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16 de mayo del 2002
La historia del golpe y la retoma del poder (III)
EE UU bendijo el golpe
Luis Cañón y Nora Martínez, Diario Panorama
Chávez comprende que debe dar a conocer que no ha renunciado. La canciller
encargada de Colombia, Clemencia Forero, celebró el ascenso de Carmona.
Más tarde se voltea la moneda. Hay que buscar a Diosdado Cabello, enconchado
en Catia, para que restituya el orden.
Al caer la noche del viernes 12 de abril, mientras Hugo Chávez
es trasladado en un helicóptero Augusta hacia el apostadero naval de
Turiamo, sus hombres se mueven con tino en el complejo ajedrez político
y militar donde se juega el inmediato futuro de Venezuela. Intentan, tras el
revés sufrido por los golpistas en la posesión de Pedro Carmona,
pasar al ataque.
Realizan varias jugadas simultáneas, como quien mueve sin darse cuenta
peones y alfiles a la vez. Un grupo de parlamentarios, encabezado por Francisco
Ameliach, se atrinchera literalmente en la sede de la Asamblea Nacional. Es
un acto simbólico: la ocupación de uno de los recintos de la democracia
clausurada. Diosdado Cabello desde Catia moviliza a los círculos bolivarianos
hacia Fuerte Tiuna, para presionar al alto mando en rebelión. Rodrigo
Cabezas saca gente a la calle en el Zulia, Didalco Bolívar, gobernador
de Aragua, empuja a sus seguidores a rodear la base de los leales en Maracay
y vitorearlos.
José Vicente Rangel ha logrado ya comunicarse con el Presidente, en una
fugaz conversación telefónica, antes de su partida de Fuerte Tiuna.
-Hugo, le dice José Vicente, es necesario que encuentres el camino para
negar tu renuncia. El país y el mundo lo deben oír de tu propia
voz.
Chávez comprende la importancia de esa solicitud. No encuentra cómo
hacerlo y decide entonces hablar con su hija María Gabriela:
-Mira mi vida, busca no sé qué periodista, quiero primero que
sepas que no he renunciado. Dile a Venezuela y al mundo que no he renunciado
ni voy a renunciar al poder que el pueblo me dio.
Sostiene, enseguida, una conversación parecida con su esposa Marisabel.
Ellas se movilizan de inmediato.
Dos muchachas, fiscales militares -cuenta Chávez-, van a visitarme antes
de partir de Fuerte Tiuna. Me hacen una entrevista muy corta, presionadas por
la presencia de un superior de ellas, comprometido en la conspiración.
-¿Cómo se siente?, me preguntan.
-Lo primero que deben escribir en su informe es que no he renunciado, les respondo.
"La muchacha escribe en su manuscrito, que estoy bien de salud, no más.
Yo firmo, firman ellas también y el coronel que las vigila. Después
una de ellas le saca una copia y agrega, debajo de su firma, chiquitico: Posdata:
manifiesta no haber renunciado. Ese papel empieza a circular por todas partes".
Aunque los hombres del Presidente aciertan en el flanco interno con los pasos
que dan, afuera la situación es crítica. Estados Unidos se pronuncia
y, de entrada, le da bendición a los golpistas.
El vocero de la Casa Blanca, Ari Fleischer, sale a la palestra la mañana
del 12 de abril. "Hubo una manifestación pacífica -dice él-.
La gente se reunió para expresar su derecho de pedir al gobierno venezolano
una rectificación. Simpatizantes de Chávez dispararon contra esa
gente y eso condujo rápidamente a una situación en la que él
renunció. Yo no hablaría -agrega Fleischer- de interrupción
consttitucional en Venezuela, sino de rectificación constitucional".
A rey caído, rey puesto.
Con ese pronunciamiento Estados Unidos coloca su sello y su firma, sin decirlo
de manera explícita, en favor del golpe. Después, sorprendido
como todo el mundo con el inesperado regreso de Chávez, da marcha atrás.
Dice, a través del embajador Charles Shapiro y de Otto Reich, secretario
de Estado asistente para asuntos del Hemisferio Occidental, que se reunieron
con varios generales, con Pedro Carmona, con otros opositores varias veces,
pero no apoyaron el golpe, que no estuvieron de acuerdo con la disolución
de la Asamblea, que respetan la democracia venezolana y que esperan un cambio
de rumbo de Chávez.
La conocida doble moral de Estados Unidos escribe así una nueva página
en el accidentado libro de la historia de sus relaciones con América
Latina.
Con la marcha del día y el oportuno reclamo del fiscal Isaías
Rodríguez, la situación se empieza a enderezar un poco. Los países
de América Latina, convocados por el Grupo de Río, en San José,
Costa Rica, en su primer tercio, lamentan lo sucedido, pero lo aceptan sin mayores
exigencias. "Hay que dar los pasos para la realización de elecciones
claras", dice una declaración leída por el presidente de Costa
Rica, Miguel Rodríguez, en nombre de los 19 países que participan
en la reunión. En Colombia también trastabillan. La canciller
encargada, Clemencia Forero, celebra la ascensión al poder de Pedro Carmona,
un integracionista, según dice, y después le toca recoger el guante.
