24 de octubre de 2002
Imre Kertész, premio nobel al sionismo
Santiago Alba Rico
Rebelión
El flamante premio Nobel de literatura, Imre Kertész, publicaba hace
unos días en El País (y en una docena, imagino, de grandes periódicos
de todo el mundo) un texto extraordinario. Desde un balcón, a la hora
del crepúsculo, con la sencillez meridiana de quien "no quiere comprender
nada" y se deja llevar a ras de las cosas por una emoción sincera, contempla
el pequeño y heroico país que se defiende ante la "indiferencia
hostil del mundo"; contempla a ese pueblo probado en mil adversidades, en parte
disperso, que es cotidianamente perseguido en todos los rincones del planeta,
ignorado, despreciado, negado en su existencia misma; ve la ciudad vacía,
los restaurantes cerrados, las tiendas varadas al borde de la ruina, la gente
aterrorizada que, abandonada de todos, expresa al escritor su voluntad de resistencia
y su agradecimiento por haber acudido desde tan lejos a aliviar su sufrimiento.
Ya viejo y sólo fiel a la exactitud madrugadora de sus escalofríos,
nadando entre la culpabilidad y la dicha, Kertész apenas puede contener
las lágrimas cuando recibe un "regalo especial" antes de subir al avión
que le devolverá a Hungría: "nación, patria, hogar", cosas
que para él habían sido hasta ahora "conceptos inaccesibles".
El texto de Kertész no es extraordinario por su calidad literaria, quizás
momentáneamente mermada por el sollozante artificio de la redacción.
Está lleno, es verdad, de bonitos sentimientos en los que podrían
reconocerse millones de kurdos, irakíes, palestinos, tamiles, hauranis,
pigmeos, chamulas, armenios, saharauis, hutus, chechenios, etc., pero -precisamente
por eso- tampoco hay ahí nada de extraordinario. Lo extraordinario no
es esto. Lo extraordinario es que Imre Kertész nos habla desde el olímpico
balcón del séptimo piso de un hotel de Jerusalén, con la
ciudad vieja a sus pies; y lo extraordinario -lo verdadera, aterradoramente
increíble- es que nos está hablando... de Israel. En la cartografía
de las naciones amenazadas o arrumbadas, deshechas o por hacer, no hay ninguna
que se llame Israel. En el desdichario de los pueblos acosados, despreciados
o negados, hace ya mucho tiempo que no figura (o figura sólo en un remoto
segundo plano) el pueblo judío. Se non é vero é ben
trovato es una máxima aplicable sólo a la literatura; en historia,
en política, en moral, lo que no es cierto es siempre falso y, por lo
tanto, interesado, injusto, destructivo. Sólo desde demasiado
cerca (familia, sangre, raza) o desde demasiado lejos (tan lejos como sea necesario
para no tener relación alguna con la Humanidad) puede parecer convincente
o hermoso el texto de Kertész; a la media distancia de los hechos, del
sentido común y hasta de la piedad humana, con todos sus claroscuros
y matices, se revela como una innoble fantasía empapada, además,
de la misma clase de vitriolo que dice combatir: la voluntad radical de negar
al otro. "Tengo la impresión", dice Kertész, superviviente de
Auchswitz, "de que el antisemitismo (...) emerge del pantano del subconsciente,
como si fuese una erupción de lava con olor a azufre". ¿En qué
fundamenta esta impresión? "Veo sinagogas incendiadas y cementerios judíos
profanados en Francia. A pocos cientos de metros de mi vivienda berlinesa, dos
jóvenes judíos norteamericanos fueron agredidos y apaleados en
plena calle". Aparte la construcción de la primera frase, que evoca la
imagen tramposa de una práctica cotidiana y sistemática (cuando
Kertész está pensando en los acontecimientos de abril pasado,
en los que fueron atacadas tres sinagogas y cubiertas de cruces gamadas las
tumbas de un cementerio), hay que reconocer que se trata de hechos gravísimos,
terribles sin duda, pero insuficientes para convocar, ni siquiera estadísticamente,
el espectro del antisemitismo, al menos en comparación con el número
y la frecuencia de agresiones, asesinatos y privaciones de derechos de que son
víctimas otras comunidades -étnicas, religiosas o políticas-
del planeta. ¿Es esto lo más horrible que está ocurriendo hoy
en el mundo? ¿Un cementerio profanado y dos americanos apalizados? Como superviviente
de Auchswitz, Imre Kertész sabe muy bien que el mal, el dolor, el aniquilamiento
admiten grados, en una escala que va del acoso sexual a los Lager, de la mafia
a las cámaras de gas, y que, contra el horizonte de una violencia apenas
conmensurable para las cifras, las comparaciones son, no sólo odiosas,
sino tácitamente legitimadoras. Un judío alemán que, en
1943, hubiese seguido la preocupación de la prensa del Tercer Reich por
el aumento de los robos a mano armada en las calles de Berlín, ¿no se
habría sentido humillado, escupido, escarnecido? Pero, ¿dónde
están hoy los pogromos, las matanzas, los guetos, las estrellas amarillas,
las leyes racistas, el desprecio de acero por la vida humana? En todas partes,
es cierto, pero ya no son los judíos sus víctimas. ¿Cuáles
son hoy los sufrimientos de los judíos? Un cementerio profanado, dos
americanos apalizados. ¿Qué es esto en comparación con las familias
turcas quemadas en el propio Berlín dentro de sus casas? ¿Y con los filipinos,
ecuatorianos, argelinos, humillados en todas las fronteras? ¿Y con los 4.000
africanos ahogados en cinco años en las pateras del Estrecho? ¿Y con
los musulmanes obligados a registrarse, como delincuentes, en las aduanas de
Estados Unidos? ¿Y con los cientos de miles de indígenas guatemaltecos
torturados y asesinados en las últimas dos décadas? ¿Y con los
dos millones de vietnamitas muertos en la guerra del Vietnam? ¿Y con las decenas
de miles de kurdos expulsados de sus aldeas, encarcelados, supliciados y enterrados
en fosas comunes? ¿Y con el tráfico de esclavos sudaneses? ¿Y con el
millón y medio de víctimas del embargo en Irak? ¿Y con los 57.000
niños asesinados este año? ¿Y con los cinco millones que, según
la FAO, morirán de hambre este mes? Un cementerio profanado, dos americanos
apalizados. Atraer la mirada, en un mundo como éste, hacia estas horrendas
pequeñeces, ¿no es despreciar desde un dolor tribal el sufrimiento inconmensurablemente
superior de cientos, miles de millones de hombres, mujeres y niños que
no son judíos? Porque el Holocausto fue la experiencia más terrible
de su vida y una de las más terribles de la Historia de la Humanidad,
Imre Kertész olvida -con una amnesia felizmente ajustada a la poco inocente
propaganda de Israel- que después de Auschwitz han pasado, han seguido
pasando cosas; que la Historia ni se detuvo ni ha acabado ni ha mejorado; que
el mundo cambia, ha cambiado, como tantas veces antes, la prorrata de su terror;
que tras 2000 años de agonía los judíos, quasi per ignis,
quedaron liberados de la persecución y que -después de Auschwitz-
fueron otros pueblos los que ocuparon su lugar en el matadero: vietnamitas,
camboyanos, argelinos, timorenses, saharauis, iraquíes... y (pronunciaré
su existencia, de momento, en voz tan baja como el escritor judío) palestinos.
