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Internacional

9 de octubre del 2002

La política exterior norteamericana:
Bush o el estupor del criminal de guerra

Higinio Polo
El Viejo Topo

"Matamos en nombre de elevados ideales y en defensa de preciados bienes,
matamos para salvaguardar el orden de la convivencia humana.
No se puede matar de otra manera. Somos cristianos, poseemos sentimiento de
culpa, hemos sido educados en la cultura occidental. Nuestra historia, antigua y
reciente, está llena de matanzas colectivas, pero bajamos la voz y la cabeza,
y hablamos de ello con sermones y con reprimendas, no podemos evitarlo,
éste es el papel que nos toca desempeñar."
Sándor Márai, El último encuentro.

Las palabras de Sandor Márai parecen escritas a propósito de la política exterior de Washington, en la actual etapa de George W. Bush o en anteriores presidencias norteamericanas, aunque es obvio que ningún responsable del gobierno estadounidense aceptaría que le fuesen aplicadas a su país. Tampoco admitirían ningún sentimiento de culpabilidad ante la evidencia de las matanzas perpetradas por los Estados Unidos de América, y, tal vez por ello, no dejan de mostrarse asombrados de que, una década después del colapso soviético, todavía persista la resistencia a su dictado imperial. Los dirigentes norteamericanos corren así el riesgo de caer en el estupor del legionario, porque conscientes de su poder, seguros de contar con el favor de Dios, convencidos de la superioridad del capitalismo en la historia de la evolución humana, educados en la razón de la fuerza, se presienten cercados por esa paradoja que les asalta en su acción imperial y no entienden la contumacia y la resistencia de sus enemigos a ser gobernados por la civilización del liberalismo depredador, como si el mundo ignorase que ningún otro sistema político ha sembrado más muerte y sufrimiento social que el capitalismo realmente existente.
Dios bendiga a América. Así terminaba George W. Bush uno de sus discursos al país, tras los atentados terroristas que habían golpeado a los Estados Unidos en septiembre de 2001. El horror y el apocalipsis desatados en dos ciudades les llenaba de estupor e impotencia, sin que en un primer momento los norteamericanos fueran capaces de comprender su significado y sus consecuencias. La trama de la conspiración, la obscenidad de la muerte que ponía para siempre en sus retinas el momento glacial del avión entrando, con el estruendo de un huracán asesino, en los rascacielos neoyorquinos, la espeluznante escena de los suicidas que se lanzaban hacia la muerte desde las Torres Gemelas, el humo y el polvo ganando las calles, el rictus de dolor de los heridos, la desesperación de los que habían perdido a un ser querido, todo eso, mostraba la indefensión del ser humano inocente golpeado por la muerte absurda, ciega e imprevista, pero -también- ocultaba su propia codicia destructora como país y la persistente indiferencia social ante el sufrimiento de los demás que ha acompañado la vida norteamericana en el último medio siglo.
Nada puede justificar la barbarie de los atentados del 11 de septiembre, como nadie puede alegrarse por la destrucción y por la muerte, y, aunque es difícil entender la lógica de ese fanatismo que ha incendiado el odio y sembrado las cicatrices implacables de la venganza, como es difícil entender la racionalidad de quien está dispuesto a morir y a llevar a la muerte a personas inocentes a las que no conoce y contra las que nada puede tener, es indudable que una de las claves se encuentra en una política imperial que ha sembrado agravios y sufrimiento por doquier. No importa si los autores de los atentados de septiembre fueron la red de Osama Ben Laden, o unos talibán afganos o una secreta conspiración: entre otras cosas porque, ahora, lo relevante es comprobar el contraste entre la indiferencia ante el dolor ajeno que ha mostrado la sociedad norteamericana y la dolorida sorpresa ante las propias heridas. Hay que recordar que el presidente Clinton no dudó en apoyar al sanguinario régimen de los talibán afganos, y que el supuesto inspirador de los atentados suicidas fue una criatura creada por la CIA para utilizar el terrorismo contra los soldados soviéticos: ese contraste feroz explica que los Estados Unidos de América, un país orgulloso y altivo, fueran incapaces de contemplar las escenas de los bolsones blancos de cadáveres aguardando los furgones mortuorios, y que su gobierno censurara esas imágenes de espanto para que los ciudadanos no contemplaran su propio rostro herido.
