1 de agosto del 2002
El significado de la crisis estadounidense
Alain Touraine
El País
En cierto momento pudimos pensar que las deshonestidades cometidas en
Enron y encubiertas por el gran gabinete Andersen pondrían de manifiesto
el comportamiento ilícito de unas cuantas grandes empresas estadounidenses.
Pero los ejemplos de balances conscientemente falsos se han multiplicado. Importantes
sectores como el farmacéutico demuestran estar afectados, sobre todo
a través de Merck, la tercera empresa mundial del ramo. La desconfianza
se extiende al antiguo sector industrial y afecta incluso a Jack Welch, ex director
de la General Electric, emblema del éxito estadounidense, dirigida por
el vicepresidente Cheney antes de ser elegido y que, por este motivo, está
directamente implicado. Por último, se dice que algunas operaciones realizadas
por el actual presidente Bush pueden ser de la misma naturaleza -aunque de una
envergadura mucho menor- que aquellas de las que se acusa a WorldCom.
Estos numerosos y graves accidentes han provocado una crisis de confianza en
el capitalismo estadounidense. Cuando el presidente denunció con dureza
las prácticas de Wall Street, apeló, con razón, a la gran
tradición liberal que procede de Locke y según la cual la confianza
es la base de la economía de mercado. Dejemos de lado la subida del euro
y su paridad con el dólar, que puede perjudicar más a los europeos
que a los estadounidense, cuyo Banco Federal se preocupa de relanzar la economía.
Dejemos también de lado el caso de Vivendi Universal, que revela más
la fragilidad del imperio construido por Jean-Marie Messier que una crisis de
orden general. La loable intención de Messier de crear convergencias
industriales bien remuneradas se transformó rápidamente en una
operación financiera que provocó un endeudamiento masivo y la
caída brutal de sus acciones.
Lo que está en entredicho es el buen funcionamiento de la economía
estadounidense. En un pasado todavía reciente, los empresarios producían,
gracias a sus inversiones y, en parte, a su endeudamiento; luego vendían
sus productos y su éxito o su fracaso se juzgaba en la Bolsa. Desde que
el auge tecnológico de los años ochenta y noventa inflamó
el sector bursátil, cuya evolución traduce el Nasdaq, el sistema
de gestión se ha transformado del todo. En lugar de ser el objetivo final,
la Bolsa busca atraer capitales prometiéndoles por anticipado importantes
beneficios. Ello desencadena el consumo por parte del tercio superior de la
población estadounidense, enriquecido por la subida de la Bolsa, y permite
aumentar la producción. La economía de Estados Unidos avanza cada
vez más del revés. Desde ese momento, cualquier forma de hinchar
el valor bursátil de las empresas y hacer brillar sus previsiones se
convierte en una tentación y las cifras ofrecidas al público se
alejan de la realidad. Y lo que aún es más importante, embriagados
por el incrementeo de los resultados, los consejos de administración
no dedican, sobre todo en Europa, la atención necesaria a las funciones
reales de las empresas. La crisis estadounidense es diferente de la japonesa,
pero en ambos casos, la economía está devorada por las finanzas.
Los países europeos se ven arrastrados por dicha crisis con una fuerte
caída de las bolsas, incluso en sectores poco afectados directamente
por la pérdida de confianza. Así pues, lo que está en tela
de juicio va mucho más allá del futuro de algunas grandes empresas:
es todo el sistema de financiación, causante de esta crisis de confianza
que se ha producido justo cuando la economía de EE UU había alcanzado
una hegemonía incontestada en el conjunto del mundo. Todavía se
escuchan los discursos de satisfacción pronunciados en Davos, cuyo Foro
se desplazó el pasado año a Nueva York y que, en realidad, se
reunió bajo la estrella resplandeciente del Foro de Porto Alegre.
Pero, ¿cómo no ir más lejos? Durante la reunión del Foro
de Nueva York, Colin Powell, considerado un moderado, apareció para anunciar,
en nombre del presidente, que EE UU había decidido cambiar de prioridad.
En adelante, es decir, tras el atentado del 11-S, había que definir un
eje del mal y no limitarse a perseguir a los responsables de los atentados,
sino atacar directamente a los Estados hostiles a los intereses estadounidenses
- en primer lugar, a Irak- sin aguardar la catástrofe que supondría,
que supondrá un día cercano, el hundimiento de Arabia Saudí.
La lógica de las armas pasa por delante de la lógica de los productos.
La adhesión nacional se vuelve más importante que la confianza
en las grandes firmas, en sus analistas financieros y en sus observadores de
todo tipo. Tras el 11-S, esa cohesión nacional se manifestó de
un modo tan sólido como digno, sin xenofobia ni racismo. Fue el Gobierno,
más que la opinión pública, el que eligió dar prioridad
a las armas sobre la técnica y la economía. Mientras, en todo
el mundo numerosos grupos atacan a la globalización, a la que consideran
un instrumento de la hegemonía estadounidense, lo que supone un nuevo
e importante elemento de crisis para el poder económico estadounidense,
los máximos dirigentes de EE UU, que sufrieron enormemente el ataque
imprevisto, impensable, del 11-S y que no confían en la solidez de un
país que ha perdido confianza en sus dirigentes económicos, han
pasado a la ofensiva. Algunos verán en ello un simple gesto. Los dirigentes
iraníes no se sienten amenazados por los ataques emprendidos contra ellos,
sobre todo porque ayudaron a EE UU en Afganistán. Pero sí parece
estar preparándose una operación contra Irak mientras, un poco
más lejos, la situación en Pakistán se degrada lentamente.
Y, lo que es más importante, el barril de petróleo sobre el que
se asienta Arabia Saudí puede estallar en cualquier momento.
El mapa del mundo ha cambiado. Europa, que no tiene armas, ha pasado a ser del
tamaño de Suiza, Latinoamérica no cuenta, África es un
remoto hospital. La polarización del mundo se ha acentuado y un conflicto
cargado de odio, de violencia y de sacrificio libera unas fuerzas más
poderosas que las mentiras de Wall Street. Es verdad que Europa merece un segundo
análisis, pero éste no aporta unos resultados opuestos al primero.
La mayoría de los países, como Gran Bretaña, Italia y España,
son, ante todo, proestadounidenses. Francia sigue poco interesada en Europa
y la política alemana depende de la victoria de Schröder sobre Stoiber,
aún por decidir. Europa debe decir pronto si renuncia a ser una potencia
mundial, si su objetivo más ambicioso es la paridad del euro con el dólar
o si, por el contrario, desea situarse al nivel de EE UU en la producción
del conocimiento y de la innovación y, sobre todo, si quiere disponer
de las armas que le permitirán elaborar y realizar estrategias independientes,
conformes a sus intereses.
* Alain Touraine es sociólogo y director del Instituto de Estudios
Superiores de París