciones internacionales, así como hacia la diplomacia y los gobiernos que disienten o critican, pueden conducirlo -lo están conduciendo- al peligro extremo de un aislamiento que convierte a los EE UU en el blanco más fácil y tentador para los mismo terroristas que Bush dice combatir?
¿Es la presidencia de Bush tan ciegamente provinciana pero tan globalmente perversa que es capaz de poner sus intereses electorales a corto plazo por encima de la racionalidad global a largo plazo?
¿Asistimos a una siniestra macarada en la que el vicepresidente Dick Cheney acapara las ocho columnas con llamados belicosos extremos a fin de esfumar los probables cargos e investigaciones sobre su gestión al frente de la empresa petrolera Haliburton, otra más de las compañías bajo sospecha después de los casos Enron y WorldCom?
¿Asistimos a un trágico de Atridas texanos en el que la dinastía Bush se enfrenta a sí misma, con Bush hijo y sus soldaditos de porcelana y buró -Cheney, Ashcroft, Rumsfeld, Perle- que jamás han enfrentado la metralla, opuesto a los consejos del Patriarca Bush padre y sus consejeros curtidos en campos de batalla reales, no de papel -los generales Powell y Schwarzkopf- o conscientes de las consecuencias de una acción militar sin respaldos diplomáticos o bases legales -Baker, Scowcroft-?
No se necesita ser un Von Clausewitz para calcular los efectos de una acción irresponsable contra el detestable Sadam Husein, mantenido y armado en el poder durante años por los EE UU. Se agudizará el conflicto India-Pakistán, con efectos incalculables sobre el país vecino de ambos, Afganistán, y su irresuelta estabilidad interna. Se incendiará aún más la fogata de la contienda Israel-Palestina. Los regímenes autoritarios de la media luna oriental, de Damasco a El Cairo pasando por los Emiratos, Arabia Saudí y Jordania, se cuartearán bajo la triple presión de oponerse a Washington, ceder ante sus mayorías islámicas o ser barridos por esas mismas mayorías, creando un vacío estratégico en la región petrolera más rica del mundo. Irán - estúpidamente incluido por Bush en el 'Eje del Mal'- verá frenada su evolución moderada y reforzado el poder religioso de los mulás.
La política de Bush y compañeros ha creado la mayor división entre Washington y sus amigos desde que existe la Alianza Atlántica. El unilateralismo que tanto enorgullece a Lady Condoleeza es una grave ofensa para países mayores -Canadá, Francia, Alemania, Gran Bretaña, España, Italia, Japón- reducidos al papel de comparsas: 'Con nosotros o contra nosotros'. El Atlántico, ha escrito con certeza Hermann Tertsch, se ensancha.¿Tiene Sadam Husein las terribles armas que, sin prueba hasta ahora, le atribuye el gobierno de Bush? No tendrá el tirano iraquí mejor ocasión de desvelar este secreto que en el caso de ser invadido. Si no tiene las armas, los EE UU carecen de argumentos, sacrificando vidas y aliados. Si las tiene, ¿cuándo si no ahora, con terribles consecuencias, pensará en emplearlas?
A Sadam Husein no le interesa suicidarse, ha escrito el historiados Arthur Schlesinger. Pero puede 'suicidar' al mundo en respuesta a una invasión norteamericana que Schlesinger considera inmoral e inoportuna. Sadam va a morir un día. ¿Cuál es la urgencia en despacharlo ahora mismo? ¿Será tan estúpido el dictador iraquí en emplear armas mortíferas para provocar la masiva respuesta estadounidense? ¿O sólo las emplearía -de tenerlas- en caso de invasión de su país?
La guerra preventiva es ilegítima e inmoral, dice Schlesinger. La empleó Japón en Pearl Harbor contra los EE UU. La desechó el presidente Kennedy durante la crisis de los misiles cubanos, optando por la negociación disuasiva. El rechazo de la guerra preventiva mantuvo la paz durante el medio siglo de la 'guerra fría'.
En estos difíciles momentos, yo reitero mi confianza en la profunda tradición democrática de los EE UU y mi fe en que las muchas voces que favorecen la legalidad y la razón como las mejores defensas de la seguridad, prevalecerán. Escucho y pienso en estadistas como Bill Clinton, Joseph Biden, Ted Kennedy, George Mitchell, Richard Lugar, John Kerry, Tom Daschle, Christopher Dodd y Patrick Leahi. Su patriotismo está fuera de duda. Pero también lo está su adhesión a la racionalidad política y al derecho internacional, en contraste con la arrogancia unilateral que aísla a los EE UU y los deja desamparados y vulnerables ante sus enemigos terroristas.
Carlos Fuentes es escritor mexicano