Dios bendiga a América, decía Bush, pero ni su congoja ni su tosquedad podían conmover al mundo: es revelador constatar que, a la hora de reflexión en su momento de mayor dolor -viendo las ruinas humeantes de dos rascacielos-, los norteamericanos no se hayan dignado recordar que su país borró de la faz de la tierra a Hiroshima y a Nagasaki, sin que a su presidente Truman le temblara la voz al ordenarlo. Aquellos japoneses, que no tenían detrás al Dios de América para protegerlos, eran también ciudadanos civiles inocentes, aunque algunos hubiesen cometido la ignominia de celebrar el Tora, tora, tora de Pearl Harbor. Como también es significativo comprobar que apenas recuerdan a los millones de muertos, asesinados por sus soldados en Corea, o en Vietnam. Seguramente nadie ha explicado a los norteamericanos cómo su presidente Nixon ordenó borrar del mapa la capital vietnamita: Hanoi debía desaparecer bajo las bombas de los B-52 en el bombardeo de la Navidad de 1972. Es probable que tampoco puedan comprender cómo se sentían los campesinos vietnamitas abrasados en los arrozales, o viendo a sus niños reventar por las minas norteamericanas esparcidas en la bahía de Halong. Los miles de muertos, el horror sembrado por el napalm entre sus habitantes, era entonces para la mayoría del pueblo norteamericano una nota de tinta en los periódicos, aunque la América decente rompiese con sus voces el silencio de los cobardes. Por eso, hoy, un año después, deberían recordar el dolor de los habitantes de la ciudad de Panamá bombardeada por sus aviones, o deberían saber que el siniestro sonido de los rotores de los helicópteros que arrasaban Hanoi se parecía mucho al ruido de la destrucción en Nueva York. Pero, para los norteamericanos, hasta el 11 de septiembre, el dolor pertenecía a otros y siempre estaba lejos.
Educados en una orgullosa superioridad, en el altivo desprecio al sufrimiento ajeno, es harto improbable que ahora los norteamericanos comprendan cómo podía ser la vida en las ruinas calcinadas de Beirut, o que intuyan que las acciones terroristas organizadas por la CIA estaban incubando también el huevo de la serpiente terrorista que ahora parece atenazarles y asombrarles, si creemos sus doloridos lamentos por unos ataques a su juicio incomprensibles. La seguridad y la distancia les ha impedido comprender cómo se sentían los habitantes de Belgrado bajo las bombas norteamericanas, y no les ha dejado percibir el añadido agravio de la indiferencia ante los familiares de los periodistas asesinados en el edificio de la televisión yugoslava bombardeado por la OTAN, ni comprender la rabia y el dolor de los habitantes de Bagdad que pudieron leer las declaraciones de aquel arrojado piloto de combate norteamericano cuando, después de escupir la muerte sobre la capital iraquí, confesaba admirado que Bagdad "parecía un árbol de navidad". Tal vez ahora, tras haber superado la parálisis y retirado el polvo que cubrió Nueva York, los ciudadanos neoyorquinos recuerden las celebraciones victoriosas que festejaban a Norman Schwarzkopf, el general que arrasó Irak, cuando sus soldados desfilaban por la Quinta Avenida entre sonrisas, bajo toneladas de confetis lanzadas desde los rascacielos, sin que a nadie le importase la muerte de los pobres soldados iraquíes enterrados vivos en la arena del desierto. Tal vez ahora los norteamericanos entiendan cómo pueden sentirse las madres palestinas viendo desde hace medio siglo cómo sus pobres campos de refugiados siguen siendo el escenario de la desesperación y del olvido. Porque, pese a sus heridas del 11 de septiembre, los norteamericanos deben saber que ningún otro país ha utilizado el terrorismo de forma semejante a como lo ha hecho Estados Unidos: para Washington ha sido un recurso constante en su política exterior a lo largo de medio siglo.