¿Es escandaloso comparar estos sufrimientos con los de los judíos en
el pasado? Es un escándalo compararlos con el bienestar, la prosperidad,
la seguridad de los judíos en el presente. Se dirá con razón
que estas profanaciones, estas palizas, las declaraciones aisladas de algunos
orates sin escrúpulos, como lo demuestra la más desdichada de
las experiencias, acaban por levantar una ola, a poco que el viento sea favorable,
capaz de derribar millones de personas y siglos de diminutos progresos ilustrados.
Pero diré que esta lógica, que aquí sorprendemos -y que
debemos atajar- en sus (re)comienzos, en otros sitios, contra otros pueblos,
ha llevado ya casi a la "solución final". El peligro de las agresiones
menores, de las declaraciones racistas, es que transportan en huevo la "normalidad"
del exterminio. Es cierto. Pero Kertész sabe mejor que yo que este peligro
sólo deja de ser virtual o latente cuando la visión nihilizadora
proyectada sobre el otro es vehiculada por las clases dirigentes, por aquellos
que tienen el poder de legislar y de actuar a gran escala. El mal acecha, no
en los desarreglos individuales -eso son delitos-, sino en la regla de las instituciones.
En otros sitios, contra otros pueblos, viene ocurriendo ya desde hace tiempo.
"Está claro que no hay sitio para ambos pueblos" (Joseph Weitz, 1940);
"¿Cómo vamos a devolver los territorios ocupados? No hay nadie a quien
devolvérselos. No hay tal cosa llamada palestinos" (Golda Meier, 1969);
"Quien quiera acercarse a la cuestión sionista desde una perspectiva
moral no es sionista" (Ben Gurion, citado por Moshe Dayan); "El destino de unos
cuantos cientos de miles de negros en la patria judía es un asunto sin
mayores consecuencias" (Chaim Weizmann); "Si nuestros padres, en vez de escribir
obras sobre el amor al género humano, hubiesen venido aquí y hubiesen
masacrado a seis millones de árabes, o incluso nada más que un
milloncillo (...) hoy nos encontraríamos aquí un pueblo de veinte,
veinticinco millones de habitantes" (Ariel Sharon 1982); "Dejen que yo haga
el trabajo sucio; dejen que con mi cañón y mi napalm quite a los
indios las ganas de arrancar las cabelleras de nuestros hijos" (Ariel Sharon,
1982); "Hay que causar daño a las familias de los terroristas y no sólo
a sus casas, ofrecer un premio en dinero para quienes brinden información
y enterrarlos envueltos en piel de cerdo o con sangre de cerdo para volverlos
impuros" (Guideon Ezra, 2001); "La amenaza palestina es una manifestación
cancerosa. Algunos dirán que es necesario amputar órganos. Pero
por el momento estoy aplicando quimioterapia" (Moshe Ya'alon, 2002). No son
locos skinhead resentidos los que hablan. Todas estas declaraciones pertenecen
a padres fundadores, presidentes, ministros, vice-ministros y jefes de Estado
Mayor, las grandes cabezas que, con medios cada vez más grandes, establecieron,
gobernaron y gobiernan el Estado de Israel desde 1948: un país sin constitución;
que se niega, contra todas las demandas de la ONU, a fijar por escrito sus fronteras;
que se autodenomina Estado "judío" (como era Sudáfrica un Estado
"blanco" y la Alemania hitleriana un Estado "ario"); que no reconoce el matrimonio
civil; que ha tenido legalizada la tortura hasta el año 2000; que contempla
privar de la nacionalidad a sus ciudadanos de origen árabe; que ha aprobado
las deportaciones de palestinos y el derribo de sus casas; que ha admitido la
legalidad de los "asesinatos preventivos" y que viene practicando desde hace
54 años una política de "limpieza étnica", más o
menos encubierta, según los vaivenes de la escena internacional, para
liberar a Eretz Israel de los tres millones de "indios" que todavía hoy
la mancillan con su presencia. Contra las jaurías de criminales que queman
sinagogas y profanan cementerios en Francia, hay un Estado que los persigue
y castiga con toda la fuerza de la ley; los soldados israelíes que matan
niños y mujeres, disparan sobre pastores, destruyen archivos y libros,
encierran en guetos a cientos de miles de personas y les tatúan los brazos
de rodillas, son en cambio protegidos por la ley. Nadie mejor que Kertész
puede medir toda la importancia (en muertos y en obscurecimiento moral) de esta
diferencia. Hasta tal punto el texto de Kertész reproduce, a conciencia
o no, los "mitos fundacionales" de Israel que, después de abrumarnos
con la "persecución de los judíos" en todo el mundo, pasa a salmodiar
los lamentos del "pequeño David": el país diminuto enfrentado
a la "hostil indiferencia" de todos, aislado y abandonado a su suerte, empeñado
en una dramática lucha por la supervivencia "mientras su entorno más
próximo y más lejano sigue poniendo en duda, hasta el día
de hoy, su existencia". Israel es, como se sabe, miembro de la ONU y su existencia
ha sido reconocida, no sólo por la casi totalidad de las naciones del
planeta, sino también por la mayoría de los países árabes
e incluso, desde 1991, por la propia OLP. Pero, ¿cómo este "pequeño
país", aislado y abandonado de todos, ha podido incumplir 35 resoluciones
de Naciones Unidas mientras países mucho más grandes, como Irak
y Yugoslavia, eran bombardeados, desmembrados y sometidos a embargo -al menos
oficialmente- por esa razón? ¿Por qué el Consejo de Seguridad
ha visto vetadas decenas de resoluciones de condena contra la política
de ocupación de Israel? El pequeño David está solo. Sus
apoyos son debilísimos. Cuenta, por ejemplo, con el apoyo incondicional
de EEUU, única superpotencia mundial, que en los últimos cincuenta
años le ha donado 81.300 millones de dólares. "Durante los últimos
años Israel ha seguido siendo el principal receptor de la ayuda militar
y económica de EEUU. La cifra más comúnmente citada es
la de 3.000 millones de dólares al año en subvenciones de Financiación
Militar Exterior del Departamento de Defensa (FMF en inglés) y una ayuda
adicional de 1.200 millones al año en Fondos de Ayuda Económica,
del Departamento de Estado. En la última década, las subvenciones
FMF a Israel han ascendido a 18.200 millones de dólares. De hecho, el
17% de toda la ayuda exterior de EEUU se destina a Israel" (Arms Trade Resource
Center). Para el año 2003 está previsto que Israel reciba 2.760
millones, más una cantidad adicional de 28 millones para la compra de
equipamiento antiterrorista. Israel posee la mayor flota de F-16 del mundo,
después -claro está- de EEUU, que es el que se la ha proporcionado.
