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Internacional

15 de octubre del 2002

USA: el Estado delincuente

Higinio Polo

La definición que hizo el viejo Chesterton sobre lo que es un liberal -"podría ser definido aproximadamente como un hombre que, si pudiera hacer callar para siempre a todos los que engañan a la humanidad con sólo mover su mano en un cuarto a oscuras, no la movería"- puede aplicarse perfectamente al presidente de los Estados Unidos de América, aunque George W. Bush ha llegado incluso más lejos que el liberal de Chesterton, mintiendo él mismo de manera desvergonzada ante el mundo. Lo hace sabiéndose acompañado de un gobierno que está compuesto por un puñado de políticos corruptos que no dudan ante el vértigo de la guerra y que amenazan al mundo con la soberbia de las armas: George W. Bush tiene notorias limitaciones intelectuales para ser un estadista, pero no deja por eso de ser un hombre peligroso, porque preside un Estado delincuente.
El pretexto de la lucha contra el terrorismo esgrimido por Bush, y la utilización en las relaciones internacionales de arbitrarios criterios para juzgar, como muestra en el caso de Israel, está sirviendo al gobierno norteamericano para iniciar un camino totalitario cuyas consecuencias pueden ser muy peligrosas para el resto del mundo. Porque cuando Washington acusa a Irak o a Corea del Norte, tal vez Irán, del desarrollo de armas de destrucción masiva, está indicando sus próximos objetivos militares. No hay límites para su ambición. Es revelador que la potencia que acumula el mayor poder de destrucción del planeta, que el país que más se enriquece con la venta de armamento, superando a cualquier otro, sea el que exige a pequeños países como Irak o Corea, que tienen ridículos intercambios en ese campo, que pongan fin a la exportación de material bélico. Con esa acción, Estados Unidos busca una peculiar forma de desarme unilateral: pretende seguir aumentando su propio poder militar al tiempo que exige el desarme de los demás. No busca la paz: exige la sumisión.
Esa situación de emergencia que está revelándose ante el mundo con las nuevas amenazas de guerra sobre Irak, apenas oculta el desmedido afán de dominio imperial de Washington, más amenazante que en el pasado porque los Estados Unidos de América se están convirtiendo en un Estado delincuente. Un estado que se cree con legitimidad para cambiar por la fuerza los gobiernos de aquellos países que no sean de su agrado, a sabiendas de que así destruye la Carta de las Naciones Unidas. Se está transformando en un Estado delincuente que miente en los organismos internacionales y engaña a sus aliados; que crea oficinas para la intoxicación de la opinión pública mundial, para propagar la mentira. Un Estado que ignora a las instituciones internacionales, cuando así lo considera, como en el caso del Tribunal Penal Internacional, o que sabotea los acuerdos alcanzados para la conservación del planeta, pese a ser el país que más pone en peligro su existencia. Un Estado cuya industria, dirigida con una peligrosa ceguera y falta de escrúpulos, es la mayor contaminante del mundo. Un Estado que es capaz de organizar provocaciones, como en el reciente avión de espionaje sobre China, o como hicieron años atrás con la abyecta mentira del incidente del golfo de Tonkín, para justificar su intervención en Vietnam. Un Estado delincuente que arrasa países e instala a señores de la guerra como dictadores, como en el caso de Karzai en Afganistán. Un Estado delincuente que ha recurrido incluso a la organización de atentados terroristas, con el camión-bomba de Beirut en 1985, que causó una matanza de civiles, y a la organización de grupos de bandidos dispuestos a sembrar el terror, sea la contra nicaragüense o los muyahidin de Ben Laden, entre otros muchos.
¿De qué otra forma podríamos definir a un Estado que viola su propia legislación y que vulnera los tratados de comercio? ¿Cómo caracterizar a un país que ya ha sido condenado por acciones terroristas en el tribunal de La Haya, aunque su poder haya dejado la sentencia en una condena moral? ¿Cómo puede interpretarse la vulneración norteamericana de la legalidad internacional y de las Convenciones de Ginebra sobre la guerra? ¿Cómo podríamos cerrar los ojos ante los presos encerrados en las jaulas de Guantánamo? Esas jaulas de Guantánamo que recuerdan al Vietnam del penal de la isla de Con Son, donde los militares norteamericanos instalaron las siniestras "jaulas de tigre", que eran celdas sin techo de cuatro metros cuadrados, vigiladas desde arriba, en cada una de las cuales hacinaban a tres o cuatro prisioneros vietnamitas. Esas jaulas son también la huella que nos muestra al Estado delincuente.
Porque, pese a las lamentaciones de Bush ante el peligro terrorista, debe recordarse que los propios Estados Unidos no han dudado en recurrir al terrorismo, tanto en su forma de acciones encubiertas, como en el empleo directo de la fuerza militar: ¿acaso puede calificarse de otra forma el bombardeo en los últimos meses de poblaciones civiles, como ha ocurrido en Bagdad, Basora o Kandahar, por no remontarnos a Belgrado, Panamá o Vietnam? No es un inocente azar que Washington sea responsable de indiscriminadas matanzas recientes, como la perpetrada en una boda afgana en Kakarak, el pasado mes de julio; o como la ejecutada en la cárcel de Mazar-i-Sharif, también en Afganistán; o como la matanza cometida en Miazi Jala, el pasado mes de diciembre; por no recordar matanzas anteriores, como la de Korisa en Yugoslavia, o como la deliberada destrucción del tren yugoslavo de pasajeros civiles, o la voladura de la televisión y el derribo de la embajada china por los bombarderos norteamericanos, en Belgrado. Solamente en Afganistán, las organizaciones de derechos humanos hablan de miles de víctimas inocentes, muertas en bombardeos norteamericanos indiscriminados. ¿Cómo podríamos, en fin, calificar de otra forma que no fuese como terrorismo de Estado la complicidad de Washington en el reciente intento de golpe de Estado en Venezuela, que podría haber arrojado al país a la guerra civil o a la dictadura?.