Esa tradición intervencionista, y la impunidad conseguida en la última década, después de la desaparición de la URSS, explica que altos funcionarios que elaboraron programas terroristas, en Nicaragua o en Cuba, en Indonesia o en Chile, continúen con su trabajo habitual. Hace apenas unos meses, en una base de la CIA en Honduras, un equipo forense encontró en una fosa común los despojos de personas torturadas y asesinadas en la década de los años ochenta: en esos años, el embajador norteamericano era John Negroponte, que hoy es el representante de su país ante la ONU que exige colaboración internacional en la lucha contra el terrorismo. Es apenas un ejemplo, pero muestra la continuidad de la política exterior norteamericana y el hecho de que Negroponte, como otros muchos dirigentes norteamericanos, profesionales de la muerte, curtidos en la complicidad o en la planificación de las matanzas en América Central o en otros territorios, permanecen siempre a salvo tras la tranquilidad de los gabinetes que nunca tienen necesidad de ensuciarse las manos. De hecho, no son individuos que crean estar actuando como vulgares asesinos, y, sin duda, tienen un alto concepto de sí mismos y de su misión civilizadora, y hasta creen estar luchando por la libertad en un mundo donde abundan los peligros. Si hemos de juzgarlo por sus memorias, Kissinger se cree un benefactor y un hombre de Estado, y el siniestro general Norman Schwarzkopf, o el general Clark de los bombardeos contra Yugoslavia, declaran que hicieron todo lo posible para evitar el uso de la fuerza y la guerra. Casi no importa que se descubran las mentiras, o que sean denunciadas por organizaciones de derechos humanos, porque sus palabras se pierden en la maraña creada por las decisiones del gobierno norteamericano y sucumben en la información sesgada de los grandes medios de comunicación occidentales. Apenas existe algo más que lo que muestra la máquina de guerra y propaganda norteamericana, de manera que los vendedores de mentiras se convierten en las principales fuentes de información.
La continuidad de la política exterior norteamericana y el desenlace de la guerra fría han sancionado una de las grandes mentiras del final del siglo XX, que postulaba el carácter intervencionista y de apoyo al terrorismo de la antigua Unión Soviética, con pistas búlgaras o acusaciones de financiación y complicidad, frente a una supuesta defensa por Washington de la libertad y la democracia, y que ha convertido la derrota soviética en la demostración de la bondad del intervencionismo militar norteamericano, y ello pese a que un examen de la política exterior de ambas superpotencias revela que ha sido Washington, con gran diferencia, quien más ha intervenido fuera de sus fronteras, y que todos los presidentes norteamericanos a lo largo del último medio siglo deberían ser juzgados como criminales de guerra. Pero esa burda decisión de gabinete de propaganda se ha convertido en una verdad asumida por los medios de comunicación -y por muchos de los periodistas que trabajan en ellos- al extremo de que ni siquiera se interrogan hoy sobre su exactitud.
