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21 de junio del 2002
La trama energética en la
política estadounidense
Petróleo, que no terrorismo
Carlos Taibo
En los últimos días, y como es sabido, los medios de comunicación estadounidenses se han visto obligados a ocuparse, con visible desagrado, por un puñado de noticias que sugieren que los responsables de los servicios de inteligencia y seguridad norteamericanos no estuvieron a la altura de las circunstancias en los meses anteriores al 11 de septiembre. Si los análisis más benignos apuntan a una escasa eficacia de los servicios mencionados, los más audaces se atreven a identificar, bien con cautelas, inquietantes connivencias.
En la disputa correspondiente se ha hecho valer, sin embargo, un dato concreto que tiene importancia singular: parece definitivamente demostrado que Estados Unidos había programado una acción militar en Afganistán antes de los atentados de Nueva York y de Washington. Claro es que, en lo que a esa operación se refiere, la mayoría de los expertos parece haber aceptado a pies juntillas que respondía, sin más, al propósito de hacer frente a Bin Laden y sus secuaces. Cualquier reflexión seria sobre la cuestión está obligada a concluir, sin embargo, que el objetivo imaginable era mucho más ambicioso y se vinculaba antes con la palabra petróleo que con la lucha librada contra el terrorismo internacional.
El meollo de la cuestión es fácil de identificar: el crecimiento de la demanda energética en Estados Unidos a duras penas puede compensarse con la producción propia, y ello por mucho que el presidente Bush aliente agresivas prospecciones en Alaska. El desarrollo de fuentes alternativas de energía se ha visto tradicionalmente trabado, entre tanto, por los intereses de los gigantes del petróleo (Enron, por cierto, entre ellos). Así las cosas, si EE.UU. produce hoy algo más del 50% del crudo que consume, los pronósticos señalan que en un par de decenios tendrá que importar casi las dos terceras partes de esa preciosa materia prima energética. De resultas, los dirigentes norteamericanos se hallan empeñados en acrecentar el control sobre yacimientos y oleoductos, por un lado, y en garantizar que los precios internacionales del petróleo se mantienen dentro de ciertos límites, por el otro.
Las medidas acometidas al respecto afectan a espacios geográficos muy dispares. Algunas de ellas se proponen, sin ir más lejos, afianzar la presencia estadounidense en países productores como Angola y Nigeria, en África, o Colombia y Venezuela, en la propia América. Muchos expertos consideran, en particular, que algunos de los movimientos recientemente asumidos por EE.UU. en los dos últimos países mencionados responden, ante todo, a los objetivos que acabamos de reseñar.
Pero el núcleo de la atención estadounidense afecta a una delicadísima zona que tiene dos hitos de relieve en el golfo Pérsico y en la cuenca del Caspio. Según todos los pronósticos, estamos hablando de las dos áreas que atesoran las más importantes reservas de petróleo del planeta. Los pasos dados por Washington han sido al respecto varios. El primero ha estribado en aquilatar el control sobre Arabia Saudí, acrecentando, en particular, las inversiones propias. El segundo pasa por modificar el statu quo en Irak y en Irán; si en el primer caso el objetivo no es otro que derrocar a Saddam Hussein y hacerse con el control de la industria petrolera, en el segundo probablemente se buscará, con el paso del tiempo, alguna suerte de acomodo con las autoridades iraníes. La tercera medida importante adquirió carta de naturaleza en la segunda mitad del decenio de 1990, cuando Estados Unidos empezó a apostar con fortaleza por la construcción de un conducto que, sorteando el territorio de la Federación Rusa, comunicase la orilla oriental del Caspio con Azerbaiyán, atravesase después Georgia y culminase en Ceyhan, en Turquía. De la mano de ese conducto, y de inversiones significadas realizadas en la industria extractiva de la región, Washington habría empezado a disputarle en serio a Moscú el lucrativo negocio del transporte del petróleo y del gas natural centroasiáticos.
Pero la guerra afgana ha permitido que reapareciese, y en papel no precisamente menor, un viejo proyecto que se vincula estrechamente con el debate de estos días y que, al modo de ver de algunos especialistas, justificaría por sí solo la intervención militar iniciada por EE.UU. el 7 de octubre. En una vuelta de tuerca más, Washington abriría un nuevo horizonte de exportación de la riqueza energética centroasiática en la forma de un conducto que, partiendo de Kazajstán, Uzbekistán y Turkmenistán, y pasando por el atribulado Afganistán, buscaría los puertos paquistaníes del Índico. Conviene recordar que en el pasado el proyecto en cuestión fue discutido con el propio régimen talibán y que una pieza decisiva en la defensa de los intereses de Unocal, la compañía petrolera norteamericana, ha sido hasta hace poco el actual e interino presidente afgano, Hamid Karzai.
Aunque que el escenario centroasiático de los últimos meses presenta, a buen seguro, aristas varias y complejas, sería un acto de imperdonable ingenuidad concluir que la trama energética que nos ocupa desempeña un papel marginal en la política estadounidense. Que muchos líderes de opinión hayan optado por ignorar esa trama habla bien a las claras, eso sí, de su escasa independencia de criterio y de su sumisión al dictado de una potencia hegemónica que, hoy como ayer, demuestra puntillosamente la abrumadora primacía de los intereses sobre los principios.
Carlos Taibo
*Profesor de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Madrid