2 de noviembre del 2002
Mentiras limpias, guerras sucias
Patricia Axelrod
Reno News & Review
Traducido para Rebelión por Germán Leyens
Mientras EE.UU. continúa discutiendo la guerra contra Irak, una científica
y escritora sobre asuntos militares, que vive en Reno, EE.UU., recuerda las
verdades que descubrió durante un viaje al Irak posterior a la Guerra
del Golfo.
Veintidós meses después de la Guerra del Golfo, pude
por fin viajar a Ammán, Jordania, la puerta a Irak. En algún momento
por sobre Europa, pude obtener una visión de la Kafkalandia que me esperaba
cuando oí que 50 comerciantes de mercado negro habían sido ahorcados
en ese país ante muchedumbres delirantes de iraquíes. Mi introducción
al infierno de Irak se completó cuando supe que sus cuerpos habían
sido dejados colgando para que los pájaros les sacaran los ojos, como
recuerdos en putrefacción de lo que sucede con los traidores que ponen
precios más allá de lo soportable a los artículos de primera
necesidad. Era octubre de 1992. El primer George Bush estaba en su segunda candidatura
a la presidencia. El punto central de su campaña era la gloriosa victoria
de la Tormenta del Desierto. La Guerra del Golfo, dijo el presidente, había
sido una guerra modelo. Cien mil toneladas de poder explosivo habían
sido lanzadas sobre una nación que es un tercio menor que el estado de
Texas, desde donde alardeaba Bush. La línea oficial se limitaba a las
buenas noticias. Las nuevas armas milagrosas de EE.UU. –municiones con ojivas
de uranio empobrecido y misiles de precisión teleguiados—habían
destruido el ejército iraquí pero habían perdonado a los
civiles iraquíes. Los medios, en su entusiasmo, habían etiquetado
la Guerra del Golfo de "guerra limpia".
Los años que he pasado como analista de sistemas de armamentos me decían
otra cosa, como lo hicieron los veteranos de la Guerra del Golfo a los que entrevisté,
que hablaban de matanzas de civiles y que trajeron a casa fotografías
de cadáveres ennegrecidos fundidos por el uranio empobrecidos –cuerpos
apodados "bichos crujientes" por los soldados. Y, por lo tanto, me dispuse a
desenmascarar la sucia mentira.
Después de meses de negociación con el gobierno iraquí,
viajé a Irak con un plan para investigar los lugares bombardeados en
la Guerra del Golfo, entrevistar a los supervivientes y revisar los registros
de las morgues.
Ha pasado una década desde mi viaje. Hoy, mientras me siento a escuchar
al Presidente George W. Bush hablando de lo que dice es la necesidad de EE.UU.
de terminar lo que comenzó su padre, mis memorias recobran forma y me
veo volviendo a visitar Irak.
La destrucción
Unos pocos días después de llegar a Irak –y de convencer a
los funcionarios de que no era una espía estadounidense—me convertí
en una turista de la Guerra del Golfo, completa con una estropeada guía
intitulada "La destrucción", por cortesía de Takliff, jefe del
Centro de Prensa Iraquí. Su tinta de la fábrica de propaganda
aún estaba húmeda. "La destrucción" relata la historia
de la Guerra del Golfo según Sadam Husein. Un capituló enumera
los miles de estructuras civiles destruidas, mientras que otro pregona cifras
milagrosamente reducidas de bajas civiles. La relación entre los números
hacía que dos más dos fueran tres. Desafiando la aritmética
más elemental, "La destrucción" afirma que hubo "8.243 mártires
y heridos civiles".
Recordando el cálculo de EE.UU. de unos 13.000 civiles iraquíes
muertos, constituía un hecho que provocaba una serie de preguntas: ¿Por
qué no inflar en lugar de reducir ese total? ¿Por qué no utilizar
un instrumento natural de propaganda y hacer que los Aliados aparecieran peores
en lugar de mejores? ¿Cómo puede ser que en lo único en lo que
Sadam Husein y George Bush están de acuerdo es en que hubo tan pocos
muertos, cuando más de 10.000 toneladas de poder explosivo, sobre todo
estadounidense, habían sido arrojadas sobre Irak durante 43 días
sin interrupción?
Con la esperanza de ganar la confianza de Takliff, mantuve silencio. Me asignaron
un coche y a Walid, un conductor y guardia. Fui a la visita del Museo de la
Guerra del Golfo, donde el conservador me mostró "La Destrucción"
mostrada en fotografías colocadas junto a trozos de metralla de misiles.