La historia de las últimas décadas de la política exterior norteamericana es un relato de matanzas ignominiosas, que han permitido desmantelar importantes movimientos populares en cuatro continentes. Es indudable que el estupor de los criminales de guerra que dirigen la política exterior norteamericana nace de la dificultosa metabolización al comprobar que, pese a las derrotas populares y pese a los medios derrochados por el poder norteamericano, pese a las matanzas y a la demoledora evidencia del hundimiento de la URSS, no han desaparecido los movimientos populares, sino que continúan vivos y pugnan por levantarse en distintos lugares del planeta, empezando a tejer un nuevo desafío. Ese desafío tiene dimensiones históricas, pero no en la dirección trazada por Kissinger o Hungtinton, y pone además de manifiesto que la cultura y el predominio norteamericanos no están asentados en la defensa de las instituciones representativas o en el concepto de libertad personal y colectiva sino en el de la exclusión, la explotación y el dominio: no en vano Estados Unidos ha crecido no sólo al amparo de la búsqueda de la felicidad consagrada en su constitución, sino también en la segregación representada por el joven esclavo negro que Thomas Jefferson tenía para su satisfacción sexual, en la rapiña sobre América Latina o en la ferocidad de Truman lanzando bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki.
Es verdad que muchas veces a los Estados Unidos no les ha resultado dificultosa la demonización de dictadores como Sadam Hussein, o de caudillos nacionalistas como Milosevic, cuando no el recurso a las huellas de Stalin, pero también es indudable que su empeño oculta el interesado silencio sobre la actuación de los presidentes norteamericanos. ¿Han sido éstos gobernantes justos, estadistas que se han empeñado en la búsqueda de la libertad y que han dirigido a su país con una política exterior de inspiración democrática? Veámoslo. Desde el final de la segunda guerra mundial, los Estados Unidos han bombardeado, con diferentes pretextos, en Corea, Indonesia, Guatemala, Congo, Vietnam, Laos, Camboya, Granada, Líbano, Libia, Nicaragua, El Salvador, Panamá, Somalia, Irak, Sudán, Yugoslavia y Afganistán, por no remontarnos a los bombardeos en la China de la guerra civil de los comunistas con el Kuomintang o a la organización de acciones terroristas encubiertas, como el atentado contra el avión regular de Cubana de Aviación, el 6 de octubre de 1976, en el que murieron sus 76 pasajeros, o la colocación por la CIA de un camión-bomba, en Beirut, en 1985, que causó ochenta muertos y doscientas cincuenta heridos. Son hechos demostrados. Como está demostrado que el criminal bloqueo norteamericano a Irak ha causado, según datos de la ONU, la muerte de un millón de personas desde 1991, y que lleva cada año a la tumba a 60.000 niños iraquíes, víctimas de la malnutrición y de las enfermedades, que se añaden a la mortalidad regular del país, en un país que antes tenía acceso a medicamentos y a la importación de alimentos suficientes para su consumo. Una catástrofe semejante, aunque de menores dimensiones, ocurrió también en Yugoslavia, donde los bombardeos norteamericanos y de la OTAN arrasaron centenares de escuelas, hospitales, fábricas y centros productivos, además de causar numerosas víctimas civiles. Esa y no otra ha sido la acción exterior de los presidentes norteamericanos.
A ello debe añadirse el sistemático recurso al empleo de mercenarios, el sostén de regímenes sanguinarios -como los de Suharto, Mobutu, Franco, Trujillo, Marcos, Videla, Pinochet y tantos otros-, la organización de escuadrones de la muerte, la planificación del terror en instituciones como la Escuela de las Américas, el recurso constante a la tortura y el asesinato, o el inicio de la siniestra etapa de los "desaparecidos". En muchas ocasiones, Estados Unidos ha invadido también los países citados o ha preferido el uso de testaferros o la creación y apoyo de ejércitos mercenarios, como en Angola, Mozambique, Nicaragua o Afganistán. Eso nos lleva a una constatación: los Estados Unidos son el único país que ha bombardeado territorios en cuatro continentes y, con mucha diferencia, el Estado que más víctimas civiles inocentes ha masacrado en el último medio siglo. Las justificaciones de esas intervenciones imperialistas, tal y como muestran las discusiones del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas a lo largo de las últimas décadas, se han basado en la supuesta defensa de la libertad o en la directa falsificación o la mentira, como en el supuesto ataque vietnamita en la bahía de Tonkín, ataque que nunca tuvo lugar pero que justificó el inicio de la agresión en el sudeste asiático. No es exagerado afirmar, si atendemos a los cuatro millones de muertos en Corea o los tres millones de vietnamitas asesinados, si reparamos en su complicidad en las matanzas indonesias, que la bandera de la libertad enarbolada por los Estados Unidos en cuatro continentes chorrea sangre.
