20 de octubre del 2002
La casa en la ciudad de las siete torres
Günter Grass
El País
Éste es el texto prácticamente íntegro del discurso
pronunciado por Grass el pasado viernes 18 en Lübeck, en el décimo
aniversario de la muerte de Willy Brandt.
Tomemos distancia. Nuestro presente nos exige que volvamos sin cesar
la mirada a las simas de la historia. En febrero de 1937, el periodista exiliado
Herbert Frahm, de sobrenombre Willy Brandt, viajó desde Oslo a Barcelona
pasando por París. Iba en nombre del Partido Socialista Obrero de Noruega
para informarse de la situación en la Guerra Civil española. Sólo
tenía 24 años, pero la huida de Alemania y la tenaz lucha contra
el fascismo y el nacionalsocialismo le habían proporcionado harta experiencia.
Era más maduro que lo que hacía suponer su edad. Se había
visto forzado a tomar decisiones fundamentales que habían marcado su
existencia; y había tenido que ver cómo un pueblo, el suyo, se
encaminaba al desvarío.
Y ahora, en el mes de mayo del año de su viaje, pudo observar cómo
los comunistas en Barcelona, por orden de la Komintern controlada por los soviéticos,
o sea, desde posiciones dogmáticas, conducían en plena guerra
una guerra dentro del campo de la izquierda contra anarquistas, trotskistas
y otros desviacionistas. Purgas, así es como se llamaban semejantes acciones.
Igual que el escritor George Orwell, a quien conoció antes de que éste
fuera herido en el frente, Willy Brandt fue también testigo de la masacre.
Mientras la Falange de Franco atenazaba Madrid, miles de republicanos eran liquidados
por los comunistas. De estos crímenes trata el libro de George Orwell
Homenaje a Cataluña. También Willy Brandt, apenas hubo abandonado
España, informó a sus compañeros de lo que había
visto. Otra experiencia más, de efectos duraderos.
Pero en París muchos titubearon antes de aceptar hechos tan deprimentes.
En los círculos de los exilados alemanes tuvo el periodista viajero un
encuentro con el escritor Heinrich Mann. Éste contempló al joven
socialista con benevolencia y sin ninguna prevención política
en cuanto se enteró de que era originario de Lübeck. Comenzaron
a charlar. Willy Brandt ha contado más tarde este encuentro con gusto
y resaltando lo anecdótico. Se me ha quedado grabada su risa cuando llegaba
a la pregunta que le hizo el famoso escritor: 'Y dígame, joven, ¿siguen
todavía en pie la siete torres de nuestra común patria chica?'.
Habrá sido la nostalgia la que le dictó semejante pregunta al
autor de El súbdito. Su imagen de Alemania se desmoronaba. Presentía
la destrucción que amenazaba a su patria. De ahí la preocupación
por su ciudad natal, adornada por múltiples torres. Y por eso el discurso
que tengo el honor de pronunciar hoy se titula: 'La casa en la ciudad de las
siete torres'.
La casa lleva ya mucho tiempo en la Königstrasse, y está vacía.
Pero muy pronto, en su función de Willy-Brandt-Haus, se verá animada
por la fecunda herencia política de un hombre de Estado de rango mundial,
nacido en Lübeck el 16 de diciembre de 1913, que se crió aquí
de padre desconocido y que, siendo todavía estudiante de secundaria en
el instituto Johanneum, escribió un artículo en el periódico
y llegó a polemizar con su padre adoptivo político, el socialdemócrata
Julius Leber. Ya muy temprano se expresaba en él el resuelto antifascista.
En la noche del 1 al 2 de abril de 1933 tuvo que abandonar su ciudad natal:
desde Travemünde un barco pesquero le llevó a la isla danesa de
Falster. A la fuerza, Herbert Frahm pasó a llamarse Willy Brandt. Pero,
a partir de ahora, en las habitaciones del edificio de la Königstrasse
puede mostrarse que, por fin, ha vuelto a su casa.
Yo conocí a Willy Brandt a finales del verano de 1961. Como alcalde-gobernador
de Berlín Occidental era también, y por primera vez, el candidato
a canciller por el SPD, ya que, pocas semanas después del comienzo de
la construcción del Muro a través de la ciudad de Berlín,
se celebraban las elecciones generales al Bundestag. El exilio del joven de
padre desconocido y el viaje a Barcelona como datos de su biografía fueron,
décadas más tarde, materia de polémica y manipulación
de sus adversarios políticos hasta llegar a alimentar una campaña
de difamación permanente y de larga duración, entre otros en la
Neue Presse de Passau y otros periódicos del grupo Springer. El a la
sazón canciller federal, Konrad Adenauer, y su discípulo Franz
Josef Strauss, fueron quienes la iniciaron empleando el origen como hijo de
madre soltera y el destino de exiliado político de su adversario de manera
sumamente eficaz en sus discursos electorales. Querían aniquilarle como
sólo se hace con un enemigo. ¡Vaya pareja de cristianos!