La guerra es terrible, pero estremece comprobar que Estados Unidos es un Estado delincuente que ha sido capaz de organizar la matanza de centenares de prisioneros en la cárcel de Mazar-i-Sharif, bombardeándolos pese a su indefensión. Conmueve saber que han fusilado a prisioneros desarmados, vulnerando hasta las feroces leyes de la guerra. Aterra saber que los soldados norteamericanos hayan sido capaces de mirar, impasibles, cómo los guerreros de sus protegidos señores de la guerra afganos ametrallaban contenedores industriales repletos de prisioneros: la prensa francesa ha publicado espeluznantes relatos sobre contenedores que chorreaban sangre, repletos de cadáveres. La guerra es terrible, pero los crímenes cometidos no son ninguna invención de enfermizas mentes antiamericanas, como le gusta pensar a la extrema derecha estadounidense. Porque todos esos rasgos nos enseñan algo más que la crueldad y la fatalidad del sufrimiento en un conflicto bélico. Esa deriva imperial de Washington, esa paulatina transformación en un Estado delincuente, ese recurso a la brutalidad de la guerra, despreciando hasta las voces de sus propios aliados para imponer una relación de vasallaje, lleva a sus últimas consecuencias la definición de una nueva política que ha abandonado la vieja disuasión de la guerra fría para abrazar lo que parece un destino manifiesto: si no era suficiente maldición el hecho de que desde el fin de la segunda guerra mundial, Estados Unidos haya sido el único país que ha esparcido sus bombas en cuatro continentes -es decir, en todos, a excepción de la deshabitada Antártida y de la lejana Australia-, ahora, el nuevo Estado delincuente quiere actuar sin ningún freno.
La emergencia del nuevo Estado delincuente se muestra en la precipitada rapiña con que ofrece el reparto del petróleo iraquí, en los manejos para imponer el retorno de la monarquía a Irak, utilizando a un príncipe jordano formado en Washington. Puede verse también en el cálculo de los costes de la guerra y en el reparto de beneficios, como ocurriera en la anterior guerra del golfo; en la inhumana frialdad de Rice o Rumsfeld, o en la acción de su presidente, Bush, que no tiene el menor reparo en citar informaciones falsas para justificar su belicismo: así lo ha hecho en el caso del informe sobre la supuesta capacidad nuclear de Irak, un informe que fue redactado hace años y que no tiene hoy valor alguno; al igual que tampoco ha dudado en mostrar a la prensa, como si fueran pruebas, fotografías tomadas por satélite que la propia ONU había desestimado por su falsedad. El Estado delincuente se muestra también en la soberbia con que portavoces de la Casa Blanca admiten que Bush está buscando pretextos para la guerra.
Para el resto del mundo, el nacimiento del nuevo Estado delincuente -cuya deriva totalitaria es mucho más preocupante que la existencia de pequeños dictadores, por siniestros que sean- crea una situación de emergencia. Bush es un señor de la guerra más peligroso que los guerreros asesinos de Afganistán, de Somalia, de Liberia o del Sudán, porque su poder es mucho mayor. De hecho, quienes todavía siguen creyendo en el mito de Estados Unidos como el país defensor de la libertad deberían reflexionar sobre la limitación de los derechos civiles en su propio territorio, o sobre el hecho de que un hombre como el ex vicepresidente Al Gore, no precisamente sospechoso de mantener posiciones izquierdistas, llame la atención sobre la deriva imperialista de su propio país; o deberían reflexionar sobre la especial circunstancia de que sean los Estados Unidos el único país del mundo -sí, el único- que ha bombardeado poblaciones civiles en decenas de países en cuatro continentes distintos. Ese peculiar amor a la libertad que con tanta frecuencia se convierte en napalm, en misiles inteligentes que arrasan ciudades, en bombas de racimo, muestra también las huellas del Estado delincuente.
Disipado el humo de las ruinas en Manhattan, la lucha contra el terrorismo se ha convertido en el pretexto para imponer el Estado delincuente, que revela la profunda depravación ética e intelectual de sus dirigentes cuando explican al mundo que van a hacer la guerra en Irak "para evitar la guerra". Si sabemos que la peor forma de terrorismo es la guerra -y no otra cosa ofrece Bush y su gobierno cuando declaran que serán beligerantes en la defensa de los intereses norteamericanos y en la imposición de su modelo de economía capitalista en todo el mundo-, los ciudadanos europeos y sus gobiernos no deberían ignorar que aceptar hoy la consolidación y el predominio de las formas del Estado delincuente, del nuevo imperialismo norteamericano, resumidas en la limitación de las libertades civiles, en la impunidad y en una agresiva actuación militar en el exterior expresada en la guerra preventiva, puede llevar al planeta a una situación de extremo riesgo, que todavía estamos a tiempo de evitar. Es cierto que no puede esperarse mucho de los gabinetes ministeriales, pero frente a la humillante sumisión de la Unión Europea, las gigantescas manifestaciones de Londres y de Roma son el camino para forjar la paz y contener la barbarie, porque el desafío es trascendental y porque no puede ignorarse que la guerra preventiva de Bush es una doctrina fascista.