Por lo demás, EEUU ayuda a financiar la industria armamentística
local mediante la concesión de otros 2.255 millones de dólares
(destinados a la fabricación de aviones Lavi, misiles Arrow y tanques
Merkava). A esto hay que sumar, finalmente, la entrega completamente gratuita
de excedentes de armas en el marco del programa de Artículos Excedentes
de Defensa, entre los que se incluyen 64.744 rifles M-16 A1, 2.469 lanzagranadas
M-204, 1.500 armas M-2 de calibre 50 y munición de los calibres 30, 50
y 20 mm. Con esto quizás bastaría para demostrar el aislamiento
y abandono de Israel. Pero no, no les apoya solamente EEUU. Están más
solos de lo que se piensa. También sostiene al pequeño David la
Unión Europea a través de un Acuerdo Económico Preferencial,
que se mantuvo incluso después de la reocupación de la zona A
de los TTOO el pasado mes de abril y de la destrucción de toda la infraestructura
civil palestina, pagada en una modestísima parte con la ayuda europea.
Lo sostienen incluso muchos de los países árabes (Jordania y Egipto
señeramente), cuyos gobiernos reprimen a sus propios ciudadanos, contrarios
a la política de "normalización" de relaciones con Israel. El
"pequeño país" cuenta, además, con el sostén ideológico
de la más poderosa industria cinematográfica del mundo; con el
de The New York Times y The Washington Post, por citar tan solo,
entre otros quinientos, a los dos medios de prensa más influyentes del
planeta; el de decenas de configuradores de la opinión pública
(intelectuales, académicos, periodistas) en Europa y EEUU; y el de una
clase política internacional que combina la retórica pública
de la negociación con la sumisión genuflexa a los dictados de
la administración estadounidense, en cuyas manos se ha dejado, sin resistencia,
la solución a los problemas de Oriente Medio. Imre Kertész, pues,
hace un chiste sin saberlo y sin que, por desgracia, tampoco muchos de sus lectores
lo sepan. Goscinny, el genial guionista de Asterix, lo utilizó antes
que él en la hilarante respuesta del centurión de una nutrida
patrulla romana, a quien el pretor pedía cuentas de su enfrentamiento
con el guerrero galo: "Pero es que nosotros estábamos solos". Israel,
EEUU, la Unión Europea, los propios corruptos gobiernos árabes,
Hollywood, Caterpillar, Lockheed y todas las Multinacionales del armamento,
el lobby judío americano, la prensa estadounidense y europea, con apenas
la asistencia moral de John Malkovich -que pide sangre desde las gradas-, se
enfrentan completamente solos al gigante palestino, acompañado de todos
sus hijos, mujeres y tíos, sus ovejas, sus piedras y sus patas de palo.
A continuación Kertész se embelesa en la visión idílica
de la tierra de Israel: "Los coches pasan por las carreteras que se pierden
a lo lejos, que conducen a los naranjales y a las universidades, a las ciudades
bien construidas y a los campos bien trabajados". Es el mito de
"la tierra sin pueblo para el pueblo sin tierra", del desierto convertido en
un vergel por hombres que huían del Holocausto "buscando aquí
seguridad y tranquilidad" y que "levantaron este país trabajando duramente".
Para lo cual "tuvieron que defenderse en duros combates", ante -otra
vez- la indiferencia de "su entorno más próximo y más lejano".
El relato mirífico de Kertész oculta un hueco obsceno, como una
ternura urdida en el mango de un cuchillo. Nos escamotea todo el tiempo un dato,
y ese dato no es una cifra ni una fecha ni un nombre. Ese dato son hombres y
el dolor ajeno, en el espejo de Auschwitz, en el que los israelíes no
han querido nunca mirarse. En la leyenda del premio Nobel faltan los palestinos.
"Ellos no existen", decía Golda Meier en 1969. Pero antes de la creación
del Estado de Israel, antes de que el sionismo y el nazismo, mano a mano, canalizaran
la desesperación de los judíos hacia la tierra mística
de la Biblia, en Palestina había ya naranjas y eran tan redondas, frescas
y dulces como las de Valencia o las de la China. En el informe Peel presentado
ante el parlamento inglés en 1937 la producción y exportación
de naranjas palestinas se sitúa muy por encima de las de España
y EEUU: se estima en unos 15 millones de cajas para los diez años siguientes.
Entre 1922 y 1938 la producción de los naranjales árabes se había
multiplicado por diez. No existían, pero exportaban también 30.000
toneladas de trigo al año. No existían, pero tenían además
sus ciudades bien construidas y sus robustas casas de piedras
y sus calles con sus nombres en árabe, como bien nos recuerda
Edward Said en su bellísimo libro de memorias. Hoy, es verdad, la comparación
no se sostiene: los palestinos sólo tienen ciudades destruidas y campos
arrasados. Los han destruido y arrasado los soldados israelíes para demostrar
quizás que los palestinos son incapaces de tener ciudades y campos en
buen estado, y para iluminar así toda la grandeza y refinamiento civilizado
del proyecto de Israel. La insistencia de Kertész en las ciudades "bien"
construidas y en los campos "bien" trabajados es una monstruosa burla -como
un corte de mangas- a las ruinas de Yenin, a los escombros de Ramalah y de Nablus,
a los huertos aplanados por los tanques y a los 120.000 olivos arrancados ("porque
están en el camino de nuestras tropas", dice Pinjas Avieri) en los dos
últimos años. Muchos judíos vinieron después de
la Shoah "buscando tranquilidad y seguridad". Muchos palestinos que no sabían
nada de la Shoah, que no tuvieron nada que ver con ella, que jamás habían
quemado una sinagoga ni apedreado el escaparate de una carnicería kosher,
vivían ya en estas tierras en "tranquilidad y seguridad". Se miró
a otra parte para no verlos, como en el texto de Kertész, y cuando no
se les podía ignorar surgían de pronto, como caídos del
cielo, bajo la forma de "indios" o de "negros" -monstruoso desliz fascista que
justifica un crimen con otro asimilando a sus víctimas en el desprecio
racial- de cuya ferocidad injustificada había que "defenderse", exactamente
como en el texto de Kertész. ¿Vinieron los sionistas a Palestina a "defenderse"
de los palestinos? Entre la inexistencia y la generación espontánea,
había que tratarlos -hay que tratarlos- como extranjeros en su propio
país para poder sostener esta ignominiosa inversión de la verdad.
