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1 de mayo de 2002
Primero de Mayo
Juan Francisco Martín Seco
El concepto de trabajo ha comportado siempre cierta ambigüedad: desde la
maldición bíblica hasta el ora et labora monástico, desde
la consideración peyorativa de actividad inferior e impropia de la nobleza,
hasta la glorificación presbiteriana y protestante.
Lo cierto es que a lo largo de la historia, al margen de místicas y construcciones
teóricas mejor o peor elaboradas, el trabajo ha sido tomado mayoritariamente
como una necesidad impuesta por la naturaleza y cuyo yugo se ha intentado con
frecuencia sacudir. La tentación ha sido permanente: apropiarse del trabajo
ajeno para eludir el propio o al menos para dedicarse a labores consideradas
superiores.
En casi todas las sociedades la esclavitud ha constituido la manera más
habitual y tosca de apropiarse del trabajo ajeno: por la fuerza. En el mundo
clásico la democracia y libertad de algunos y su preeminente creación
cultural y artística se fraguó al coste de la esclavitud de otros
muchos.
La esclavitud fue desapareciendo al unísono que avanzaba el capitalismo
y la revolución industrial. La división del trabajo y la privación
del trabajador de sus herramientas, trasformándole en asalariado, convirtieron
en innecesaria, cuando no en inconveniente, la esclavitud. La violencia física
es sustituida por la coacción de la necesidad económica. En la
nueva situación el paro, el hambre y la miseria actúan como el
acicate mayor que constriñe a los trabajadores y les fuerza a venderse.
¿Para qué la esclavitud, si ahora libremente el trabajador va a aceptar
condiciones igual o peores que antes? Conviene no olvidar que algunos teóricos
fundamentaban también la esclavitud en un acto de libre decisión.
Grocio, por ejemplo, lo justificaba en el derecho de guerra. El prisionero compraba
su vida renunciando ?libremente? a la libertad.
Todos conocemos o creemos conocer las terribles condiciones laborales que rodearon
los primeros años, muchos años, del capitalismo. El que más
y el que menos se ha estremecido con los relatos de Dickens o de Marx sobre
las circunstancias y jornadas que afectaban al trabajo, incluso para niños
y mujeres, en las primeras fábricas textiles de Inglaterra y Escocia.
Poca, es verdad, debía de ser la diferencia con la esclavitud cuando
los hacendados del sur de Estados Unidos, si se quiere con cierto cinismo, se
atrevían a defender la superioridad de ésta sobre la simple contratación
laboral, afirmando que quien tiene algo en propiedad lo cuida mejor que el que
lo alquila por una temporada.
La historia del movimiento obrero viene a ser la lucha permanente de la clase
trabajadora para superar esta situación. Lucha nada fácil, por
cierto. Camino lleno de privaciones, padecimientos, sacrificios, incluso sangre;
en ocasiones fracasos, pero en bastantes más, éxitos, que han
ido configurado a lo largo del tiempo las conquistas sociales de las que ahora
gozamos, al menos en las sociedades europeas.
Todo ello es lo que pretende conmemorar en toda Europa el Primero de Mayo. Celebración
instituida, como jornada de lucha, en 1889, por la Segunda Internacional, para
perpetuar la memoria de los trabajadores detenidos y ajusticiados por manifestarse
en Chicago en petición de una jornada laboral de ocho horas.
Cada año su celebración, a medio camino entre la fiesta y la reivindicación,
tendría que servir de recordatorio y aviso. No hay conquistas definitivas.
Especial relevancia adquiere en la etapa actual, en la que desde hace ya bastantes
años los derechos sociales, lejos de avanzar, retroceden. En los momentos
presentes, cada nueva reforma laboral, fiscal o de cualquier otra clase que
se aborda representa siempre un paso atrás en el equilibrio siempre inestable
del Estado Social.
Ahora que de forma tan demagógica se habla del pleno empleo, resulta
imprescindible recordar que cualquier puesto de trabajo no puede recibir el
nombre de empleo. Que hubo épocas en que éstos tenían cierta
similitud con la esclavitud. Ahora que se pretende desarmar aún más
el seguro de paro y abaratar de nuevo el despido, conviene no olvidar que la
protección social tiene como misión no sólo cubrir las
contingencias sociales y laborales sino evitar que el trabajador se vea impelido
sin remedio a aceptar las condiciones, por duras que éstas sean, impuestas
por los empresarios; romper la ley de bronce de los salarios a la que de nuevo
se quiere retornar.