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Internacional

22 de septiembre del 2002

11 de septiembre, un año después
La prepotencia frente a su espejo

Cristina Brito de Palikian
Nodo50

El aspecto del escenario: humo, polvareda, cenizas. Residuos irreconocibles de cualquier cosa imaginable mezclados con los escombros. Los que ocupan el escenario: ojalá hubieran sido actores. Pero esta vez no se trata de una representación sino de una atroz masacre, totalmente real. El lugar del siniestro cita por igual a vivos y a muertos. Aquéllos, con rostros lúgubres y llenos de espanto, caminan en medio de los destrozos respirando la desolación en cada centímetro cúbico de aire. Una ciudad imponente convertida en un cuadro de tragedia. La gran nube de humo eclipsa la luz del día ensombreciendo aún más la apariencia de la zona en ruinas. Y nada ni nadie puede ocultar a la gran protagonista, la MUERTE.
Se habla de pérdidas, se explican y cuantifican permanentemente, porque como es natural, no puede haber otro saldo de los atentados sufridos por Estados Unidos el 11 de septiembre pasado. Y sin embargo, la mente aberrada de los homicidas-suicidas que perpetraron el criminal ataque que causó pérdidas incalculables para una nación y para el mundo entero, quizá no albergara tanta vileza y depravación, si se compara al maquiavélico aparato negociador que otros (los terroristas sutiles y silenciosos de la tecnología) tienen en lugar de cerebro. Porque en la especie de jungla absurda que es este mundo también existen seres nefastos, capaces no sólo de concebir sino también de crear algún medio de lucrarse con el funesto episodio. Mientras los noticieros comentaban las pérdidas, ellos -los mercaderes de la gran Red- pensaban en ganancia: fotos de las Torres Gemelas convertidas en "souvenir" de una catástrofe, imágenes dantescas convertidas en terrenos para juegos virtuales, rumores apocalípticos en busca de oídos desprevenidos dispuestos a pagar. En pocas horas, antes de que la mayoría pudiera asimilar el terrible suceso, en las pantallas hogareñas ya se asistía, por Internet, a la subasta del horror.
Y entonces cualquiera, hasta el más ciego o insensible, comprende que la devastación no ha sido sólo material. Mientras por el aire desfilan las sustancias y olores de la descomposición de los cuerpos, aquel otro aire, tierra invisible donde se siembran y se cosechan los valores eternos, también refleja el oscurecimiento de la descomposición moral -no menos contaminante- que afecta a todos por igual. Y es ahí donde todos quedan hermanados en el mismo duelo, y los estragos emocionales causados por el ataque pesan más que los físicos. Donde las almas dolientes no entienden de cifras ni de denominaciones políticas, étnicas o religiosas. Porque miles de hombres y mujeres presas del desconcierto y la impotencia, seres humanos, simplemente, sin distinción de raza, credo, edad o posición social, pudieron saborear por igual la amargura de la injusticia.
Hubo otras víctimas, además, que no tenían los cuerpos calcinados ni sumaban números a la lista oficial: niños muy pequeños que en su total indefensión e ignorancia seguían jugando ajenos a la ruindad humana provocadora de aquella infamia, aquellos que quedaron en las guarderías a la espera de que los fueran a retirar.
Una mañana cualquiera el destino nos sacaba del letargo habitual: al desplomarse las estructuras físicas que asombraban al mundo por una solidez que desafiaba las máximas alturas, veíamos desmoronarse igualmente castillos imaginarios formados con conceptos, ideas, mitos sobre la "omnipotencia" humana, y ambas construcciones ofrecían el mismo espectáculo a la mirada atónita: el derrumbe fácil, veloz, terrible, como los castillos de arena que los niños construyen en la playa. La correspondencia es significativa: el supremo poderío económico y financiero que digita el funcionamiento del mundo entero condensado, simbólicamente, en una representación física de enormes proporciones; el monumento que la autosuficiencia humana (ésa que llaman "poder") se erigió a sí misma, en su afán de demostrar su condición de "invencible". Y allí cayeron, simultáneamente, monumento y prepotencia, demostrando ser tan frágiles el uno como la otra.
El paisaje quedó, entonces, violentamente despojado de su principal figura emblemática, pero pareciera haber quedado en su lugar un sinnúmero de sorpresas. Muy oportuna y patéticamente ilustradora aparece entre loa temblorosos cimientos una figura singular: diríase un símbolo (no totalmente deshecho, como caprichosamente autorrescatado de entre la destrucción general) de la estabilidad y eficiencia que se creían hasta ahora inmortales. Se trata de la estatua de bronce de un hombre de negocios con un maletín. Emblema de lo que hasta hacía unas horas era para muchos organización, eficacia, seguridad, el ingenio al servicio del progreso. Allí continuaba, como queriendo perpetuar aquellos valores incuestionados ante la mirada del mundo, pero quedó reducida, en cambio, a una casi risible caricatura de todo ello mimetizada en el gris de los detritos, convertida en lápida polvorienta de su propia imagen, sin más epitafio que la lástima que inspira.
Cuando los ojos se cansan de leer en las crónicas del horror las mismas palabras repetidas hasta la saciedad: destrucción, terror, desastre, guerra, víctimas, dolor... ya no debería ser necesario seguir insistiendo en grabar en nuestra mente tantos términos, siempre iguales (como para continuar escarbando dentro de la llaga) que nunca instensificarán suficientemente el dramatismo de los hechos, ni la magnitud del duelo de unos y la sed de venganza de otros. No hace falta decir tanto, sino meditar, sentir, comprender, compadecerse. Si la mirada se extendiese más allá del análisis teórico de lo sucedido para sobrevolar la escena de la catástrofe buscando una perspectiva más alta, la óptica sería diferente. Entonces, así como desde un satélite un sector de una ciudad sería sólo una minúscula porción de superficie visible, el cuadro contemplado desde otra dimensión: desde lo alto -y a la vez lo más profundo- de nuestra conciencia, parecería algo así como el tablero de un juego macabro donde las piezas son hombres que, como animales enceguecidos y feroces, se destruyen mutuamente en una suerte de locura frenética y perversa.
El máximo ejemplo de arrogancia, ahora desafiado, fue obligado a bajar sus banderas, como una señal exterior, pero nunca estuvo dispuesto a humillarse o aprender una lección. Porque la consternación general no basta. Los ánimos perturbados y el pánico frente al futuro, las pérdidas humanas y los riesgos de males aún mayores (no sólo para un país sino para toda la humanidad) no parecen ser suficientes. Porque cuando la sinrazón despliega su parafernalia mortal no parece haber nada ni nadie que la detenga.
Aquella reina malvada del cuento de hadas preguntaba una y otra vez al espejo si ella era la más hermosa. No soportaba una respuesta negativa. La superioridad ilusoria se miró en su espejo, y encontró las cenizas de la certeza absoluta; las ruinas de la mayor falacia: la egolatría. Y la palabra infalible no se podía leer: las letras estaban al revés.
cbpcristal@hotmail.com
Buenos Aires, Argentina, septiembre 2002