Cualquiera que fuese el contexto histórico y el sufrimiento de los judíos,
el hecho es que fueron éstos los que colonizaron un territorio ya ocupado
y los palestinos los que se defendieron. Los líderes sionistas, con Ben
Gurion a la cabeza, que manejaron los flujos migratorios a la medida de su histeria
nacionalista y muchas veces a despecho de los deseos e incluso de la propia
vida de los judíos perseguidos en Europa (desde los acuerdos Haavara
con el gobierno nazi hasta la voladura del Patria), esos líderes sionistas
tenían que haber dicho a los prófugos de la barbarie que venían
a Palestina a convertirse ellos mismos en bárbaros, a "atacar" a un pueblo
que no les había infligido ningún mal y que iban a tener que "atacarlo"
utilizando toda clase de medios. ¿Defenderse? Los sionistas del Palmach, de
Irgun, de Stern, entre los que se encontraba toda la futura clase dirigente
del Estado de Israel, inventaron el "terrorismo" en su forma moderna: el coche-bomba,
la carta-bomba, el secuestro y asesinato de rehenes, la voladura de locales
públicos (como el Hotel Rey David en 1946). Después, a partir
de 1947, con la puesta en marcha del plan Dalet, utilizaron el "terror" militar
a gran escala, con episodios tan horrendos como la matanza de Dir-Yasin, para
expulsar a cientos de miles de palestinos de sus aldeas, según la versión
de los historiadores israelíes Tom Seguev y Bennie Morris. De esto es
mejor no hablar y Kertész, en efecto, no lo hace; es mejor que los palestinos
no existan o que procedan del espacio, marcianos autogenerados por su deseo
de matar judíos inocentes; porque de existir y de haber estado siempre
aquí, el superviviente de Auschwitz tendría quizás también
que pedir perdón por algo.
La perplejidad del agresor ante el odio reflejado en los ojos de su víctima
es siempre una tentativa de usurpación, oculta la voluntad culpable de
invertir los papeles. "¿Por qué nos odian?", dicen que se preguntan los
americanos después del 11-S. Tampoco Kertész entiende nada; declara,
aún más, su propósito de mantenerse en la ignorancia; porque
no entender nada es a veces la mejor forma de que todo se explique sin mi intervención,
a través tan sólo de la vesania ajena, de ese hilo rojo del Mal
que atraviesa la historia y se llama antisemitismo. Si un hombre de nariz grande
derriba la puerta de mi casa, viola a mi mujer, mata a hachazos a mi hijo y,
atado y de rodillas, me insulta y me golpea mientras me roba mis ahorros y se
come mi despensa, es lógico que ese hombre concluya que yo le odio porque
tiene la nariz grande. Y si, fuera, en el exterior, "dos continentes más
allá", algunos hombres y mujeres se reúnen para protestar contra
este atropello y solidarizarse con el agredido, es sólo porque se sienten
atávicamente dominados, como monstruos teledirigidos desde la edad de
los helechos, por su odio irreprimible hacia los que tienen la nariz grande.
El victimismo y el desprecio del otro van muchas veces unidos en la desgracia;
se comprende que un superviviente de Auschwitz lloriquee, pidiendo reconocimiento
universal a su sufrimiento incomparable, mientras desdeña el de los otros
como de segunda clase o inferior; y se comprende también que mida las
decisiones de los demás, las más próximas y las más
distantes, a partir de ese centro vivo de dolor, como causa o confirmación
del mismo. Es una neurosis clásica. Pero esa neurosis encaja demasiado
bien en la doctrina sionista como para poder pasarla por alto con magnánima
ternura. Kertész confunde intencionadamente una y otra vez Israel y judaísmo,
de tal manera que los crímenes del uno se purifiquen en los tormentos
del otro y la condena de una política se convierta en algo mucho más
profundo, inconsciente y terrible, ontológicamente imperdonable. Este
ha sido siempre el eje, no sólo de la propaganda de legitimación,
sino de la propia estrategia colonialista del sionismo en Palestina: el odio
a los judíos no sólo deslegitima las críticas a Israel
sino, mucho más importante, obliga a los judíos a buscar refugio
en Israel. Ariel Sharon, entrevistado por Amos Oz en 1982, poco tiempo después
de la invasión del Líbano y de las matanzas de Sabra y Chatila,
se frotaba las manos de alegría pensando en la reacción de los
europeos y en la oleada de antisemitismo que sus crímenes iban a provocar
en Francia, en Alemania, en Inglaterra, incluso en EEUU. Y añade: "Aún
hoy, por el pueblo judío estoy dispuesto a ocuparme voluntariamente de
ejecutar el trabajo sucio, de los asesinatos de árabes según haya
necesidad, de echar, quemar, exiliar, todo lo que haga falta para que se nos
odie. Dispuesto a calentar el suelo que pisan los "yids" de la diáspora
hasta que se vean obligados a venir gritando hasta aquí. Aunque para
ello tenga que volar por los aires varias sinagogas". Veinte años después
vemos cuán fielmente está cumpliendo Sharon este programa; y vemos
cuánto le ayuda Kertész convirtiendo con su varita de escribir
cada protesta, cada discrepancia, cada denuncia, en una manifestación
inequívoca de un visceral, primitivo, inextirpable "odio a los judíos".
Lo hace, por lo demás, recurriendo a expedientes literarios tan torpes
como soeces. Antes citábamos la frase sobre las sinagogas incendiadas,
los cementerios profanados y los americanos apalizados. Pero conviene citarla
entera. Mediante una tosca hipotaxis homogeneizadora, la sola coordinación
de las frases asimila culpablemente en el delito más nefando fenómenos
que el sentido común -última garantía del Derecho- debería
mantener cuidadosamente separados. El antisemitismo, dice Kertész, emerge
del subconsciente con su olor a azufre: "Tanto en Jerusalén como en Berlín,
veo en la pantalla del televisor las manifestaciones contrarias a Israel. Veo
sinagogas incendiadas y cementerios judíos profanados en Francia. A pocos
cientos de metros de mi vivienda berlinesa, cerca del Tiergarten, dos jóvenes
judíos norteamericanos fueron agredidos y apaleados en plena calle. Vi
al escritor portugués Saramago en televisión: inclinado sobre
una hoja de papel comparaba con Auschwitz el proceder de Israel contra los palestinos".