Al difamado, a quien las consecuencias inmediatas de la construcción
del Muro le suponían un enorme desgaste en aquellos días, éstas
y posteriores calumnias le infligieron heridas sin remedio. Por aquel entonces
parecía fácil pescar en aguas electorales con semejantes denuncias
e insinuaciones rastreras. Y el intento de asesinato por difamación quedó
sin castigo. La opinión pública reaccionó con tibieza.
Como mucho, lo que estaban cometiendo los difamadores se tildaba de 'delito
leve', tolerable. Pero a mí estas repugnantes acusaciones me conmovieron
y me impulsaron a cumplir como escritor mi deber de ciudadano, participando
con fuerza y claridad en defensa del difamado. Cerré la tapa del tintero,
abandoné el escritorio y tomé partido.
Pocos años más tarde pasamos a considerarnos amigos, aunque no
podíamos haber sido más diferentes. Pero aparte de nuestra amistad
basada en la cercanía y la distancia, yo le debo mucho a Willy Brandt.
Lo que en la creación literaria me resultaba fácil y natural,
considerar hasta los detalles más insignificantes y, sin embargo, no
extraviarme en los hechos y vinculaciones generales por confusos, contradictorios
y a menudo escondidos que estuvieran, eso lo aprendí ahora a reconocer
en la esfera de la política, y a nombrarlo con claridad en los discursos
públicos. Él era para mí un ejemplo en acción, no
un modelo al que debiera copiar sin crítica alguna; a ninguno de los
dos nos han gustado nunca los oratorios domésticos de ese tipo.
Willy Brandt, el pragmático, para quien lo posible había de ser
más importante que lo deseable, no perdía sin embargo nunca de
vista las metas lejanas, utópicas. Tanto como canciller federal o, años
más tarde, enfrentándose a nuevas tareas como presidente de la
Comisión Norte-Sur, jamás perdía el aliento de corredor
de fondo, entendiendo siempre las necesidades más acuciantes de las personas
y mostrando vías para salir de apuros, aunque fuera paso a paso. Conocía
perfectamente las victorias parciales y las derrotas notorias. El reverso de
la medalla del progreso, la melancolía, le acompañó con
harta frecuencia en su quehacer. En su periplo político pudo superar
algunos obstáculos sólo después de intentarlo tres veces.
Muchas veces tenía que preguntarme:
¿qué le sostiene, qué le impulsa a enfrentarse una y otra vez
a tales penalidades? Es ahora, diez años después de su muerte,
cuando empezamos a comprender la sagacidad y visión política,
la enorme capacidad de anticiparse al futuro que le ha distinguido y que, al
mismo tiempo, le impuso una pesada carga, la de la preocupación e intuición
de todo lo que ahora ya se ha presentado como una crisis que hace temblar los
cimientos del mundo. De eso hablaré más tarde.
Por eso veo la casa de la Königsstrasse más como una sede para la
acción que como simplemente conmemorativa, ya que quien quiera honrar
la labor política de Willy Brandt deberá continuarla diez años
después de su muerte: ésta estaba orientada hacia el futuro y,
por lo tanto, no se la puede considerar acabada.
La apurada victoria de la coalición rojiverde compromete a ambos partidos
a completar su trabajosa y pragmática tarea cotidiana haciendo de las
concepciones desarrolladas por Willy Brandt la base de su trabajo político
y nutriéndose de su capacidad visionaria. Hay que consumar la unidad
alemana para que por fin 'se junte lo que no debió estar separado', y
hay que tomar nota de una vez de las conclusiones de la Comisión Norte-Sur,
que dirigió Willy Brandt, después de tantos años de ignorarlos,
a fin de entender que la política de desarrollo a favor de unos pueblos
del Tercer Mundo que sufren el empobrecimiento y la explotación es, prioritariamente,
una contribución a la lucha contra el terrorismo.
