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Internacional

1 de octubre del 2002

EE.UU.: Cuando hablan los nenes

John Chuckman
YellowTimes.org, 26 de septiembre
Traducido para Rebelión por Germán Leyens

He escrito anteriormente que gran parte de la política exterior de EE.UU. es determinada por actitudes y políticas interiores, en una sociedad motivada por las fantasías de adultos que no quieren llegar a crecer, en serlo por las complejas realidades del mundo.
¿Cómo se puede explicar de otra manera la naturaleza perversa y destructora de tantas de las intervenciones de EE.UU. en el mundo después de la Segunda Guerra Mundial? EE.UU. es como un chico inmenso, irreflexivo que patea colonias de nidos de pájaros, destruye vidas y comunidades, sin darse cuenta de mucho más que de lo bien que lo ha pasado haciéndolo.
Mientras tanto, donde tanto poder podría haber realmente logrado algo valioso, en general, no lo ha utilizado. Me refiero a los repetidos genocidios que han ocurrido en el último tercio del Siglo XX; sin utilizar a la ligera la palabra genocidio como lo hacen a menudo en EE.UU., sino para describir el masivo, sangriento, horror infligido a una clase o a un tipo de personas, como en Indonesia, Camboya y Ruanda –en ninguno de ellos EE.UU. alzó siquiera un dedo.
Los ríos de Indonesia se enrojecieron y engrosaron con sangre al terminar el régimen de Sukarno, pero el gobierno de EE.UU. pensó que estaba perfectamente bien ya que los que eran degollados en masa eran presuntos miembros del Partido Comunista.
La agonía de Camboya, producida por la desestabilización provocada por EE.UU. con sus invasiones y bombardeos secretos durante la Guerra de Vietnam, también estuvo bien porque sólo demostró la inhumanidad de los comunistas y la validez de la paranoica "teoría del dominó," y fue la intervención de Vietnam, agotado por la guerra, lo que felizmente terminó con los "campos de la muerte".
No hay ninguna coherencia en todo esto. En un genocidio, estaban matando comunistas. En el otro, eran los comunistas los que estaban matando. Tal vez el Departamento de Estado tomó en serio la línea de Emerson de que una "insensata coherencia es el duende de las mentes pequeñas." La misma filosofía prevaleció, sin duda, en los diferentes casos en los que EE.UU.
derrocó a democracias poco amistosas e instaló a matones brutales que eran amigos suyos. EE.UU. sólo gusta de democracias que producen resultados aceptables.
La coherencia se vio en la actitud hacia Ruanda. Después de todo, se trataba de África, y ¿y a quién diablos le importa África? Hay numerosos aspectos perversos y que no son ampliamente comprendidos en esta relación entre los asuntos externos y las actitudes y políticas interiores. Uno de los más interesantes me fue sugerido por una observación de pasada en una carta de un lector en Holanda: los estadounidenses no pueden siquiera mantener la paz y el orden en sus propias ciudades; ¿qué los hace pensar que sean capaces de hacerlo en alguna otra parte? Por cierto, eso podría explicar la filosofía de "nosotros destruimos, ustedes reconstruyen lo mejor que puedan", que es tan característica de las intervenciones de EE.UU. El gran nene puede subirse a su avión supersónico y, casi como apretando los botones de un hermoso juego de vídeo, provoca fogonazos y bocanadas de humo que se elevan de minúsculas estructuras por ahí abajo, con puntitos aún más pequeños, como hormigas, que salen corriendo en todas direcciones. Algunos estadounidenses son capaces de conjurar bastante interés. Además, se puede llegar a ser calificado de héroe por hacerlo.
La inmensa arrogancia de una expresión como "cambio de régimen" se pierde en EE.UU. Gran parte del mundo, en la visión estadounidense, parece estar formado simplemente por guetos destartalados, feos, dirigidos por pandillas que ni siquiera, en todo caso, saben hablar inglés.
¿Quién se va a quejar si reventamos a algunos? Es el mundo tal como lo ven los habitantes en los lujosos suburbios de las ciudades de EE.UU. que andan conduciendo sus brillantes, todo-terreno de cuatro toneladas, de "urbanizaciones cerradas" a centrales corporativas cerradas, sin interés en las escenas que ocurren entre una isla de seguridad y la otra. Todos esos "asuntos" entremedio podrían igual estar en China, o Egipto, o Irak.
EE.UU. es un país que casi no tiene experiencia propia de la guerra, con la excepción de la Guerra Civil, y eso fue hace mucho tiempo y se limitó bastante a una región del país. EE.UU.
nunca ha visto una ciudad reducida a escombros como Berlín o Tokio después de la Segunda Guerra Mundial, poblada de fantasmas que circulan desesperados, tratando de encontrar algún pedazo de algo útil o comestible. Nunca ha tenido que ver con millones de personas desplazadas que lo han perdido todo, incluso sus papeles. O no ha tenido que soportar un sitio como el de Leningrado, donde decenas de miles de cadáveres congelados estaban amontonados como troncos en las calles, mientras los vivos quedaban reducidos a condiciones como en la Edad de Piedra. Por cierto, nunca ha sufrido las implacables violaciones y el pillaje de un ejército extranjero que arrasa sus ciudades y pueblos. Nunca ha tenido que enterrar a millones de los suyos.