La confusión intencionada, una vez más, entre Israel y judaísmo
le lleva a identificar, con una deshonestidad rayana en la bellaquería,
una manifestación pacífica en Argentina con las profanaciones
de cementerios, los incendios y las palizas. ¡Antisemitismo! Saramago, al comparar
-rigurosamente o no- la situación de la Palestina de hoy con el campo
de Auschwitz, ¡está queriendo encerrar de nuevo a los judíos en
él! Esa es la lógica: comparar a Sharon con Hitler, convierte
en un nazi a quien hace la comparación. ¡Antisemitismo! De otra manera,
insiste Kertész, "¿cómo se puede entender que dos continentes
más allá, en Argentina -donde, dicho sea de paso, bastantes problemas
tiene ya la gente- se produzcan manifestaciones contra Israel?". Inspira una
cierta desazón oír expresarse así a un superviviente de
Auschwitz, despreciando la consciente solidaridad de individuos informados y
maduros con los sufrimientos de un pueblo perseguido y exigiéndoles -con
ese cruel aire de mofa- que se ocupen de sus propios y embrollados asuntos.
¿Cómo se puede entender? ¿Por qué los argentinos, que se están
muriendo de hambre, tendrían que preocuparse de la política de
Israel? Como Kertész ha declarado ya su intención de no buscar
ninguna explicación encuentra exactamente la que busca: el odio. "La
hostilidad a los judíos, que ya dura 2000 años, se ha cristalizado
y convertido en una forma de concebir el mundo". Pero, ¿no es precisamente "una
forma de concebir el mundo", réplica y mímesis de la del verdadero
antisemitismo (el de Mein Kampf y Los Protocolos de Sion), esta
visión del odio universal latiendo bajo las más dignas, las más
puras, las más legítimas intenciones? ¿No existe el mismo peligro
de enloquecer y de hacer enloquecer al mundo, el mismo desprecio y la misma
violencia potencial contra el otro, en el hecho de ver por todas partes "la
mano de los judíos" que en el de ver por todas partes "la mano del antisemitismo"?
El verdadero parentesco ideológico entre nazismo y sionismo se pone de
manifiesto, así, en esta perversión de la inteligencia: es finalmente
un crimen más grave denunciar los crímenes de los que tienen la
nariz grande que los crímenes mismos contra los que tienen la nariz algo
más pequeña. Pero así, la nariz grande, la raza, la especificidad
irreductible, se convierten en un escudo invulnerable desde detrás del
cual se pueden lanzar impunemente las cuchilladas. Los sionistas se protegen
racistamente en su "raza" para convertir todos sus crímenes en legítimos
y todas las quejas de las víctimas en racismo. Pero racismo no es jerarquizar
o perseguir a las otras razas; racismo es ya creer en ellas. Kertész
utiliza con bastante grosería este tropo sionista: se acoraza tras su
"judaísmo" amenazado para disolver en él la responsabilidad, la
decisión moral, la obligación de conocer, todas esas notas que
resumen, al menos desde Kant, el concepto de Humanidad. La perplejidad del agresor
es inmoral: se le odia sencillamente porque es el agresor. El derecho a la perplejidad
es el de la víctima, que tiene que retroceder hacia la identidad -hacia
todos esos rasgos de sí mismo que hasta entonces juzgaba periféricos,
accesorios e involuntarios- para justificar la agresión de la que es
víctima. Así es como se hicieron "judíos" tantos hombres
bajo el nazismo (Hannah Arendt analiza muy bien este mecanismo en Hombres
en tiempos de obscuridad); esa es la explicación de que el sionismo,
incluso después de la liberación del "judaísmo", cuando
ha dejado felizmente de existir una "cuestión judía", haga tanto
hincapié en el victimismo. Las declaraciones de Sharon arriba citadas
esclarecen sin ambages la alianza monstruosa y natural entre dos nacionalismos
rivales que participaban de la misma ideología. Nazismo y sionismo compartían,
en efecto, el mismo concepto del "judaísmo", como lo prueba el hecho
de que, mientras el gobierno de Hitler perseguía salvajemente a los judíos
despolitizados, toleró la existencia legal del movimiento sionista hasta
el año 1938. Esta alianza "natural" no pasó desapercibida a los
ojos de algunos intelectuales hebreos y esto desde muy pronto. Así Karl
Kraus, judío universal de Viena y autor de la obra imprescindible Los
últimos días de la humanidad, denunciaba en un artículo,
apenas un año después del Congreso de Basilea (1897), acta fundacional
del sionismo, la identidad de objetivos y procedimientos entre el movimiento
de Theodor Herzl y los partidos antisemitas de Austria, encabezados por el diputado
Schneider de la Baja-Baviera. Estas dos fuerzas, según Kraus, "aspirarían
secretamente a una alianza: el grito "Fuera los judíos", procedente de
los estudiantes nacionalistas austríacos, va ganando esferas que la apatía
política hace receptivas a este eslogan y se ha visto enseguida a los
judíos antisemitas (los sionistas), con un celo jamás alcanzado
hasta la fecha por los arios, aportar su concurso a un objetivo que, en efecto,
les es común, no obstante ligeras diferencias". O también: "Puesto
que el tipo judío se ha atraído, a causa de ciertos rasgos fisionómicos,
la risa de los imbéciles, nuestros judíos extremistas convierten
en una cuestión de honor poner el acento sobre estas particularidades,
queriendo dar la réplica, con su celo de neófitos, al antisemitismo
más vulgar, encarnizado sobre la curvatura de una nariz". Setenta años
más tarde, hacia 1970, después de Auschwitz, después de
la creación del Estado de Israel, el más sereno Victor Kempleren,
que vistió también la camisa con la estrella amarilla, comparaba
con frialdad de filólogo las doctrinas y métodos propagandísticos
de Herzl y Hitler en su impecable obra -esbozada a jirones, de habitación
en habitación, de pueblo en pueblo, perseguido por los nazis- sobre la
Lengua del Tercer Reich. El detallado análisis de los principios y los
procedimientos merece una lectura atenta por parte de cualquier lector imparcial,
pero aquí me limitaré a reproducir las conclusiones: "Las coincidencias
entre ambos son continuas... Ideológicas, estilísticas, psicológicas,
especulativas, políticas, ¡y cómo se estimularon mutuamente! (...)
Hitler aportó al sionismo y al Estado judío más partidarios
que el propio Herzl. Y Herzl, a su vez..., ¿de quién podía aprender
Hitler cosas más esenciales y útiles? (...) Sin duda la doctrina
nazi fue estimulada y enriquecida en repetidas ocasiones por el sionismo". La
perplejidad del agresor es inmoral. La perplejidad del agredido acaba por confinarlo
en la privilegiada desdicha de la identidad. El sufrimiento y aislamiento de
los palestinos desde hace más de 50 años comienza a generar entre
ellos la conciencia pastosa de una especificidad de excepción, un clinamen
también de "pueblo elegido". La Humanidad no puede querer que los palestinos
se conviertan en "judíos". Por lo que los demás pueden llegar
a hacerles y por lo que ellos mismos, si no nos damos prisa en reparar tan inmoral
entuerto, pueden llegar a hacer.
