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8 de junio del 2002
żUna guerra contra el terrorismo?
John Berger
La Jornada
Ahora que el número de civiles inocentes muertos colateralmente
en Afganistán a causa de los bombardeos estadunidenses iguala el número
de víctimas del ataque a las Torres Gemelas, quizá podamos situar
los sucesos en una perspectiva más amplia aunque no menos trágica,
y encarar una nueva cuestión: żes más monstruoso o reprensible
matar deliberadamente que matar ciega y sistemáticamente (sistemáticamente
porque la misma lógica de estrategia armada estadunidense se usó
en la Guerra del Golfo)?
No sé la respuesta a esta interrogante. En el terreno, entre las bombas
de fragmentación arrojadas por los B-52 o en el sofocante humo de Church
Street, Manhattan, tal vez los juicios éticos no pueden ser relativos.
Cuando el 11 de septiembre del año pasado vi las tomas por televisión,
me recordaron instantáneamente el 6 de agosto de 1945. En Europa escuchamos
las noticias del bombardeo de Hiroshima por la tarde, el mismo día.
Las correspondencias inmediatas entre estos dos sucesos involucran una centella
que desciende del cielo claro sin aviso alguno; ambos ataques fueron programados
para coincidir con el momento en que los civiles de la ciudad objetivo se dirigían
a su trabajo, las tiendas estaban abriendo y los niños en la escuela
trabajaban sus lecciones. Es semejante la reducción a cenizas, y que
los cuerpos, lanzados por el aire, se tornaran escombro.
Son comparables la incredulidad y el caos provocados por una nueva arma de destrucción,
la bomba atómica, usada por vez primera hace 60 años, y por una
aeronave civil, el otoño pasado: en todas partes, en el epicentro, en
cada cuerpo y objeto, un grueso manto de polvo.
Las diferencias en contexto y escala son, por supuesto, enormes. En Manhattan
el polvo no era radioactivo. En 1945 Estados Unidos había emprendido
una guerra a escala total contra Japón, que duraba ya tres años.
Ambos ataques, sin embargo, se planearon como avisos.
Al observar ambos, uno supo que el mundo no volvería a ser el mismo;
en la mañana de un nuevo día sin nubes, los riesgos, de los que
la vida es heredera, se alteraron en todas partes.
Las bombas arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki anunciaron que Estados Unidos
era la suprema potencia armada del mundo. El ataque del 11 de septiembre anunció
que esta potencia ya no tenía garantizada la invulnerabilidad en su propia
casa. Ambos eventos marcan el principio y el fin de un cierto periodo histórico.
En torno al contragolpe del presidente George W. Bush el 11 de septiembre -su
llamada guerra contra el terrorismo, que primero bautizó Justicia Infinita
y después Libertad Duradera- no me he topado con comentarios más
agudos y angustiantes que los expresados o escritos por ciudadanos estadunidenses.
La acusación de antiamericanismo en contra de aquellos de no- sotros
que de manera inquebrantable nos oponemos a quienes actualmente toman las decisiones
en Washington es tan corta de vista como las políticas en cuestión.
Existen incontables ciudadanos estadunidenses antiamericanos con los que nos
mantenemos solidarios.
Hay también muchos ciudadanos estadunidenses que respaldan estas políticas,
incluidos los 60 intelectuales que recientemente firmaron una declaración
destinada a definir qué es una guerra "justa", en general, y porqué,
en particular, se justifican la operación Libertad Duradera en Afganistán
y la continuada guerra contra el terrorismo. Estos intelectuales arguyen que
una guerra justa se explica moralmente cuando su propósito es defender
del mal a los inocentes. Citan a San Agustín. Añaden que una guerra
debe respetar, hasta donde sea posible, la inmunidad de los no combatientes.
