22 de octubre del 2002
"Terrorismo"
Carlo Frabetti
Rebelión
En el lenguaje lógico-matemático, las comillas sirven para
diferenciar el uso de la mención: una palabra o una frase entrecomillada
no interviene activamente en el discurso --no le aporta su significado intrínseco--,
sólo se alude a ella como objeto verbal, se la menciona (como cuando
decimos que "casa" tiene cuatro letras).
Esta función discriminadora de las comillas se relaja en el lenguaje
coloquial, pero no desaparece. Las comillas advierten al lector de que el término
que encierran no está siendo usado en sentido literal, sino irónico,
figurado, connotado o atípico. La prensa, por ejemplo, suele utilizarlas
cuando una palabra adquiere, en función de un determinado uso (o abuso),
un significado distinto del literal. Al hablar de los "verdes", se entrecomilla
el término para indicar que no se está hablando de objetos de
color verde sino de los militantes de ciertos partidos ecologistas. Sin embargo,
cuando un uso no literal se impone de forma inequívoca y definitiva,
las comillas desaparecen. Por eso al habla de los rojos no se entrecomilla el
término, a pesar de que es un caso semántica y etimológicamente
idéntico al de los "verdes".
La palabra "terrorismo" tiene un sentido literal bastante claro: la dominación
por el terror y la utilización de la violencia para infundir terror.
Sin embargo, el poder, a través de los medios de comunicación,
ha impuesto un uso a la vez restringido, amplio --o, mejor dicho, ampliado--
e impropio del término, que se aleja del literal en varias direcciones.
En primer lugar, de las diversas formas de dominación por el terror y
de utilización de la violencia para infundir terror, el poder, en su
discurso, sólo se refiere a una al utilizar la palabra "terrorismo" (uso
restringido). En segundo lugar, expande a su antojo el campo semántico
del término --utilizándolo de forma hiperbólica o figurada--
para dar cabida en él a todo lo que le conviene criminalizar (uso ampliado).
Y en tercer lugar, lo aplica a planteamientos y actividades que nada tienen
que ver con el terrorismo.
Por ejemplo, según el concepto restringido-ampliado-impropio del término
que maneja el poder, matanzas como las de Sabra y Chatila (cuyo vigésimo
aniversario se acaba de conmemorar) no son actos terroristas, mientras que defenderse
de un ejército invasor si lo es, y romper una papelera, también.
Según el concepto de terrorismo que pretende imponernos el poder, algunos
de los peores carniceros de la historia, como Bush o Sharon, no serían
terroristas, pero sí lo serían Robin Hood, Espartaco, los maquis,
los miembros de la resistencia francesa durante la ocupación nazi o los
partisanos italianos, en uno de cuyos campamentos tuve el honor de nacer.
Hay sobradas razones, por tanto, para que, como primera providencia, pongamos
entre comillas la palabra "terrorismo". Con ello señalamos, y es lo menos
que podemos hacer, que el uso oficial del término (o el uso del término
en el discurso oficial) se aparta de su sentido literal. Es una forma de decir:
"No estamos hablando del terrorismo, sino de lo que el poder entiende por terrorismo".
Pero, obviamente, no basta con entrecomillar el término: hay que denunciar
su corrupción semántica, hay que extirpar los falsos contenidos
que han introducido en él y devolverle los que le han robado. Y hay que
desmontar una a una las fórmulas y consignas que incluyen el término
(muy especialmente la expresión "condenar el terrorismo" y sus variantes).
Para empezar por el principio: el mero hecho de hablar de "el" terrorismo, en
singular, es inadmisible. Si lo hacemos, introducimos en el discurso, por defecto
(como los ordenadores, que, cuando no se les da una orden expresa, activan automáticamente
la rutina preestablecida por el programador), la definición impuesta
por el uso, es decir, por los medios, es decir, por el poder. Y además
negamos por omisión las formas de terrorismo no incluidas en la definición
oficial, que, casualmente, son las más básicas, graves y abyectas:
el terrorismo de Estado y el terrorismo del capital.
Cuando se habla del terrorismo internacional, la gente piensa en un palestino
con un cinturón de cartuchos de dinamita, no en el embargo a Iraq o en
las masacres sionistas. Cuando se habla del terrorismo en el País Vasco,
la gente piensa en los coches-bomba de ETA (y, los más imaginativos,
en las papeleras rotas), no en la tortura o en la brutalidad policial.
Y sin embargo no hay peor forma de terrorismo que la tortura. Si terrorismo
es usar la violencia para amedrentar y sojuzgar, desde cualquier punto de vista
y para cualquier ideología que no sea el fascismo puro y duro, la tortura
es la más abyecta y repugnante forma de terrorismo. Doblemente repugnante,
porque se practica desde el poder y en nombre de la democracia.
Hay que decirlo sin ambages y hay que repetirlo muchas veces, cuantas veces
sea necesario, puesto que el silencio es el principal aliado de los torturadores:
no hay peor terrorista que el funcionario que tortura al amparo del poder.
Y la tortura no sólo es la forma de terrorismo más repulsiva desde
el punto de vista ético, sino también la más desestructurante.
Los atentados de ETA no socavan los cimientos del edificio social: lo ha dicho
el propio Aznar, que a menudo repite que ETA no puede nada contra la democracia.
Y tiene razón. El único punto débil de su argumento es
que no hay tal democracia; pero si la hubiera, una organización como
ETA no podría nada contra ella. Los atentados generan sufrimiento y alarma,
y ese sufrimiento merece todo nuestro respeto y toda nuestra solidaridad. La
alarma la provocan los medios más que los atentados en sí, pero
el sufrimiento de las víctimas es muy real y muy grave, y hay que evitarlo
cueste lo que cueste y caiga quien caiga. Pero, evidentemente, una democracia
real no tendría nada que temer, en lo que a su estabilidad se refiere,
de una organización clandestina. Lo que realmente mina los cimientos
de la democracia, hasta el punto de que ni siquiera es posible hablar de democracia,
es el hecho de que las mismas personas e instituciones que deberían garantizar
el cumplimiento de la ley y el respeto a los derechos humanos, vulneren de la
forma más vil esa ley y esos derechos.
El gran problema mundial es el terrorismo, desde luego, pero no el de ETA ni
el de Al Qaeda, sino el terrorismo de Estado y su inseparable complemento, el
terrorismo del capital. En el Estado español hay una tasa de accidentes
laborales que es el doble de la media europea; eso significa que cientos de
trabajadores mueren todos los años porque, sencillamente, sale más
barato enterrarlos que pagar las medidas de seguridad que podrían salvar
sus vidas. Y eso es terrorismo, sin comillas.
Volviendo a la tortura, su función desestructurante no consiste sólo
en quebrar desde dentro las reglas del juego democrático. La tortura
desgarra, además, el tejido sociopolítico alimentando desmesuradamente
la hoguera del odio, convirtiéndola en un incendio devastador. A una
persona que ha sido torturada impunemente o ha visto torturar a sus seres queridos,
es muy difícil convencerla de que renuncie a la violencia y apueste por
el diálogo.
Es muy difícil, pero tenemos que seguir intentándolo. Tenemos
que pedirle a ETA que deje de matar. Yo lo hago desde aquí e invito a
todas las personas de buena voluntad a hacerlo por todos los medios a su alcance.
Pero para poder pedírselo con pleno fundamento, con plena autoridad moral,
hemos de acabar con la tortura. Mientras no acabemos con la tortura, no sólo
no podremos resolver el conflicto vasco, sino que ni siquiera podremos hablar
de democracia.