El estilo intempestivo de Kraus hace del sionismo "el enemigo de la caridad
humana", el mejor sostenedor de la "causa antisemita". Si el "antisemitismo"
significa algo todavía hoy; si sirve para nombrar, más allá
del sufrimiento de los judíos, la forma extrema del racismo que contra
ellos emergió a la luz; si designa esa radical negación del otro
que amenaza también a otras personas y que compromete a todo el mundo;
si evoca los peligros que para todos incuba en su nihilismo de acero, entonces
el texto de Imre Kertész no es sólo un panfleto sionista: es además
un panfleto antisemita. El antisemitismo despuebla el universo en el lenguaje
antes -o al mismo tiempo- que lo despuebla en la realidad. El texto de Imre
Kertész se monta sobre la trama de algunos de sus recursos más
sencillos -los cuatro palotes del racismo-: amortiguar o rebajar la "calidad"
de la existencia del otro, localizar los móviles de su conducta fuera
de las zonas comunes de la humanidad, aprehenderlo sólo con las pinzas
del estereotipo y la propaganda, confundir los límites del mundo con
los de la propia superioridad. Con estos cuatro elementos, más unas cuantas
metáforas zoológicas, otras pugilísticas y un gran ejército,
los nazis asesinaron a seis millones de judíos en la Segunda Guerra Mundial.
La neurosis es una forma de nihilismo. Al neurótico, encerrado en su
sufrimiento inigualable, le irrita que su mujer se incline a curar la herida
del niño al que acaban de pegar. El sionismo es el programa político
de una neurosis. Desde el balcón de su séptimo piso, a Kerzést
le hiere que los intelectuales europeos -ojalá fuese cierto- vuelvan
la mirada hacia un sufrimiento que no es el suyo. "Después de tanta solidaridad
verdadera y fingida se ha vuelto la página: los mandarines han dirigido
la mirada severa hacia Israel. En determinadas cuestiones sin duda tienen razón:
sin embargo, nunca han comprado un billete para el autobús que hace el
trayecto entre Jaifa y Jerusalén". Desde el balcón. ¿Qué
cabía esperar de un intelectual riguroso, engrandecido por el premio
Nobel, superviviente de Auschwitz y que acaba de leer una conferencia de título
El legado de los supervivientes del Holocausto. Implicaciones morales y éticas
para la humanidad? Quizás que hubiese cogido también el autobús
de Jerusalén a Ramalah, de Jerusalén a Nablus, de Jerusalén
a Yenin. Kertész está demasiado atrapado en su experiencia personal
para tener experiencias personales; está demasiado atrapado en su experiencia
"judía" para tener también experiencias "palestinas". Es una lástima.
Si hubiese cogido el autobús de Jerusalén a Ramalah, de Jerusalén
a Nablus, de Jerusalén a Yenin; si hubiese sido detenido en diez chek-point
en el camino; si hubiese visto a las embarazadas dar a luz entre las metralletas
y las ambulancias retenidas y los víveres esparcidos por el suelo; si
hubiese visto a sus soldados humillar y golpear a los padres delante
de sus hijos; si hubiese visto disparar entre risas a un "beduino" que corría
recogiéndose la galabiya; si hubiese visto llorar a un hombretón
entre los escombros de su casa derribada; si hubiese visto las calles vacías
bajo el toque de queda, las cometas tiroteadas en las azoteas, los escolares
reventados camino de la escuela; si hubiese visto a los jóvenes de rodillas
y con los brazos tatuados delante de los tanques y las pintadas en hebreo profanando
guarderías y lugares de rezo y los cuadraditos de habas y tomates aplastados
con saña por un héroe en carro armado; si hubiese respirado un
sólo minuto con pecho humano el horror de la Ocupación que para
los palestinos dura ya treinta y siete años; si hubiese descendido de
su balcón y hubiese ido a Ramalah, a Nablus, a Yenin, a Hebrón,
a Rafah, quizás entonces habría encontrado pruebas de que tiene
razón y de que, al contrario de lo que afirma descabelladamente Saramago,
entre la situación de los judíos en Auschwitz y la de los palestinos
en Gaza y en los TTOO no hay ninguna relación. Pero los palestinos no
existen; Kertész procura evitar incluso su nombre, como el de Yahvé,
pero al contrario, para no tener que ascenderlos a humanos; y si alguna vez
los llama a escena es para exponerlos allí como a monstruos de barraca
o ilustraciones de un libro de malformaciones genéticas. "Confieso que
no entiendo nada y me cuesta creer que estemos ante una cuestión meramente
política"; "el acto (de los suicidas) revela un tipo de amargura que
no puede explicarse tan sólo por impulsos nacionalistas"; el modo en
que llevan a cabo sus atentados "demuestra que no sólo se trata de crear
o no un Estado palestino". ¿Por qué, pues, estos jóvenes "se revientan
haciendo estallar una bomba"? Por "placer". Kertész no quiere buscar
otra explicación y, claro, no encuentra ninguna otra. Aún más:
no llega a esta conclusión por eliminación; él ve, ha visto
el "placer" de los palestinos abrazados a sus bombas; el placer es el hecho
del que parte -presupuestario, evidente, incontrovertible- y desde el que rechaza
cualquier otra consideración. Hay que descartar todos los factores políticos
o psicológicos o socio-económicos porque está claro que
sienten placer cuando lo hacen. Cansados de atiborrarse de caviar en
lujosos restaurantes, de bailar en discotecas, de conducir bólidos y
viajar por todo el mundo, se descuelgan desde el espacio sobre Israel, que no
les ha hecho nada pero que les pilla más cerca, y se hacen saltar por
los aires en un mercado de Tel Aviv. ¿Qué clase de infamia es ésta?
