23 de agosto del 2002
¿Inmunidad o impunidad para Estados Unidos?
Eduardo Dimas
En las últimas semanas asistimos a uno de los tantos shows políticos
en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, con motivo de la renovación
de la misión de los cuerpos de paz de la ONU en Bosnia por otros seis
meses. El pasado 30 de junio Estados Unidos condicionó su permanencia
en los cascos azules y la aprobación de la resolución --paga un
tercio de los gastos de esas misiones-- a que sus soldados no pudieran ser sometidos
a juicio ni acusados en el Tribunal Penal Internacional (TPI) que entró
en funciones precisamente el primero de julio. Como no logró su objetivo,
vetó la resolución. Con posterioridad, amenazó con retirar
sus fuerzas también de Timor, con lo que puso en crisis todas las misiones
de paz de la ONU en diferentes países que sufren o han sufrido conflictos
bélicos. Los demás países miembros de la Organización
del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), decidieron que las misiones de
paz se mantendrían con o sin la participación de Estados Unidos.
Sin embargo, no todos al parecer pretendían asumir una posición
de enfrentamiento con la Casa Blanca, lo que quedó en evidencia el pasado
día 12 de julio, cuando el Consejo de Seguridad aprobó por unanimidad
una resolución que exime por un año a las tropas estadounidenses
de ser procesadas en el nuevo tribunal que juzgará los crímenes
de guerra. Lo más interesante del caso es que todo país que se
haya negado a firmar el Protocolo de Roma puede ser eximido por un año
de cualquier tipo de investigación del Tribunal y esa situación
puede prorrogarse por otros doce meses, en caso de que el Consejo de Seguridad
así lo decida.
El famoso Tribunal Penal Internacional nace tarado por la selectividad. Es decir,
algunos gobiernos podrán ser llevados al banquillo de los acusados, o
por lo menos investigados por cualquier crimen de guerra o sospecha de éste,
mientras que otros están libres de ese engorroso procedimiento que pone
en tela de juicio el prestigio, la dignidad y el respeto a los derechos humanos.
Entre esos países que hagan lo que hagan no tendrán problemas,
se encuentran los propios Estados Unidos, Israel, Rusia y China. Y la pregunta
que se hacen muchos en este mundo es por qué Estados Unidos se niega
a que sus soldados y oficiales puedan ser sometidos a juicio en el TPI por crímenes
de guerra, si es el país más poderoso de la tierra, el que se
auto titula principal defensor de los derechos humanos y la democracia. ¿Es
que el discurso político y la realidad van por distintos caminos? ¿O
es que los futuros planes contra el terrorismo conllevan acciones que podrían
ser considerados como crímenes de guerra? Lo que sí cuesta mucho
trabajo creer son las justificaciones que se aducen para exigir la impunidad
--más que la inmunidad-- para soldados y oficiales.
En enero del año 2001, poco antes de ser designado subsecretario de estado,
John Bolton escribió en el diario The Washington Post que ese Tribunal
"minaría la independencia y flexibilidad que nuestras fuerzas armadas
necesitan para defender nuestros intereses alrededor del mundo". En igual sentido
se han pronunciado el secretario de Estado Colin Powell, y el de Defensa Donald
Rumsfeld. Y en el Congreso se discute una resolución, no aprobada todavía,
que consideraría un acto de guerra contra Estados Unidos cualquier intento
de juzgar a un militar estadounidense en el TPI. Holanda es el país sede
del Tribunal. ¿Se convertiría en objeto de agresión si un militar
estadounidense fuera juzgado o investigado por crímenes de guerra?
Sin el ánimo de ofender al pueblo de Estados Unidos --que se opuso a
la guerra en Vietnam y que ha sido sistemáticamente desinformado sobre
lo ocurrido en Panamá, Yugoslavia o Afganistán, por solo citar
algunos ejemplos--, para muchos observadores es evidente que los distintos gobiernos
estadounidense que han librado guerras han cometido crímenes contra la
humanidad. En Vietnam fue el uso del napalm y del agente naranja, con su secuela
de muertes y de deformaciones congénitas; se destruyeron aldeas completas
y se calcula murieron más de 3 millones de personas. En Panamá,
con el pretexto de capturar al general Antonio Noriega -- agente de la CIA durante
muchos años-- se destruyó el barrio del Chorrillo, con un saldo
de centenares de muertos y heridos. En Yugoslavia se bombardearon hospitales,
iglesias, caravanas de civiles y estaciones de televisión. A las más
de 2 mil víctimas civiles se les dio el nombre de "daños colaterales".
En Afganistán es imposible calcular los civiles que han perecido como
consecuencia de los bombardeos indiscriminados. En el último error murieron
47 personas y 117 resultaron heridas, muchos de ellos mujeres y niños
que asistían a una boda. Osama Bin Laden y el Mullah Omar, los dos principales
objetivos de la guerra desatada en Afganistán, siguen vivos y aparecen
y desaparecen en los medios de comunicación de una forma bastante sospechosa,
pues lo hacen regularmente cuando es necesario que el gobierno estadounidense
justifique alguna medida de carácter represivo o para mantener el temor
de nuevos actos terroristas.