Luego, como un caballo con anteojeras, me condujeron por la ciudad, permitiendo
que sólo viera los que Walid permitía. El daño civil causado
por los bombardeos estaba estrictamente excluido; corriendo como bólidos
por la ciudad, Walid me mostraba fábricas y ministerios gubernamentales
bombardeados pero reconstruidos así como plantas de energía y
agua restauradas. A lo largo de la ruta llegué a ver casas y edificios
de apartamentos arrasados y le pregunté a Walid si eran daños
causados por bombas. "Sí," respondió, "pero nadie muere."
Finalmente, me llevaron al altar con olor a muerte del refugio aéreo
Ameriyya, donde habían muerto unas 300 personas, sobre todo mujeres y
niños. Alcanzado por el impacto directo de una bomba revienta-búnkeres,
la ruina es conservada como un santuario y cuidada por una acongojada mujer
de cabellos negros, vestida de negro, su joven cara devastada por la pérdida
de sus niños. La acompañaba su único hijo superviviente,
un niño de 10 años, traumatizado por la guerra –viejo antes de
tiempo.
Al descender al refugio, busqué mi camino entre los escombros por planchas
de madera improvisadas, iluminadas sin orden ni concierto, hasta que llegamos
a una fila de velas encendidas que iluminaban las caras fotografiadas de los
muertos. La mujer se detuvo para mostrarme las fotos de sus niños. Abajo,
llorando a lágrima viva, despegó una película oscura de
la pared. "Piel," dijo, sosteniéndola cuidadosamente en sus manos ahuecadas.
Tomando mi mano, colocó el trozo en mi palma. Me di cuenta de que tenía
razón. Parecía piel sacada de una fuerte quemadura de sol, caracterizada
por sus surcos; lo que sostenía era piel humana.
Al volver a la superficie, fumamos juntas, y sentí que no había
logrado transmitirle mis condolencias por sus pérdidas en su idioma,
hasta que pasé un anillo de mi dedo al suyo. Nos dijimos adiós
entre lágrimas, de lo que Walid tomó nota con aprobación,
dándome torpemente palmaditas en el hombro diciendo: "le contaré
a Takliff que usted lloró en Ameriyya".
En Bagdad
Cuando me dejaron sola esa noche, salí del hotel y llegué
a conocer Bagdad como una empresa funeraria armada donde todos tenían
miedo, sobre todo Sadam Husein. Por temor a ser asesinado, el presidente iraquí
envía sosías de la misma edad, color y estatura ante las multitudes.
Su rol es desviar las balas y los cuchillos que debieran alcanzarlo. Es el secreto
de su vida como déspota.
Como el Gran Hermano, le cree a su propia prensa, y asegura su omnipotencia
con la orden de que cada casa y negocio muestre su retrato. Nadie habla mal
de él. Todo disidente arriesga la muerte o la prisión, y sus compañeros
de celda serán su familia y sus amigos. Los teléfonos son intervenidos,
y los espías de Husein son bien tratados con pagos en alimentos y dinero.
Al día siguiente, Takliff me dejó deambular libremente por las
calles de Bagdad. Me acompañó, para traducir, un joven reportero
iraquí encargado de escribir la historia de una investigadora estadounidense
que investiga el costo en vidas iraquíes de la Guerra del Golfo. Walid
aceleró por Bagdad hasta que le dije que se detuviera en una concurrida
manzana en el centro. Descendí e hice preguntas a peatones escogidos
al azar, muchos de los cuales habían ido a la capital desde otros sitios
del país: ¿Dónde estuvo usted durante los bombardeos de la Guerra
del Golfo? ¿Murieron parientes o amigos? ¿Cuánta gente piensa usted que
murió? ¿Piensa que perecieron más o menos que 9.000 civiles?
Fue como abrir una esclusa.
"¿Piensa que somos una caricatura de Roadrunner –ustedes bombardean y nosotros
no morimos?"
"Ninguna casa se libra de las bombas."
"Cada noche y cada día, los aviones traían la muerte."
"Incluso cuando ven una película, los niños gritan cuando ven
un avión."
"Todos perdieron por lo menos a una persona de su familia."
"Estallaron más casas de las que puedo contar."
Todo el día, con distintos grados de indignación y de tristeza,
de un vecindario a otro, fueron las respuestas que recibí.
Gente ansiosa de hablar con una estadounidense me invitó a cafés
y a sus casas, llamando a sus vecinos para reconstruir incidentes de puentes,
mercados, estaciones de autobús, fábricas y mezquitas bombardeadas
donde murieron civiles. Incluso los más pobres me sirvieron bebidas y
galletas, junto con la condena de la "prensa controlada por el gobierno de EE.UU."