México, en primera instancia y fiel a su tradición, desconoce
al nuevo gobierno. Argentina y Chile hacen otro tanto.
Volvamos a la noche del viernes, cuando el Presidente prisionero viaja hacia
Turiamo, en el Augusta. Al llegar a la base naval, lo reciben unos soldados
quienes celebran su presencia. "Me tratan de manera excelente. No hay dónde
dormir, ellos no sabían que yo iba para allá, cuando llegamos
buscan un colchón. No se den mala vida por mí muchachos, pónganme
una sábana que soy un soldado como ustedes. Nos quedamos hablando un
rato y tomamos mucho café.
-Mi comandante no se olvide de nosotros. No permita que ese tránsito
entre nosotros, el mando de acá y los altos mandos se pierda. Por ahí
se van quedando las verdades que a usted no le llegan.
-Mira, no sé qué irán a hacer conmigo. Pero si deciden
degradarme a lo mejor les pido que me dejen de soldado raso aquí, en
esta unidad, les responde Chávez.
Frente a Fuerte Tiuna, a esa misma hora, se agrupan más seguidores del
Jefe de Estado, quienes reclaman su presencia y piden ver la carta de renuncia.
Los rumores, con su maléfica fuerza, se riegan como pólvora. Está
herido en una pierna, se fue para Cuba, lo tienen inyectado para que no pueda
moverse.
Nada es cierto, Chávez camina por el malecón y reflexiona sobre
su realidad política, su vida, su futuro. Por la noche mira las estrellas
desde la bahía de Turiamo. Es una vista hermosa, cósmica. Como
si fuera creada para llenar una parte de su ser y su carácter, a veces
soñador y poético, sembrador de esperanzas que con frecuencia
él mismo destruye. Entre sus muchos rostros, está el del hombre
místico que jura bajo el Samán de Güere, invoca a Dios con
frecuencia, solicita la bendición de la Iglesia en momentos de dificultades,
después de castigar con el látigo de sus palabras a monseñores.
"Mi nieta, mi viejos, mis amigos, dónde estarán, protégelos
Dios mío", pide Chávez y abraza el Cristo que le diera al salir
de Palacio su maestro desde la academia militar, el general Jacinto Pérez
Arcay.
-Hijo, llévate este Cristo, para que te acompañe, le había
dicho el alto oficial.
El Presidente camina por la playa y piensa. "Tranquilo Hugo, tranquilo -se dice-.
Ni ese pueblo ni esos muchachos militares se van a calar este atropello. Algo
tiene que ocurrir. No puede ser que tanto esfuerzo se vaya a perder, este esfuerzo
que dio nacimiento a esta Constitución y a la Quinta República
no se puede perder así, de un plumazo, tan facilito.
El sábado, de madrugada, logra una breve comunicación con Diosdado.
-¿Cómo está tu seguridad?. Vente para acá, viejo, le dice
Chávez, atrapado en sus nostalgias.
-No, estamos trabajando, le responde su Vicepresidente.
En la mañana corre un rato; trota al lado de un pelotón, aunque
no logra mantener el paso de aquellos jóvenes soldados.
Regresa al cuarto asignado en la casa recreacional de Turiamo. Alista sus cosas
porque lo van a trasladar de nuevo. Sabe que lo mueven para no darle tiempo
de aprovechar la solidaridad que despierta en una parte de la tropa. Otra vez
rugen las aspas del helicóptero.
-Por todo lado andan diciendo que usted renunció, le reclama Juan Bautista
Rodríguez, cabo segundo de la Guardia Nacional, encargado de su vigilancia.
¿Por qué lo hizo? -No hijo, yo no he renunciado, ni voy a renunciar.
-Entonces usted sigue siendo mi Presidente.
Le dije -recuerda Juan Bautista-, que si quería dejar algo escrito, lo
pusiera en el cesto de la basura y luego yo lo recogía. Creí que
no iba a dejar nada.
Este muchacho, piensa Chávez, a lo mejor no puede regresar al cuarto
o no encuentra el papel o no lo puede sacar de aquí. Turiamo es una unidad
en la que no hay teléfono ni televisor. Pero escribo en un papel la carta
y la meto en el fondo del pote de la basura.
Chávez coloca la fecha, el sitio y se dirige al pueblo (y a quién
pueda interesar).
"Yo Hugo Chávez Frías, venezolano, presidente de la República
Bolivariana de Venezuela, declaro: No he renunciado al poder legítimo
que el pueblo me dio" y firma.
Juan Bautista se mueve rápido, esculca el pote y se marcha a Maracay,
la base leal, donde está mi general Baduel, amigo sincero de Chávez,
compañero de ruta, soñador del mismo proyecto político.
