Con ahínco y determinación la clase política estadounidense trabaja para lograr un fin insospechado: subvertir a la democracia representativa. Lo que históricamente ha sido objetivo de grupos antisistémicos o dictatoriales, hoy día es parte de la agenda de la elite que siente que la camisa de fuerza de los procedimientos formal-democráticos debe romperse, porque afecta negativamente a sus negocios. Las elecciones presidenciales del año 2000 y, nuevamente, las elecciones del 5 de noviembre del 2002, ilustran la labor de esos topos subversivos que pretenden nada menos que la feudalización del sistema burgués.
La intención de regresar la sociedad capitalista hacia estructuras políticas preburguesas, pone a esa elite a la par con los ayatollahs y talibanes, cuyos diseños teocráticos no dejan lugar para los derechos humanos, la separación de poderes y la participación efectiva de los ciudadanos en los asuntos de la res publica. Esto, sin embargo, con una diferencia fundamental: los talibanes tercermundistas se encuentran en Estados periféricos de la sociedad global, mientras que los representantes del neofeudalismo gobiernan al país más poderoso de la tierra.
Se trata, de hecho, de una revolución ---o, desde el punto de vista del progreso histórico, de una contrarrevolución--- dentro de la superestructura de la civilización actual. El viejo parlamentarismo burgués, con su idílica noción de la representatividad, de la división de poderes y de su sistema bicameral, se debió, esencialmente, a tres factores: 1. una economía basada en la masiva desconcentración de la propiedad productiva, con una elite política sustentada sobre una amplia clase de pequeños y medianos empresarios; 2. La composición dicotómica de la clase dominante, resultado de la coexistencia entre la burguesía y la nobleza feudal; 3. La existencia de una clase mayoritaria de expropiados y marginados.
Hoy día, esas condiciones han cambiado cualitativamente en los países más ricos, como Estados Unidos, donde la concentración de la riqueza productiva e improductiva ha generado una nueva nobleza capitalista transnacional que ejerce el poder sin tener competencia de otra fracción dominante ---hecho, por el cual, la existencia de un Senado es absolutamente absurda hoy día--- y cuyo sostén político son las clases medias, cuya lealtad es comprada con los frutos de la explotación del Tercer Mundo.
Es esa nueva elite transnacional que procura sistemáticamente la regresión de la democracia formal hacia estructuras marcadamente feudales, tanto a nivel nacional como internacional, y cuyas expresiones políticas son los partidos políticos y equipos del gran capital, como el de George W. Bush en Washington, Silvio Berlusconi en Italia y José María Aznar en España. Su política de regresión al poder preburgués se caracteriza por la falta de ética, el brutal uso del poder y la ausencia de una vocación democrática.
La modificación de las leyes italianas por parte de Berlusconi, para proteger su pasado de corrupción del escrutinio judicial y el reforzamiento de la mafia; la negación categórica de Aznar y su Partido (PP) a la condena de la dictadura de Franco y al intento de golpe de Estado contra la naciente democracia española, al igual que el uso de la tortura en el país vasco, posibilitado, entre otros, por el juez Baltasar Garzón, y las elecciones estadounidenses del 2000 y 2002 ilustran esa tendencia del sistema.
En las elecciones presidenciales del 2000 prevalecieron las siguientes características antidemocráticas: 1. El ganador de la contienda electoral, George W. Bush, fue el candidato que menor cantidad de votos efectivos había recibido; 2. Con un abstencionismo del 50 por ciento y el 50 por ciento de la votación para Bush, su legitimidad se sustenta en apenas el 25 por ciento del electorado total; 3. Más que un sufragio democrático se trataba de un golpe electoral que triunfó por un sistema electoral antidemocrático, la corrupción, la intimidación y la legalización del fraude por el sistema judicial, incluída la Corte Suprema de Justicia en Washington.
En las elecciones del 5 de noviembre, el abstencionismo superó las cifras del 2000; según pronósticos de Gallup y otras instituciones, alrededor del 65 por ciento de los estadounidenses no iban a ejercer su derecho de sufragio, pese a que los candidatos para la Cámara de Diputados, el Senado y las gobernaturas, habían gastado más de 336 millones de dólares tan sólo para la publicidad televisiva. En algunos lugares particularmente corruptos, como Miami, fue "la policía la que organizó todo, desde el entrenamiento de los empleados electorales hasta el aseguramiento de las boletas electorales", reportó el The New York Times, y agregó que fue por eso que los votantes tuvieron "relativamente pocos problemas".
El resultado de las elecciones de noviembre es, posiblemente, aún más desastroso para la democracia que el del 2000, porque el Partido Republicano se quedó con el dominio de los tres poderes del Estado. Cuando Montesquieu ideó su célebre división de poderes para controlar al Leviathán estatal, advertía sabiamente que la separación de los poderes judiciales, legislativos y ejecutivos sólo podía ser efectiva, si reflejaba a clases sociales diferentes. Sin esta condición, la democracia occidental iba a ser, de hecho, como los despotismos orientales, por ejemplo, Turquía.
En Estados Unidos, hoy día, no sólo es la misma clase social que controla a los tres poderes, sino el mismo partido político, lo que invalida, esencialmente, el mecanismo de Montesquieu. Y, siendo Estados Unidos una democracia imperial, esa característica se extiende al exterior. En el reciente asesinato del supuesto terrorista de Al Quaeida, Quaed Salim Sinan al-Harethi, junto con otras cinco personas, en Yemen, desde un avión a control remoto (Predator) de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) estadounidense, Washington asume los papeles de fiscal, juez y verdugo, desconociendo, de facto, las bases fundamentales del derecho moderno y sustituyéndolas por el sistema de los escuadrones de la muerte estatales, que Israel emplea en Palestina.
El proceso estructural de erosión de la democracia formal en Estados Unidos está siendo fomentado por la falta de ética de la clase política y sus organizaciones. Cuando el Congreso, después de siete años de incapacidad para imponer una ley limitante de los donativos electorales, finalmente votó su entrada en vigor para después de las elecciones del 5 de noviembre, tanto los republicanos como los demócratas establecieron inmediatamente mecanismos para invalidar los efectos de la nueva ley. Por ejemplo, Terry McAucliffe, el presidente del Comité Nacional del Partido Demócrata convocó hace dos semanas a los más aguerridos lobbyistas del Partido a un cónclave secreto en Washington, para decirles que esa "reforma de donativos electorales es esencialmente basura" y que deberían conseguir todo el dinero posible en los años 2003 y 2004.
Con una clase política de este tipo, ni siquiera la raquítica democracia formal puede funcionar.