Está por escribirse el recuento sistemático de la acción norteamericana, pero sabemos que, bajo la presidencia de Kennedy, una de las recomendaciones de un informe de los consejeros militares norteamericanos enviados a Colombia instruía con precisión: "Si es necesario, realícense actividades paramilitares, de sabotajes y/o terroristas contra conocidos partidarios del comunismo". Sabemos que, con Carter, al tiempo que la diplomacia condenaba las matanzas en Timor Oriental, su gobierno apoyaba la represión indonesia y enviaba armamento que sirvió directamente para realizar un genocidio en el que murieron 200.000 personas. Sabemos que con George Bush tuvieron lugar los mortíferos bombardeos sobre la población civil en Panamá o la feroz campaña del desierto contra Irak. Sabemos que Clinton prosiguió los bombardeos sobre Bagdad, se implicó en la guerra yugoslava, mantuvo la complicidad en las matanzas en Timor oriental, y organizó el inhumano bloqueo sobre Irak. La constatación empírica de que todos los presidentes norteamericanos, desde Truman hasta George W. Bush, pasando por Eisenhower, Kennedy, Johnson, Nixon, Ford, Carter, Reagan, George Bush o Clinton, han bombardeado países y poblaciones civiles, haciéndose responsables de la comisión de crímenes de guerra, muestra que ese es el hilo conductor de la política exterior norteamericana y no la defensa de la democracia y de la libertad.
Todas esas atrocidades están documentadas, como lo está el hecho de que los Estados Unidos han sido condenados por acciones terroristas por el Tribunal Internacional, o que Washington se ha embarcado en guerras de agresión y ha violado en numerosas ocasiones las leyes internacionales y las normas de la Convención de Ginebra, aunque los profesionales de la defensa del imperio americano no duden en acusar de "antiamericanismo primitivo" a quienes denuncian el horror y las matanzas. Washington cava una trinchera de estupor alrededor del corazón herido de sus propios criminales de guerra -a los que les cuesta comprender que algunos de sus enemigos actúen con su misma ferocidad-, seguros como están de la razón de su fuerza, evitando responder a las denuncias o negando los fundamentos y los objetivos de un poder imperial que pone en peligro al mundo, y pasando por alto la continuidad de una acción política exterior que aplica la lógica destructora del aniquilamiento y la siembra de sal en las heridas de los enemigos, al servicio de un programa de dominación planetaria que, si bien tiene una formulación y un contexto distintos en los inicios del siglo XXI, recoge en lo fundamental el utillaje intelectual engrasado desde el discurso de Fulton, activado fuera del continente americano desde los bombardeos a poblaciones civiles justificados por la necesidad de la victoria en la segunda guerra mundial y que llegó a mostrar después su rostro más torvo con las palabras del general MacArthur reclamando el lanzamiento de bombas atómicas sobre la China comunista.
Esa política exterior, aplicada sin las limitaciones del pasado desde la desaparición de la Unión Soviética, se ha lanzado abiertamente a una política de guerra y de dominación económica que pone al mundo ante la catástrofe de un nuevo totalitarismo al que su propia fortaleza y la debilidad de las instituciones internacionales convierte en más peligroso y más ciego. Y no sólo en la definición de su propia política exterior: el informe del año 2002 del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo Humano (PNUD) constata que tanto en el Banco Mundial como en el Fondo Monetario Internacional apenas siete países capitalistas, con los Estados Unidos en primer término, tienen toda la capacidad de decisión sobre las opciones económicas que afectan a centenares de millones de habitantes del planeta, en el interior de sus países.