¿Qué falta de respeto a la propia inteligencia? ¿Qué abyecta transferencia
de responsabilidad? Así trabaja la neurosis con sus redes de ignorar
existencias. Por placer. Es verdad que no haría falta ya ningún
otro móvil para medir la monstruosidad gratuita de estos atentados, pero
Kertész, sin darse cuenta de que el placer es desinteresado, insinúa
también que lo harían, al mismo tiempo, por dinero. Las familias
obligarían a sus hijos -a los que no están naturalmente inclinados
a las emociones fuertes- a ponerse la bomba en el pecho para cobrar luego los
25.000 dólares que, según la propaganda sionista, Sadam Hussein
pagaría como recompensa. ¿Qué inmoralidad es ésta de privar
de antemano a todo un pueblo de los resortes más banales, los más
antropológicos, de la moral? ¿Se da cuenta Kertész de a dónde
le lleva esta pendiente? O damos por supuesto que los palestinos aman a sus
hijos y a sus novios, que respetan a sus padres, que saben apreciar un regalo
y devolver un favor, que sangran cuando se les pincha y lloran cuando se les
golpea, que se emocionan viendo una buena película o la puesta de sol
entre los olivos, que quieren vivir en paz y hacer una fiesta y enamorarse y
patear un balón y contar un chisme, exactamente igual que los judíos,
o los hemos excluido del espacio común de la humanidad, con las consecuencias
que Kertész, esta vez sí, conoce por propia experiencia. ¿No son
hombres, pues? Por no tener, los palestinos no tienen ni psicología;
su personalidad está ya forjada desde el principio, con independencia
de lo que ven, oyen o viven, en la fragua del mal intemporal de la que van saliendo
de una pieza, con la bomba instalada en el pecho. Nada les afecta. ¿Cómo
es posible que este Occidente de arriba abajo psiquiatrizado, en el que hay
gabinetes psicológicos especializados para asistir a los veteranos de
Afganistán, a los parientes de las víctimas de las Torres Gemelas,
a las víctimas de la violencia doméstica, a los niños maltratados,
a los desempleados y hasta a los divorciados, no sea capaz ni por un momento
de interpretar de otra manera el gesto mediante el cual un palestino de veinte
años, que no ha tenido ni un solo día de tranquilidad y seguridad
en su vida, decide matarse llevándose el mayor número de israelíes
por delante? Eyad El-Sarraj, psiquiatra, nos recuerda que los jóvenes
mártires de hoy son los niños de la primera Intifada, el 60% de
los cuales fueron testigos de las palizas que recibieron sus padres por parte
del ejército de ocupación. Ver como pegan, insultan y humillan
a tu padre, garantía para un niño de protección e invulnerabilidad,
eje de su propia dignidad, ¿afectará menos que un divorcio o que un despido?
Pero no podemos introducir, no ya la política, ni siquiera la psicología,
y esto por imperativo neurótico-sionista. ¿Por qué el placer?
Porque su contrario, la desesperación, exigiría a Kertész
introducir todas las cosas que faltan en su texto y de las que no quiere hablar.
¡Habría que introducir la Ocupación, las matanzas de niños
y mujeres, el hambre inducido, el derribo de casas, las torturas, las deportaciones,
las palizas, para que estos jóvenes asesinos estuviesen desesperados!
Habría que introducir la propia responsabilidad, la responsabilidad israelí
en esta historia. Y para no tener que hacerlo -típico mecanismo neurótico-
Kertész prefiere privar a los palestinos de toda humanidad. Esto sí
que es, me parece, antisemitismo. Por placer o por dinero. Curiosa proyección
la de Imre Kertész. Los clichés del antisemitismo clásico,
¿no se complacían precisamente en subrayar la naturaleza perversa de
la sexualidad judía y su codicia monstruosa, capaz de vender una hija
por un poco de oro? La vida del judío del gueto, ¿no estaba presidida
justamente por la lujuria y la avaricia? También por una religión
infantil y bárbara que le imponía mojar en sangre de niño
cristiano hostias consagradas. Ni esto le falta a Kertész. "¿Cómo
explicar que jóvenes llenos de energía se presten a cometer atentados
suicidas? Según un amigo, les dicen que "más allá", en
el harén del otro mundo, les esperan 72 vírgenes que los colmarán
de caricias". Si nos hemos prohibido introducir la política y la psicología,
introduzcamos la religión, que siempre es muy socorrida. Aquí
el placer, como motor de la existencia de los palestinos, se une estrechamente
a esta versión de una fe para críos que engañaría
a sus fieles prometiéndoles, como recompensa de sus crímenes,
una orgía ininterrumpida en el paraíso. El gesto de hacerse estallar
es un placer en sí mismo y, contemporáneamente, el medio de alcanzar
un placer superior. ¡Esto sí que es una verdadera economía de
los placeres! Repugna un poco la ironía displicente, intelectualmente
superior, con la que Kertész bromea a continuación acerca del
papel de las mujeres, sin darse cuenta de que está incurriendo, al tragarse
esta historia, en el mismo ridículo etnocentrismo -ignorante, infantil
y prepotente- del caballero colonialista que, con el vaso de whisky entre las
manos, hincha su superioridad despreciando desde el bungalow la credulidad de
los negros, que ven demonios en las cucharas de palo. Los palestinos son salvajes,
primitivos, paganos o infieles, como dirían los cristianos, y en todo
caso chiquillos horrendos desprovistos de toda pureza por un pecado de raza
o de cultura. Para no introducir la ocupación, para no introducir las
matanzas de mujeres y niños, el hambre inducido, el derribo de casas,
las deportaciones y las palizas, Kertész introduce, deglute y repite
este cuento antisemita indigno de un -suponemos- culto humanista que debería
conocer, al mismo tiempo, la hechura de los hombres y la historia de las religiones.
Por placer, por dinero y por Alá. Potente análisis, válgame
el cielo. ¿Por qué se matan? Ninguno de ellos querría matarse
si tuviese un tanque y por lo tanto -tenía razón Leila Yaishi
en el campo de Burj Al-Barajneh en el Líbano- no son exactamente suicidas.
Las cosas son tan sencillas como parecen. Se matan por lo que ellos mismos dicen
cuando se les pregunta. ¿Por qué se matan? Se matan por "nación,
patria, hogar", esas palabras que tanto emocionaron a Kertész al pie
de la escalerilla del avión y que hasta entonces siempre le habían
resultado "conceptos inaccesibles". ¿Por qué se matan? Se matan mitad
por desesperación y mitad por generosidad, en un mundo tan malo, tan
injusto, tan castigado, que en él la generosidad sólo puede ser
inmoral y destructiva (y en el que, viceversa, la moralidad sólo puede
ser cobarde, egoísta, interesada, insolidaria e inhumana). Se matan,
no para hacerse acariciar por 72 huríes, sino para que sus hijos puedan
acariciar a sus novias en el balcón de una casa que no va a caerse; para
que sus sobrinos besen el agua de unos ríos que nadie va a robarles;
para que sus compañeros de clase se dejen acariciar la cara por la brisa
de la tarde, apoyados en un olivo que ningún tanque va a arrancarles.