En ambos campos, la reducción paso a paso de la tensión Este-Oeste
y la anticipación de una agudización del conflicto Norte-Sur,
lo que le importaba a Willy Brandt era el mantenimiento de la paz mediante una
mayor justicia y la superación paulatina de antagonismos anquilosados
de forma dogmática. Quizá sea útil e ilustrativo echar
ahora un vistazo, desde mucha distancia y alejándose de cierta autocontemplación
alemana, a aquel prolongado proceso que está ligado al nombre de Willy
Brandt bajo el título algo impreciso de política de distensión.
Hace cuatro meses visité Corea del Sur a invitación del Instituto
Goethe y de una universidad de Seúl que celebraba un simposio dentro
de un programa dedicado a los problemas de la prolongada existencia de dos Estados
separados en su país. Me solicitaron, mencionando mis comentarios críticos
al proceso de la unidad alemana, que les expusiera las experiencias propias.
Lo que pretendían, según indicaron cortésmente, era aprender
a no repetir los errores alemanes buscando más las vías para ponerse
de acuerdo que la misma unidad.
Así que me presenté en Corea y conmigo llegó, también
invitado por el Instituto Goethe en Seúl, el escritor de Alemania oriental
Uwe Kolbe. Durante dos días se sucedieron las conferencias y los debates.
Pero no sólo se hablaba de Corea del Sur y Corea del Norte y de la distancia
doblemente vigilada entre ambas partes del país. Percibimos con sorpresa
cómo los políticos y politólogos participantes estaban
familiarizados hasta el último detalle con la política de Alemania
de principios de los años setenta. La tesis de Egon Bahr del 'cambio
a través del acercamiento' no se quedó en mera cita, sino que
se reconoció como posibilidad en relación con las dificultades
coreanas. Se recordó en varias ocasiones que fue Willy Brandt, que prácticamente
nunca hablaba de la unificación de ambos Estados alemanes, quien, sin
embargo, le abrió el camino. Y aún más, dedicándose
a hacer en cada momento lo más evidente -reunificaciones familiares,
más facilidades para pasar la frontera, mejora de las vías de
comunicación de tránsito y otras medidas semejantes- nunca convirtió
la anexión del otro Estado en el objetivo de sus acciones, como posteriormente
ocurriría en un abrir y cerrar de ojos, y jamás lo situó
en un primer plano, porque habría asustado a la otra parte; y así
se fue haciendo posible, paso a paso, lo que en el año 1990 desgraciadamente
se ejecutó a toda prisa y, consiguientemente, con mucho exceso de desconsideración
y falta de reflexión.
En Corea no se habló del estado actual de una unidad alemana a la que,
si bien por una parte ha sonreído la fortuna, también ha dañado
la aplastante dominación occidental. Allí se hallan en el comienzo.
Apenas se han digerido los primeros reveses. Desde que el presidente estadounidense
designó a Corea del Norte como 'régimen maligno' y parte del 'eje
del mal', los dirigentes de este país aislado se muestran más
reticentes que lo que en realidad les permite su angustiosa situación
económica. Por persona interpuesta, Seúl estaba buscando apoyo
exterior, consejo de la experiencia de otros, y confiaba así en reanimar
un debate que debería encontrar vías practicables; parece que
ahora vuelve a moverse algo, intentándose algo parecido, tan útil
y tan trabajoso, como la 'política de ir paso a paso' a la coreana.
Y con ello llego a la Casa de Willy Brandt en Lübeck. En sus salones deberían
continuarse las conversaciones ya iniciadas. Debería invitarse a políticos,
economistas, intelectuales del sur y del norte de Corea. Wolfgang Thierse podría
moderar las conversaciones con su experiencia germano-oriental. Sería
de desear que también participara Egon Bahr. Sólo con el respeto
al interlocutor de turno se puede negociar o, en caso necesario, conquistar
mediante la discusión un acuerdo: el esfuerzo por ponerse de acuerdo
es condición previa para la unidad, esa que en nuestro país sólo
existe sobre el papel; han tenido que ser las inundaciones que han afectado
a Alemania en el sur, el este y el norte, las que nos hagan ver a los alemanes
qué tenemos en común.
Pero todavía no es bastante. La Casa de Willy Brandt en Lübeck deberá
asumir otras tareas. Pues él, que da su nombre a la casa y para quien
trasladar piedras según el principio de Sísifo fue una disciplina
que le acompañó toda su vida, ha dejado ejemplos de una política
que sigue vigente en todo el mundo. Cuando en 1973 habló ante Naciones
Unidas, siendo así el primer canciller federal alemán en hacerlo,
se centró en el tema de la creciente miseria en los países del
Tercer Mundo. La casualidad quiso que yo estuviera entonces en condiciones de
asistir en el edificio de la ONU a su admirable discurso, que hallaba su punto
culminante en la frase: 'El hambre también es la guerra'. Un diagnóstico
que fue abortado inmediatamente por el aplauso. Y no ocurrió nada más.