Si su texto es leído con inocencia (y por supuesto no fue escrito ni
espontánea ni inocentemente) sugiere que hubo un encuentro paciente de
expertos eruditos y de voz suave, que tienen acceso a una enorme biblioteca
(y quizá entre sesiones, a una piscina) y que con tiempo y quietud para
reflexionar y discutir sus dudas, llegaron finalmente a un acuerdo para después
ofrecer un fallo. Y sugiere que esta reunión tuvo lugar en las espaciosas
instalaciones de algún mítico hotel de seis estrellas (acceso
únicamente por helicóptero), rodeados de altos muros y guardias
en los puntos de revisión. No hubo contacto alguno entre los pensadores
y la población local. No hubo encuentros fuera de plan. El resultado
es que se niega lo que realmente ocurrió en la historia, que desconocemos
lo que hoy ocurre detrás de los muros del hotel. Etica de turismo de
lujo en aislamiento.
Regresemos al verano de 1945. Sesenta y seis de las mayores ciudades de Japón
se habían consumido en los incendios producidos por bombardeos con napalm.
En Tokio había 100 millones de civiles sin techo y habían fallecido
100 mil personas más. En palabras del mayor general Curtis Lemay, quien
estuvo a cargo de las operaciones de bombardeo incendiario, los habían
"tostado y hervido y horneado hasta la muerte". El hijo y confidente del presidente
Franklin Roosevelt dijo que los bombardeos habrían de continuar "hasta
que hayamos destruido más o menos la mitad de la población civil
japonesa". El 18 de julio el emperador japonés telegrafió al presidente
Harry Truman, quien sucediera a Roosevelt, y de nuevo pidió paz. El mensaje
fue ignorado. Unos días antes del bombardeo de Hiroshima, el vicealmirante
Radford alardeó: "A la larga Japón será una nación
sin ciudades, un pueblo nómada".
La bomba, que estalló sobre un hospital del centro de la ciudad, mató
a 100 mil personas al instante, 95 por ciento de las cuales eran civiles. Otras
100 mil personas murieron lentamente a consecuencia de las quemaduras y los
efectos de la radiación. "Hace 16 horas -anunció el presidente
Truman- "un avión estadunidense arrojó una bomba sobre Hiroshima,
importante base militar japonesa".
Un mes después el intrépido periodista australiano Wilfred Burchett
describió, en el primer reporte sin censura, el sufrimiento cataclísmico
que halló al visitar un im-provisado hospital en dicha ciudad.
El general Groves, quien fuera director militar del Proyecto Manhattan para
planear y fabricar la bomba, tranquilizó con ligereza a los congresistas
diciendo que la radiación no ocasionaba "sufrimiento indebido" y que
"de hecho, dicen, es una forma muy placentera de morir".
En 1946 un peritaje sobre los bombardeos estratégicos estadunidenses
concluyó que "Japón se habría rendido aun sin arrojarle
bombas atómicas..."
Por supuesto, describir el curso de los acontecimientos, de la forma tan breve
en que lo he hecho, es simplificar de más. El Proyecto Manhattan comenzó
en 1942, cuando Adolfo Hitler parecía triunfar y había el riesgo
de que los investigadores alemanes pudieran fabricar primero bombas atómicas.
La decisión estadunidense de arrojar dos bombas atómicas sobre
Japón cuando el riesgo anterior ya no pesaba, debe situarse a la sombra
de las atrocidades cometidas por las fuerzas armadas japonesas en el sudeste
asiático, y del ataque sorpresa a Pearl Harbor en diciembre de 1941.
Hubo comandantes estadunidenses y ciertos científicos que, trabajando
en el Proyecto Manhattan, hicieron lo imposible por posponer o argumentar en
contra de la confiada decisión de Truman.
Finalmente, una vez dicho y hecho todo, la rendición incondicional de
Japón, el 14 de agosto, no podía celebrarse como la anhelada victoria
(ciertamente no lo fue). En su centro había una angustia y una confusión
que cegaban.
Cuento esta historia para mostrar qué tan lejanos de su propia historia
estaban los 60 pensadores estadunidenses en su mítico hotel de seis estrellas.
Y mi relato quiere ser también un recordatorio de cómo comenzó,
en 1945, el periodo de supremacía armada de Estados Unidos, y de que
comenzó para todos aquellos que estuvieran fuera de la órbita
estadunidense, con una cegadora demostración de crueldad ignorante y
remota. Cuando el presidente George W. Bush se pregunta "por qué nos
odian", debería meditar sobre esto, pero claro, él es uno de los
directores del hotel de seis estrellas y nunca lo abandona.
Traducción: Ramón Vera Herrera