Eso es lo que confiesan los "mártires" fallidos ante las cámaras
de la televisión. Y naturalmente, como son creyentes, les conforta saber
que además irán al paraíso. Pero mucho me temo que, a tal
extremo ha llegado la obstrucción de todas las rendijas -a través
de las cuales mirar un futuro sin sufrimiento- que muchos de ellos se harían
estallar incluso a costa de renunciar a la salvación eterna de su alma.
Hay muchas razones para que no nos gusten los atentados-cuerpo (no los llamemos
más atentados suicidas), como gustan cada vez menos a más gente
entre los propios palestinos. Tiene razón Etienne Balibar: "La mayor
exigencia de justicia está del lado de los palestinos, la mayor medida
de injusticia está del lado de Israel". Lo que no se puede es moralizar
desde un balcón para mejor medir, por contraste, la propia inocencia.
"Las guerras de nuestro tiempo", dice Imre Kertész, "son guerras siempre
teñidas de moral, en una medida que quizás nunca habíamos
alcanzado. En nuestro mundo moderno -o postmoderno-, las fronteras no transcurren
tanto entre naciones, etnias, confesiones, sino más bien entre concepciones
del mundo, actitudes ante el mundo, entre razón y fanatismo, paciencia
e histeria, creatividad y afán destructivo de poder. En nuestra época
carente de fe se libran guerras bíblicas, guerras entre el Bien y el
Mal". La humanidad, el Bien, la razón, la creatividad tienen exactamente
para Kertész los límites de su tribu, como para esos pueblos primitivos
de los que nos habla Levi-Strauss que se daban a sí mismos -en las más
variadas lenguas- el nombre de Los Hombres. La espiritualidad se ha encarnado,
en este mundo postmoderno, en un tanque judío bautizado Merkava (¿"bienvenido"
en hebreo?). "Lo confieso con toda sinceridad: cuando vi en la televisión
los tanques israelíes que se dirigían a Ramala, una idea me atravesó
el alma de forma involuntaria e ineluctable: Dios mío, qué bien
que pueda ver la estrella judía sobre los tanques israelíes y
no cosida sobre mi ropa como en 1944". Por Dios, ¿no se podría conformar
Kertész con la alegría de verla ondear en una escuela? ¿Tiene
que ser un tanque? El superviviente de Auschwitz no nos dice qué van
a hacer en Ramala esos tanques; no le importa; se siente contento y seguro como
los buenos alemanes que veían, desde sus granjas, pasar los suyos camino
de Polonia, a la caza de judíos. Kertész cita, con manipuladora
truculencia, el atentado contra el autobús de la línea Jaifa-Jerusalén
(son demasiados todos esos "pedazos de cuerpos destrozados" para una acción,
sin duda atroz e injustificada, que ocasionó una víctima).
Lo que no dice Kertész es que esa misma noche diez tanques israelíes
y una excavadora entraron en Rafah y derribaron sin avisar dos casas, muriendo
aplastado Taufiq Bereka, de cuatro años, que dormía profunda y
apaciblemente -como todos los niños de esa edad- en su cama. ¿Cuántos
israelíes han muerto en su cama bajo las bombas palestinas? Esas cosas
hacen los tanques Merkava que tanto alborozo ponen en el corazón sensible
de Kertész. Van a Ramala y derriban casas, destruyen ministerios, centros
culturales, archivos, hospitales, bombardean escuelas, arrasan olivos, aplastan
tomateras. Y los niños -los niños- cuando ven la estrella de David
estampada bajo el cañón, como son antisemitas, en lugar de alegrarse
con Kertész, tiemblan de terror. El superviviente de Auschwitz se alegra
del terror de los niños palestinos. No puede evitarlo; relincha de gozo.
¿Qué os habéis creído, pequeñines? Ahora nosotros
somos los nazis.
¿Qué mundo es éste en el que ya no podemos confiar siquiera en
un superviviente de Auschwitz? ¿Puede un perseguido por el nazismo mentir, ordeñar
clichés, bordear la existencia de los otros, explotar su autoridad para
legitimar una feroz obra de conquista y ocupación? No, no puede. Primo
Levi, uno de los hombres que más respeto y de los escritores que más
admiro, superviviente también de los Lager, enumeraba en 1976 algunos
de los factores que le ayudaron a soportar este infierno sin medida. Acaba así:
"Quizás también me haya ayudado mi interés, que nunca flaqueó,
por el ánimo humano y la voluntad no sólo de sobrevivir (común
a todos), sino de sobrevivir con el fin preciso de relatar las cosas a las que
habíamos asistido y que habíamos soportado. Y finalmente quizás
haya desempeñado un papel también la voluntad, que conservé
tenazmente, de reconocer siempre, aun en los días más negros,
tanto en mis camaradas como en mí mismo, a hombres y no a cosas,
sustrayéndome de esa manera a aquella total humillación y desmoralización
que condujo a muchos al naufragio espiritual". Imre Kertész es un superviviente
a medias. No sobrevivió realmente. Sobrevivió físicamente,
porque era joven y fuerte, pero se dejó la piel moral en los Lager. Los
nazis le vencieron, consiguieron lo que se proponían: dejó de
pernsar en hombre y se convirtió en un "judío". Kertész,
desde entonces, cree que hay que amar a los "judíos" como a uno mismo,
cree que hay que proteger sólo a los "judíos", cree en la superioridad
racial de los "judíos" y exige al mundo que sacrifique la justicia, el
derecho, la verdad, la vida de miles de personas, la paz internacional y hasta
la piedad para que los "judíos" (léase Israel) puedan apoderarse,
sin remordimientos y en seguridad, de lo que no les pertenece. Si Kertész
hubiese sobrevivido realmente a Auschwitz, si hubiese sobrevivido, habría
vuelto a ponerse su camisa rota, con la estrella amarilla de David en la solapa,
y habría bajado a la calle, desde su olímpico balcón, a
erguirse, viejo valiente, delante de los tanques que iban a Ramalah con la estrella
amarilla de David estampada bajo el cañón. Y así, estrella
contra estrella, David contra David, los judíos habrían vuelto
a ser, seguirían siendo, contra los antisemitas de todas las calañas,
la "minoría universal" en la que los hombres reconocerían, avergonzados
de sí mismos, los valores que la han permitido sobrevivir hasta la fecha
a todos los Lager de la Historia. En vísperas del inmoral ataque de EEUU
a Irak, cuando en Israel gobierna un criminal de guerra decidido a encontrar
una "solución final" a la "cuestión judía" (perdón,
palestina), mientras un obús lanzado por un tanque Merkava impacta contra
una escuela de Rafah matando a dos mujeres y cuatro niños, la Academia
Sueca concede el premio Nobel de la Paz a un ex-presidente estadounidense y
el premio Nobel de Literatura... al sionismo. Justo la manita de Dios -y en
el momento justo- que los hombres necesitábamos para tratar de poner
un poco de orden en este mundo.