Así se ha llegado al 11 de septiembre. Una aventurera definición del estado del mundo lleva a Washington a mantener la tesis de que determinados estados, como Irán, Irak o Corea del Norte, son estados delincuentes o terroristas, y a su Departamento de Estado a ofrecer dos argumentos justificativos para sus preparativos de guerra: esos países mantienen programas nucleares y apoyan a diversos grupos terroristas. Sin embargo, pese a la propaganda, Corea del Norte no tiene relación con organizaciones terroristas y ni tan siquiera Bush ha podido acusarla en ese sentido; por su parte, Irak no mantiene programas nucleares, e Irán se limita a las aplicaciones pacíficas de la energía nuclear. En cuanto a vínculos con el terrorismo, es cierto que tanto Irak como Irán mantienen lazos con grupos que han cometido acciones terroristas, pero Washington pretende ignorar que eso no los diferencia de su propia actuación, ni justifica preparativos de guerra. ¿Por qué razón debe el mundo aceptar esas acusaciones y amenazas, esa deriva belicista, procedentes del país que mantiene los más agresivos programas nucleares, que ha abandonado los tratados de limitación nuclear firmados con la URSS, que es el único que ha lanzado bombas atómicas contra la población civil, y que mantiene evidentes contactos con grupos terroristas, hasta el extremo de que muchos de ellos han surgido precisamente de la política exterior de Washington?
Pero, tras el 11 de septiembre, el gobierno norteamericano, armado con la ira del dios del viejo testamento judío y cristiano, que lo hace más peligroso, más vengativo, prepara la guerra, aunque todavía hoy, Washington deba mostrar al mundo las pruebas que aseguraba tener sobre la responsabilidad de los autores de los atentados de las Torres Gemelas. Aunque las cancillerías y los organismos internacionales no ignoran que tampoco, si las poseyera, podría justificar con ellas el bombardeo de un país, ni el aniquilamiento de poblaciones civiles, como no podía justificar su invasión militar de Afganistán el hecho de que el régimen talibán fuese particularmente odioso o que existiesen campos de entrenamiento terrorista en Kabul. Siguen sin ofrecer las pruebas. Y no hay duda de que su sospechoso silencio y el transparente indicio de que Bush ignore interesadamente los informes independientes sobre la verdadera dimensión de la fuerza militar iraquí, indican que la guerra se acerca.
Medio siglo de política exterior norteamericana se encuentra ahora con Bush, un presidente de escasos recursos intelectuales, que, como ha indicado Edward W. Said, está rodeado de un grupo de políticos extremadamente corruptos, como Powell, Rice o Rumsfeld, que abanderan la lucha contra el terrorismo, en Asia central o en Oriente Medio, y que limitan la libertad en los propios Estados Unidos, al tiempo que estimulan recientes golpes de Estado como en Venezuela, acongojados por un mundo convulso, reclamando el acatamiento a sus intervenciones exteriores, la colaboración internacional para la persecución de sus enemigos, sin por ello dar cuenta a las instituciones mundiales, sin aceptar las leyes internacionales, exigiendo el "derecho a la legítima defensa" y a responder a posibles amenazas contra su país. El estupor del criminal de guerra y el recurso a la fuerza muestran, otra vez, el desprecio hacia el sufrimiento ajeno que envenena la vida norteamericana, y parece recordarnos de nuevo las palabras de Sándor Márai: "Matamos en nombre de elevados ideales y en defensa de preciados bienes, matamos para salvaguardar el orden de la convivencia humana", aunque es probable que la congoja mostrada por Bush anuncie el nacimiento de un peligroso totalitarismo, envuelto en la tradicional doblez de la política exterior del imperio norteamericano, en la hipocresía que -nos dice el Yorick de Sterne- oculta siempre la ignorancia y la crueldad.