|
14 de mayo del 2002
Lo que se discute en Venezuela
Andrés Ruggeri
El retorno al poder de Hugo Chávez Frías marcó un
hecho inédito en la historia reciente de América Latina: por primera
vez un golpe de estado propiciado y encabezado por el poder económico
concentrado y apoyado por los Estados Unidos fue derrotado por la reacción
popular. El suceso marcó un punto de inflexión, más que
en la historia del continente (algo que en todo caso, aun está por verse),
en nuestra propia percepción de los procesos políticos que se
están jugando en esta parte del mundo y, en particular, en nuestra visión
de lo que está viviendo el pueblo venezolano.
Esto último viene a cuenta de la dificultad de comprensión y las
prevenciones que muchísima gente tenía o tiene acerca de la figura
de Chávez y la naturaleza del proceso por él encabezado, cosa
que tiene origen en prejuicios ideológicos reforzados o generados por
los medios de comunicación hegemónicos. Pareciera ser que haga
lo que haga Chávez nunca va terminar de desterrar la idea de que es un
militar golpista, esencialmente antidemocrático (aun cuando haya convocado
y ganado varias elecciones), un populista trasnochado que tarde o temprano va
a perder el apoyo de ese pueblo ignorante que manipula o que engaña,
o un simple reformista del que sólo hay que esperar el momento de la
traición, en diferentes versiones según quienes hagan la lectura.
La cobertura que hizo el medio progre por excelencia, Página 12, el día
de la efímera dictadura de Carmona Estanga, es una pieza de colección
en cuanto a la cantidad (con las honrosas excepciones de las notas de Bonasso
y Bruchstein) de sesudas elucubraciones acerca de por qué era obvio que
Chávez no podía durar mucho más en el poder. Demás
está decir que quedaron superadas casi tan rápido como el fallido
golpe: pocas son las veces en que un diario pasó a merecer ser envoltura
de pescado tan velozmente.
Que tan acríticamente se haya aceptado la lectura de los medios de comunicación
venezolanos acerca de Chávez y, especialmente, lo que él representa
socialmente, lectura reproducida casi textualmente por los medios nacionales,
indica lo poco digerible que es lo que pasa en Venezuela para ciertas concepciones
prefabricadas de lo que debe ser un proceso revolucionario, y lo mucho que se
desconoce en estas latitudes de un pueblo hermano como el venezolano. En otras
palabras, frente a la ignorancia general, las reacciones ante el fenómeno
popular de Venezuela hablan más de quien las produce que del fenómeno
en sí. Y si bien los acontecimientos del mes pasado llamaron la atención
sobre esa región de Sudamérica, es hora de empezar a discutir
en serio lo que allí se está desarrollando, para poder sacar conclusiones
acerca de nuestra propia realidad.
Hay a priori tres o cuatro lecciones obvias que nos deja Venezuela. La primera
es acerca del inmenso poder de los medios, o mejor dicho, empresas de comunicación,
y la vinculación de ellas con el poder económico. A su vez, ese
poder muestra también sus límites: los medios pueden disfrazar
la realidad, ocultarla, manipularla y hasta inventarla, pero cuando ésta
los sobrepasa y se les viene encima, quedan no sólo superados sino desnudos.
Hasta los medios que no hicieron otra cosa que hacerse eco sin ningún
tipo de filtro de lo que decían las empresas comunicacionales venezolanas
(como el grupo Clarín o La Nación), debieron admitir que la escandalosa
manipulación existió y fracasó, y que lo que pasaba en
Venezuela no era lo que aquellas intentaban mostrar. Es más que evidente
que los multimedios venezolanos no son otra cosa que una pata más de
ese poder social y económico tradicional que Hugo Chávez viene
enfrentando y haciendo retroceder desde hace tres años. Sus periodistas
son tan concientes de ello que huyeron de los edificios en que trabajaban, temiendo
por sus vidas, cuando vieron como se derrumbaba el golpe. La reacción
popular masiva que volvió a poner a Chávez en el palacio de Miraflores
es la contrapartida de este discurso omnipotente que sólo fue capaz de
mostrarla cuando fue evidente que no podía seguir negándola, y
cuando hacerlo fue, inclusive, un reflejo de espanto.
La saña con que los sectores dominantes actuaron contra los chavistas
en el escaso día de dictadura de que dispusieron y, especialmente, el
discurso revanchista, racista y macartista de que hicieron gala en aquel momento
(que hizo recordar a muchos argentinos la Libertadora del 55), da buena cuenta
del fenómeno. No solamente el proceso político, social y económico
desatado a partir del triunfo chavista en 1998 amenaza los intereses de las
clases dominantes venezolanas y de los EE.UU., sino que, acabada toda legitimidad
política de los partidos tradicionales que siempre las expresaron, debieron
acudir a resolver su problema sin intermediarios ni testaferros. Estamos frente
a la primera vez en que un golpe de Estado no es encabezado por un militar o
caudillo político, sino directamente por sus verdaderos gestores, los
dueños del poder económico. Carmona, presidente de la cámara
empresarial venezolana, Fedecámaras, asumió la suma de los poderes
públicos con total desprecio de cualquier otra instancia de legitimación
de su poder que no fueran ellos mismos. El apoyo desembozado de los Estados
Unidos y la Unión Europea al golpe nos dio, además, una nueva
medida de hasta qué punto la política exterior norteamericana
ha cambiado en lo que respecta al respeto y a la conveniencia de los sistemas
institucionales democráticos formales que imperan en la región
desde la década del ochenta.