Da la impresión de que el actual gobierno de los Estados Unidos, más
que inmunidad lo que busca es impunidad, en los momentos en que se prepara --ellos
mismos se han encargado de filtrarlo a la prensa-- una guerra en gran escala
contra Iraq, y existen otros 60 países que, según el propio presidente
Bush, pueden ser objeto de cualquier tipo de acción militar como parte
de la famosa "guerra contra el terrorismo". Esa consigna que muchos analistas
califican de muy cómoda y justificativa, pero carente de base, en la
que se pretende que quien no está con Estados Unidos está a favor
del terrorismo y que Dios no es neutral, se presta a todo género de acciones
encaminados a imponer los intereses de la elite del poder en muchas partes del
mundo. En Afganistán, por ejemplo, se trata de construir el famoso oleoducto
que trasladaría el petróleo del Mar Caspio hasta Pakistán,
una de las aspiraciones de la Union Oil of California (UNOCAL). Hamid Karsay,
el presidente impuesto, era funcionario de esa empresa petrolera.
Por lo demás, calificar de terroristas a aquellos gobiernos u organizaciones
que no son del agrado de la administración Bush es una forma muy cómoda
de tener las manos libres para realizar todo tipo de acciones --recordemos que
hasta las armas nucleares están dentro de las opciones en la lucha contra
el terrorismo. El periodista español Pascual Serrano decía en
una Mesa Redonda sobre las guerras del siglo 21 que considerar al oponente como
terrorista supone muchas cosas, todas beneficiosas para una nación poderosa
que puede imponer sus intereses por la fuerza y domina los medios de información
pública.
Supone, decía Serrano, negar el diálogo como vía de solución
del conflicto. Supone negar cualquier elemento de reflexión sobre las
razones del conflicto, es decir, negarse a analizar si la otra parte presenta
alguna cuestión digna de tenerse en cuenta. Supone considerarse poseedor
de una verdad absoluta y de la bondad absoluta.mientras que el adversario representaría
a la maldad absoluta. Considerar al enemigo como terrorista supone, en fin,
que éste no busca otro objetivo que sembrar el terror, así que
no hay consideración alguna. Si recordamos los discursos del Presidente
Bush el 20 de septiembre del pasado año y el primero de junio en West
Point, es fácil comprender los argumentos de Serrano.
Supone, agregaría yo, olvidar que las causas del terrorismo hay que buscarlas
en la situación de miseria y humillación en que viven muchos pueblos
del mundo. Supone también que el hecho de ser la nación más
poderosa del planeta --algunos la llaman imperio-- otorga todo género
de dispensas. Supone que se puede ir por el mundo imponiendo los intereses por
la fuerza, con la consiguiente pérdida de vidas humanas y sufrimiento
sin que se produzca reacción alguna por parte de los agredidos. Es evidente
que Estados Unidos atraviesa en estos momentos por una profunda crisis económica
que algunos califican, no sin razón, de crisis de confianza en las grandes
empresas, cuyos escándalos financieros y fraudes han arruinado a decenas
de millones de pensionados, trabajadores e inversionistas. Es una crisis de
credibilidad que no solo se refleja en la economía, sino en el prestigio
de las principales figuras del gobierno: el presidente Bush y el vicepresidente
Richard Cheney quienes en su momento, cuando eran hombres de negocios y directivos
de empresas, tuvieron participación en negocios turbios.
Pero existe además una crisis de prestigio a partir de las dudas de hasta
dónde el gobierno sabía que se iban a producir atentados terroristas
y no hizo nada por impedirlo. La explicación de la asesora de seguridad
nacional, Condoleeza Rice, de que ellos pensaron que se trataba de un clásico
secuestro de avión para exigir la liberación de prisioneros, lo
único que hace es echar más leña al fuego porque suena
a irresponsabilidad. Y todo eso conduce a una crisis moral que se refleja en
la pérdida de apoyo popular que ha tenido el presidente Bush en las últimas
semanas. Mientras el pasado lunes 15 de julio Bush hablaba de la solidez de
la economía estadounidense, la Bolsa de Valores de Nueva York caía
estrepitosamente, sin que sus palabras provocaran en el mercado la confianza
buscada.
Y esa situación que algunos califican de desesperada podría conducir,
como ha sucedido otras veces en la historia estadounidense, a que se busque
una solución militar, ya sea en una guerra contra Iraq o contra cualquier
otro país de la larga lista de naciones calificadas de terroristas por
el actual gobierno. ¿Iraq, Corea del Norte, Irán, Libia, incluso Cuba?
Pudiera ser. Tal vez esa sea la razón principal por la que el gobierno
estadounidense exige impunidad del Tribunal Penal Internacional. La teoría
del golpe preventivo por sospechas de posibles ataques contra países
acusados por los propios Estados Unidos de ser terroristas no forma parte de
las leyes que rigen las relaciones entre los estados y no aparece refrendada
en la Carta de las Naciones Unidas.
Cabe preguntarse a qué aspira la actual administración estadounidense:
¿a estar por encima de la ley, fuera de la ley o a imponer sus propias leyes
a cualquier precio?
Eduardo Dimas,
periodista, es analista político de la televisión cubana
y Profesor Asistente de la Facultad de Comunicación de la Universidad
de La Habana