"Me reporté -cuenta Juan Bautista-, a mi superior inmediato, teniente
coronel Fernando Viloria Gómez, quien me aconsejó hablar con el
teniente coronel Argenis Ramón Martínez. Caminé hasta el
batallón "Pedro Nicolás Briceño" y lo busqué.
Él me dio la certeza que le iba hacer llegar la carta a mi general Baduel
y que se iba a repartir. La entregué a las 4: 45 de la tarde del sábado
y la empezaron a distribuir por la noche".
Esa no es la única carta que juega en favor de Chávez. Hacia las
dos de la tarde, el país está prendido. En Caracas hay manifestaciones
que reclaman el regreso de Chávez sano y salvo. Los círculos bolivarianos
se mueven. Los habitantes de los cerros, olvidados de siempre por las bondades
del progreso, descienden en tropel para inicar los primeros saqueos en Antímano,
Caricuao y La Vega. Es la hora de los desposeídos que asaltan comercios,
los desocupan y luego les prenden fuego.
Las protestas, en favor del regreso de Chávez, crecen, se extienden por
toda la geografía nacional. En Valencia, Maracaibo, Coro, Punto Fijo,
y muchas otras capitales la gente se vuelca a la calle, mientras que en Caracas
el Palacio de Miraflores está cercado por militantes de los círculos
bolivarianos.
Hay mucha gente protestando. Chavistas y antichavistas se declaran burlados
con el decreto del viernes y la posesión de Carmona Estanga. La moneda
se voltea, los ganadores de la noche anterior están asustados con el
peso de esas manifestaciones. La televisión guarda silencio, no muestra
a ese país agitado que exige la vuelta del Presidente prisionero.
En Maracay opera a todo vapor el centro de operaciones militares para orientar
la retoma del poder, gracias a la diligencia de José Vicente Rangel.
Al frente está el general de división Julio García Montoya,
quien cuenta con el decidido apoyo del también general Raúl Baduel,
jefe de los batallones de paracaidistas. A ellos se suma un general más,
Nelson Verde Graterol, con mando sobre la poderosa IV División de Infantería,
con tropas de Ejército, Aviación y Guardia Nacional en los estados
centrales.
Desde allí planean tres movimientos que resultan definitivos: el primero
la retoma del Palacio, valiéndose de la Guardia de Honor y la Casa Militar.
En efecto, esos regimientos leales a Chávez controlan al caer la tarde
la Casa Presidencial. Divididos en tres grupos, unos se atrincheran en los techos
de Miraflores para repeler cualquier ataque. Otros vigilan las entradas y un
tercer grupo irrumpe en el Salón de Los Espejos, cuando apenas se inicia
la ceremonia de posesión de los nuevos ministros para advertirles que
un comando de aviones F-16, leal a Chávez, va atacar al Palacio. Sin
alcanzar a asumir sus cargos, la mayoría de los nóveles ministros
sale en estampida. Otros se refugian en los sótanos, con un grupo de
periodistas, protegidos por las fuerzas chavistas.
La segunda jugada de García Montoya se realiza a través de una
llamada a Fuerte Tiuna. En una especie de negociación con Vásquez
Velasco le dice que para evitar el alzamiento de la base de Maracay y todos
los batallones adscritos a la IV División, es necesario que Carmona restituya
la Asamblea Nacional. Verde Graterol ratifica la advertencia hecha por García
Montoya. Entonces es cuando Vásquez Velasco -molesto además porque
su jerarquía ha sido desconocida con el nombramiento como ministro de
la Defensa del vicealmirante Héctor Ramírez Pérez- conmina
al Presidente de facto a restituir el poder al Congreso, como en efecto lo hace.
Realizado ese movimiento, un piquete de tenientes coroneles de los batallones
Caracas y Ayala, en coordinación con la base de Maracay y el general
García Montoya, sube al quinto piso y sorprende a los generales Vásquez
Velasco, Medina Gómez, Damiani Bustillos y algunos vicealmirantes.
Llevan la Constitución en la mano y exigen que les muestren la renuncia
de Chávez, que no existe. Enseguida sacan sus armas, inmovilizan a los
generales y ordenan a sus tropas tomar los cinco primeros pisos del edificio
de la comandancia del Ejército.
La tercera y definitiva carta la pone sobre la mesa José Vicente Rangel.
Hay que ir por Diosdado Cabello, escondido en una concha de Catia y por William
Lara, refugiado en Caracas, para llevarlos a Miraflores. Grupos élites
del batallón Caracas, Policía Militar y la Guardia de Honor, se
encargan de esa tarea. Los recogen y los llevan hasta un sótano donde
se esconden durante un rato. Diosdado viste camisa a cuadros y un chaleco beige.
Lara lleva el mismo traje gris y la corbata de la noche anterior, cuando estuvo
en Miraflores. La posesión del Vicepresidente está lista, la Constitución
está a punto de sobrevivir a una verdadera prueba de fuego.