La guerra fría volvió durante algunas horas en Venezuela: los
yanquis no solamente no reconocieron el golpe como tal sino que desnudaron completamente
su concepción de que su democracia es pura y exclusivamente el instrumento
de gobierno necesario para el mantenimiento de las relaciones sociales capitalistas
neoliberales y la subordinación al poder imperial. Esto, que quizá
es una obviedad, quedó absolutamente transparentado. La ilusión
que sostuvo el posibilismo progresista durante todos estos años, según
la cual la política revolucionaria era un imposible, pero también
lo eran los golpes y las dictaduras porque el mundo ya no lo permitiría
(y mundo significa los Estados Unidos), terminó de caerse a pedazos en
las pocas horas de dictadura empresarial venezolana. Como un reflejo retrasado
de las épocas de Reagan, la embajada cubana era asaltada por grupos de
choque de la colectividad gusana mientras los dirigentes de la empresa nacional
de petróleo gritaban eufóricos el cese de los envíos de
petróleo a la isla y las rubias oxigenadas de la clase alta caraqueña
brindaban por la caída del payaso .
Sin embargo, el pueblo venezolano sorprendió a todos, demostrando la
profundidad de la Revolución Bolivariana y, sobre todo, la profundidad
de las esperanzas depositadas en ella. Los sorprendió a los golpistas,
y nos sorprendió a los que seguíamos, angustiados, los hechos
a la distancia. Y estos hechos nos demuestran que pese a todo hay grandes continuidades
en la historia política latinoamericana que no están tan rotas
como los años 90 parecieron demostrar. Lo primero que queda claro es
que los movimientos populares transformadores existen, no son una reliquia de
un pasado lejano. Y que ningún proceso de cambio social llega muy lejos
si no cuenta con esa fuerza inmensa que significa el apoyo y la creación
misma de los sectores sociales populares, con su movilización callejera
y con la organización constante, de todos los días. Al mismo tiempo,
lo ocurrido en Venezuela vuelve a poner en el centro de la discusión
el papel del Estado y el poder que éste detenta. A contramano de ciertas
interpretaciones de moda, el pueblo venezolano tomó como punto crucial
de la disputa la defensa y conservación del poder del Estado, única
herramienta que poseen para implementar políticas y asegurar su cumplimiento
a pesar de los grandes poderes económicos. Por otra parte, el apoyo popular
no basta sin un apreciable poder de fuego. La garantía de que el proceso
venezolano no derive en una guerra civil cruenta y sin cuartel, en una nueva
y recrudecida Colombia, es el equilibrio de fuerzas que el chavismo mantiene
en las fuerzas armadas, y que logró socavar rápidamente el poder
de la dictadura empresaria. Esto tiene muchas razones, desde el carácter
del ejército venezolano hasta el profundo arraigo que en él tiene
el hombre que encabezó dos rebeliones militares hace diez años
y que ahora simboliza y concentra todos las aspiraciones, los sueños,
los odios y los resentimientos de una sociedad dividida, pero sobre todo implica
que la fuerza popular ha logrado resquebrajar una de las principales garantías
para que un sistema de opresión se mantenga en pie, que es su poder represivo.
Y si los oligarcas caribeños no se han atrevido aún a dar el paso
de la guerra civil no es por prudencia ni por miedo al derramamiento de sangre,
algo que nuestra historia reciente ha probado de sobras que no les importa,
sino por pánico a perderla.
Lo que ocurrió en Venezuela no es un hecho más en la historia
revoltosa y caótica de América Latina. Es el nudo de una situación
que cada día se pone más complicada, con los Estados Unidos decididos
a no perder posiciones por todos los medios a su alcance, y estos son muchos
y no tienen límites morales ni políticos más allá
de su propia conveniencia. No es casualidad cómo han evolucionado los
distintos procesos políticos a partir del triunfo chavista en 1998. La
situación actual está latente desde aquel momento y si no había
estallado todavía fue por circunstancias que tienen que ver más
con los tiempos políticos y las correlaciones de fuerza que con la disputa
en sí. La diferencia entre la política de Clinton y la de Bush
no es una cuestión de grado solamente: se defienden los mismos intereses,
pero mientras el primero intentaba mantener el status quo, el segundo busca
alterarlo bruscamente hacia una dominación semicolonial desembozada,
donde hablan únicamente el garrote y los dólares. No es solamente
Venezuela: es Colombia, es Cuba, es el mundo entero (con preferencia marcada
hacia los lugares donde abunda el petróleo). La evidencia de la marcha
de la izquierda brasilera hacia el triunfo electoral pone histéricos
a los gurúes de Wall Street, mientras aquí avanza a marchas forzadas
la implantación definitiva de una política de destrucción
permanente de la economía nacional. Somos todos peones en un juego de
ajedrez donde se juegan muchas cosas, como nuestra propio destino, y aun nos
falta tener una estrategia para poder jugarlo.
Por último, el fracaso del golpe del 11 de abril no significa que el
peligro haya pasado: al contrario, cuanto más sientan los poderosos de
siempre la amenaza de perder sus poderes y privilegios, más dispuestos
estarán a intentarlo todo. Esta es una constante en su conducta social,
y nuestra historia abunda en ejemplos que lo demuestran.
12/5/02