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21 de mayo del 2002
Las matanzas en Nepal y las mentiras del portavoz de la Casa Blanca
Higinio Polo
La semana pasada aparecían en la prensa española e internacional
noticias que daban cuenta de que unos 140 soldados nepalíes habían
muerto el 7 de mayo en un ataque de "rebeldes maoístas" en Rolpa, a casi
quinientos kilómetros de Katmandú, la capital del país,
en el preciso momento en que el presidente del gobierno nepalí, Sher
Bahadur Deuba, se encontraba en Washington recibiendo la promesa de que el gobierno
de George W. Bush iba a ayudar al gobierno de Nepal a combatir a los rebeldes.
Las informaciones periodísticas, que pasaban por alto los muertos entre
las filas rebeldes, hablaban de que el gobierno norteamericano pensaba presentar
al Congreso de Representantes una petición para entregar varias decenas
de millones de dólares en ayuda militar destinada a combatir a la guerrilla,
y todo indica que esas ayudas millonarias van a llegar rápidamente
a Nepal. Para justificar esas partidas de la muerte, el inefable Ari Fleischer,
portavoz de la Casa Blanca, que ha sido acusado por destacados representantes
de la prensa internacional de mentir en diferentes ocasiones, declaraba -sin
sentir ningún embarazo- que "Nepal hace frente a una rebelión
maoísta y Nepal es un ejemplo de democracia; por eso Estados Unidos se
ha comprometido a ayudar".
No ha habido más informaciones en los grandes medios de comunicación.
Cualquier ciudadano poco avisado tal vez podría creer al portavoz presidencial
de un poderoso país, y tal vez consideraría un exceso que los
críticos de Ari Fleischer le tildasen de nuevo de mentiroso. Pero para
vergüenza del portavoz de la Casa Blanca, Nepal no tiene nada que ver con
lo que Fleischer afirmaba: es un país que ha vivido desde los años
sesenta con una peculiar democracia llamada Panchayat, que encubría
una dictadura, en la que el rey Birendra persiguió sistemáticamente
toda disidencia política, aunque en 1990 -forzado por las protestas de
la población- aceptase iniciar un controlado proceso de apertura democrática
que tuvo como consecuencia las elecciones de 1991: en Katmandú el Partido
Comunista consiguió casi el ochenta por ciento de los votos, aunque en
las zonas rurales ganó, con abundantes indicios de fraude, el Partido
del Congreso Nepalí, un partido monárquico, instrumento de los
círculos ligados al rey, y que controla actualmente el gobierno. El corrupto
sistema imperante en todas las esferas de la vida del país continuó,
hasta el extremo de que altos cargos militares se vieron acusados de enriquecerse
con los recursos nacionales y algunos responsables gubernamentales llegaron
al extremo de vender sus propios pasaportes diplomáticos a las redes
de contrabando.
El rey Birendra, un hombre educado en Harvard, en los Estados Unidos, profundamente
corrupto, era un rey considerado por el régimen y por los religiosos
como la reencarnación del dios Visnú, que gobernó con mano
de hierro y que mantenía una monarquía de corte casi feudal. Durante
la década de los noventa, la población pudo comprobar la falsedad
de las promesas de cambio político y de progreso social, y Amnistía
Internacional denunció el recurso de la monarquía a la táctica,
de siniestro recuerdo, de hacer "desaparecer" a miembros de la oposición:
son decenas y decenas los casos documentados por Amnistía Internacional,
así como también las denuncias sobre el recurso sistemático
a la tortura en los centros de detención del ejército y la policía.
Fue esa situación sin salida la que llevó al inicio de la rebelión
comunista en 1996, que está en el origen de la actual crisis del sistema
imperante en Nepal. En junio de 2001, se produce el asesinato del rey Birendra,
que aunque fue presentado inicialmente por los grandes medios de comunicación
occidentales -con confusas informaciones y equívocas referencias- como
una consecuencia de los enfrentamientos con la guerrilla, fue en realidad una
matanza de la familia real realizada por el príncipe heredero, que posteriormente
se suicidó. En realidad, persisten todavía las sospechas de que
los asesinatos fuesen una conspiración urdida por el nuevo monarca, Gyanendra,
hermano de Birendra, y hombre situado todavía más a la derecha
que el anterior rey, hasta el punto de que Gyanedra acusó a su hermano
de ser demasiado benigno en la represión de los oponentes políticos.
Su llegado al trono estuvo envuelta en manifestaciones y protestas por todo
el país.
El nuevo rey Gyanedra no ha cambiado nada de la corrupta y feudal monarquía
nepalí, y, si cabe, ha acentuado más la represión política:
en abril de este mismo año Amnistía Internacional denunciaba que
las fuerzas de seguridad del régimen habían ejecutado a unos 1.300
presuntos militantes comunistas, además de haber detenido a miles de
personas en todo el país. La vida de la población continúa
siendo de una dureza insoportable: los campesinos sobreviven en una situación
extrema, trabajando las tierras propiedad del rey, de los grandes propietarios
ligados a la monarquía y de los religiosos, a cambio de salarios de miseria.
En muchas zonas rurales la esperanza media de vida de los campesinos no alcanza
siquiera los 35 años.
El régimen de Gyanedra ha decretado el estado de excepción en
el país desde noviembre del pasado año y la situación no
deja de agravarse: en los escasos días que llevamos del mes de mayo se
ha producido una matanza de más de 500 miembros del Partido Comunista
de Nepal. Según Amnistía Internacional, que ha pedido una investigación
independiente, el propio gobierno de Katmandú ha reconocido la muerte
de 548 militantes comunistas, junto con 3 soldados y 1 policía. Todas
las alarmas se han disparado: según la misma organización humanitaria,
el gobierno nepalí no ha facilitado el número de heridos ni de
detenidos en los combates, lo que le hace temer que se estén produciendo
más matanzas, puesto que es un comportamiento habitual de las fuerzas
gubernamentales recurrir al asesinato en lugar de proceder a la detención
de las personas. En su último llamamiento, Amnistía Internacional
ha expresado también su preocupación por el hecho de que las autoridades
nepalíes ofrezcan públicamente recompensas a cualquier persona
por la captura, vivos o muertos, de destacados dirigentes comunistas. Es obvio
que ello supone un abierto llamamiento al asesinato.
Esa es la atroz situación en Nepal, que sin duda Ari Fleischer conoce,
como sin duda la conocen también en el Departamento de Estado norteamericano.
No sabría decir qué es más inquietante, si el torvo soberano
nepalí o los atildados funcionarios gubernamentales de Washington que
juegan con el destino y con la vida de millones de personas y que justifican
a verdugos amigos. Los ciudadanos norteamericanos, y la propia opinión
internacional, deberían reflexionar sobre la peculiar circunstancia de
que tipos como Ari Fleischer, que consideran a Nepal "un ejemplo de democracia"
y no tienen inconveniente en declararlo públicamente, sean los responsables
de dirigir un gran país como los Estados Unidos. Sin duda, sujetos como
Ari Fleischer son algo más que un síntoma, porque no sólo
son cómplices de los verdugos, no sólo desmienten cada día
su presunta preocupación por la libertad y por las instituciones democráticas,
no sólo avergüenzan a los ciudadanos norteamericanos que siguen
creyendo en la honestidad de sus gobernantes, sino que nos ponen ante la evidencia
de que su país es un peligro para el mundo. Ari Fleischer miente, y sabe
que lo hace, pero quiere seguir cabalgando en la impunidad y la mentira.