"¿Cómo puede imaginarse que hayan muerto sólo 9.000?" me preguntaron
también frecuentemente.
Con los ojos clavados en los omnipresentes retratos de Sadam Husein, me resistía
a decir que la fuente de mi información era su gobierno y no el mío.
También me contaron del hambre y de la privación, suplicándome,
como si yo tuviera poder para levantar las sanciones de las Naciones Unidas.
"Por favor no hable en contra nuestra. Sufrimos demasiado. Los bebés
no tienen leche. Los pechos de sus madres se secan. No hay alimentos para los
niños. No hay pan. La gente muere cada día que pasa."
Se corrió la voz de que una investigadora estadounidense estaba indagando
sobre el número de víctimas mortales en la Guerra del Golfo, y
alguien que se auto-describió como "amigo de la verdad" se puso en contacto
conmigo. Después de eludir a Walid para poder tener una reunión
secreta, me sorprendió encontrarme conversando con un importante miembro
de la familia Husein. En una reunión suficientemente breve como para
que pareciera accidental, me dijo, sin apenas mover los labios, que existía
una maniobra para encubrir las víctimas civiles. Presentó la hipótesis
que hasta 300.000 civiles habían muerto en el conflicto.
Como ejemplo, citó a los numerosos civiles iraquíes que murieron
a fines de la guerra, cuando huían de Kuwait por lo que la prensa occidental
llamó "la carretera de la muerte".
Mi amigo agregó que, en los primeros días de los bombardeos, la
televisión iraquí anunció una cantidad de muertos noche
por noche, pero que cuando "aumentó el número de cadáveres"
dejaron de hacerlo. La guerra ya "no era popular" y se hacía menos y
menos cuando Irak se alineó con su antiguo enemigo Irán para que
permitiera la huida de los cazas iraquíes a ese país. En circunstancias
en las que el país acababa de combatir y de matar a iraníes, este
hecho "molestó a los ciudadanos de Irak," dijo.
"No podíamos distinguir a nuestros ángeles de nuestros demonios.
Estábamos cansados de morir y no queríamos esa guerra."
La elevada cantidad de víctimas civiles se hizo políticamente
intolerable para el ilustre pariente de mi amigo. Por temor al derrocamiento,
porque el ejército aliado se acercaba a Bagdad y para evitar un golpe
apoyado por los hipócritas iraníes, el asediado Husein se las
arregló para proteger su reputación y hacer desaparecer a los
muertos.
Negocio con el diablo
La costumbre militar de EE.UU. de enterrar a los enemigos muertos eliminó
el problema, dijo el hombre, cuando "miles de beduinos y otras familias fueron
enterrados lado a lado con los combatientes en fosas comunes alrededor de Irak".
El fuego, así como registros inadecuados y descentralizados, ayudaron
a hacer que se esfumaran los muertos. Después, explicó mi amigo,
los funcionarios iraquíes plantaron la idea de la "guerra limpia" suministrando
a los recolectores de estadísticas de EE.UU. con el mismo número
de víctimas de 8.243, que se menciona en "La Destrucción".
"Fue un negocio con el diablo," dijo el miembro de la familia Husein.
Irónicamente, una estadista volvió a contar y corrigió
las cantidades indicadas en "La destrucción" y, después de una
discusión con la Misión de Irak ante las Naciones Unidas, anunció
que 13.000 civiles iraquíes murieron en la Guerra del Golfo.
Una década más tarde, el Presidente George W. Bush y el Secretario
de Estado Colin Powell, conspiran para hacer su propio negocio con el diablo,
para terminar lo que comenzara el Presidente Bush más viejo. En lo que
se refiere a las víctimas civiles de la Guerra del Golfo, el antiguo
Presidente Jimmy Carter ha señalado públicamente que "puede ser
que más de 150.000 [civiles] iraquíes hayan sido matados en [los]
masivos bombardeos".
Powell, que dirigió la Guerra del Golfo como jefe de las fuerzas armadas
de EE.UU., considera que todo el asunto de las víctimas civiles es simplemente
inconveniente. "No es, en realidad, una cifra que me interese mucho," dijo.
16 de octubre de 2002
Patricia Axelrod, que ahora vive en Reno, ha recibido un premio de investigación
y escritura de la Fundación Catherine T. MacArthur por su trabajo en
el análisis de sistemas de armamentos. Su trabajo ha recibido un premio
de Proyectos Censurados, y fue miembro fundador del Comité de la Asociación
de Oficiales Reservistas sobre la Enfermedad de la Guerra del Golfo y directora
del Think-Tank de la Guerra del Golfo y Abogada de los Veteranos.
Copyright ©2002 Chico Community Publishing, Inc.