Incluso en el gigantesco trastorno de la Segunda Guerra Mundial, la pérdida de vidas estadounidenses fue sólo la mitad de uno por ciento de los cincuenta millones de víctimas mortales.
Así que, cuando se decide bombardear los hogares y las fábricas de otros, asesinando y mutilando a miles de personas lejanas, la mayor parte de los estadounidenses no tiene experiencia alguna. Es todo un poco abstracto; decidir es la tarea de los políticos.
Inmersos en preocupaciones como si van a encontrar la muñeca deseada para la pequeña Kaitlyn en su cumpleaños, se muestran poco inclinados a imaginar cómo sería si el piso se estremeciera cientos de veces mientras aúllan las bombas y los vecinos mueren. ¡Qué diablos!, ¿quién se pone a pensar en cosas así después de un duro día en la oficina? Otro aspecto interesante de esta relación entre la política extranjera y los asuntos internos, refleja la actitud de EE.UU. hacia su propio gobierno nacional. Básicamente, desde los comienzos de la nación, los estadounidenses han odiado la idea de un gobierno nacional. Los estadounidenses jamás hubieran vencido en la Guerra Revolucionaria sin la inmensa ayuda de los franceses. Muchos observadores contemporáneos nos relatan lo indiferentes que se habían vuelto los estadounidenses ante los eventos en los últimos años. M. Duportail escribió que había más excitación en los cafés de París sobre la Revolución Americana de lo que vio en EE.UU.
Washington pasó la mayor parte de su tiempo escribiendo desesperadas cartas pidiendo ayuda, cartas que a menudo fueron ignoradas.
La causa inmediata de la Revolución Americana, la imposición de impuestos por Gran Bretaña para ayudar a pagar sus inmensos gastos para vencer contra los franceses en la Guerra de Siete Años (también conocida como la Guerra de Francia con los Indios), una guerra que benefició inmensamente a los colonos estadounidenses, reflejó el odio de los colonos contra el pago de impuestos. Poco ha cambiado en dos siglos y un cuarto. Hay muchos estadounidenses que consideran Washington como una capital distante de un poder ocupante romano.
En una cosa han madurado desde la Revolución: están dispuestos a pagar impuestos para las fuerzas armadas, aunque no mucho más que eso.
Esta extraña disposición tiene un profundo efecto en los asuntos externos. En circunstancias en que tantos estadounidenses tienen poco interés en los eventos en el exterior y poco interés en el gobierno nacional, queda mucho campo para "maniobras" para el establishment del poder de la nación. Sus acciones no están efectivamente sujetas al tipo de escrutinio que se podría esperar en un país ostensiblemente democrático. Es una razón por la que un país que tiene tantas de las características de una democracia es capaz del tipo de cosas vergonzosas en el exterior, que uno esperaría de oligarcas o de juntas.
Este efecto es reforzado por la manera como se financian las elecciones. Se escucha a los que pagan las cuentas, y son cualquier cosa, pero no una mayoría de los estadounidenses. Además, las fuentes más populares de información del país están en manos de un número relativamente pequeño de poderosos grupos cuyos intereses tienden a ser jingoístas e imperiales.
A menudo, sólo una intensa presión internacional impide que EE.UU. haga algunas cosas verdaderamente destructivas y estúpidas, como sucedió en más de una ocasión durante la Guerra Fría, cuando Washington estuvo totalmente dispuesto a utilizar armas atómicas. Sólo se puede esperar que la presión internacional haya sido suficiente para impedir que la mediocridad moral e intelectual que ahora ocupa la Casa Blanca lance una acción cuyas consecuencias a largo plazo pueden ser igual de terribles e implacables como las causadas por el uso de armas atómicas.



John Chuckman es ex economista jefe de una gran compañía petrolera canadiense. Tiene muchos intereses y es un estudiante de la historia de toda la vida. Escribe con un deseo apasionado de honestidad, de la vigencia de la razón, y de preocupación por la decencia humana. No es miembro de ningún partido político y lo ofende lo que ha sido llamado "la cultura de la queja" de EE.UU. con su costumbre de reducir todo tema de importancia a una discusión improductiva entre dos grupos, simplistamente definidos. John está orgulloso de haber abandonado EE.UU. cuando era un joven pobre del lado Sur de Chicago cuando el país se lanzó al inútil asesinato de unos tres millones de vietnamitas en su propio país porque habían adoptado decisiones económicas inaceptables. Vive en Canadá, que gusta de llamar "el reino de la paz".
Su correo es: jchuckman@YellowTimes.org