Se prosiguió con el orden del día, que es lo que se suele hacer
cuando una verdad pronunciada muy crudamente amenaza con perturbar el consenso.
Pero él continuó con el tema. Ya no como canciller federal, pero
sí como presidente de la Comisión Norte-Sur, dedicándose
a poner al descubierto la relación existente entre la carrera armamentista
de los pactos militares del Este y del Oeste y la pobreza en los países
en desarrollo. El Banco Mundial fue el que hizo el encargo y las Naciones Unidas
suscribieron como patrocinadores. En una época en que, pese al languidecimiento
de la guerra fría, el conflicto Este-Oeste seguía dominando la
escena política, Willy Brandt intentó que el mundo se interesara
por la situación conflictiva del Sur, marginada pese a su presencia cotidiana
y sus evidentes y sombrías perspectivas, procurando poner en primer plano
la contraposición escandalosa entre pobres y ricos, entre la opulencia
de un lado y el hambre del otro, y llamar la atención sobre la creciente
amargura de los países pobres de Asia, África y Latinoamérica,
la arrogancia del rico Norte, que ni estaba ni está dispuesto a renunciar
a una parte de su riqueza sobrante ni de su poder económico.
En vano reivindicaba Willy Brandt un 'nuevo orden económico mundial'
que les abriera los mercados del rico Norte a los países en desarrollo.
En vano reclamaba una 'política interior mundial' a la que se tuvieran
que supeditar los intereses nacionales. En vano advirtió de las consecuencias
de una pasividad que se escondía detrás de muchas palabras. Nadie
fue capaz de escuchar sus reivindicaciones, reclamaciones y advertencias. Incluso
su propio partido, del cual era presidente, hizo oídos sordos.
Cuando hace un año los atentados terroristas en Nueva York y Washington
asustaron sobre todo a la parte minoritaria pero más rica y poderosa
del mundo, nos habría sido de gran ayuda traer a la memoria el Informe
Norte-Sur de Willy Brandt, o también su libro aparecido en 1985, La locura
organizada: carrera armamentista y hambre en el mundo, para reconocer en los
países pobres las causas de la decepción, la amargura, la ira
y el odio, algo que finalmente se convierte en terrorismo vengativo. Pero ocurrió
lo contrario. Se ha impuesto la opinión de que hay que apoyarse en la
fuerza militar, y también en nuevas leyes que proponen recortar el propio
espacio democrático de libertades. Como si alguna vez una guerra hubiera
resuelto un problema, mitigado el hambre, encontrado remedio a la pobreza, contrarrestado
la mortalidad infantil, llevado agua a las regiones secas o fomentado el comercio;
excepto, claro está, el comercio de armas.
Y, sin embargo, una nueva guerra es inminente. Porque el terrorismo, según
la lógica de la locura, condiciona un contraterrorismo. Porque la única
superpotencia que queda necesita tener un enemigo. Porque el actual presidente
de los Estados Unidos considera la crítica de los aliados como delito
de lesa majestad: 'El que no está con nosotros está contra nosotros',
y porque la 'locura organizada' se ratifica una y otra vez. O ¿acaso sea posible
encontrar remedio? ¿Será posible que el tan conjurado 'cambio de rumbo'
pueda ocurrir en la realidad y no sólo en el papel? Esa es la invitación
de la Casa de Willy Brandt. Una vez ganadas las elecciones, para empezar los
socialdemócratas deberían retomar, juntamente con los Verdes,
las tareas abandonadas, deberían comprender como tarea propia la herencia
política de este gran presidente, todo lo que reivindica el Informe Norte-Sur.
Quien, con razón, rehúsa participar en la inminente guerra preventiva
tiene que desarrollar la alternativa a largo plazo a la política actual
de reacción visceral, y realizarla paso a paso hasta que la población
del llamado tercer mundo pueda existir con igualdad de derechos en un único
mundo, pueda comerciar sin trabas, disponer sobre sus materias primas, pueda
autodeterminarse, es decir, pueda vivir dignamente, de forma que el odio se
extinga junto con su penuria y su desesperación. He aquí la única
forma en que el terrorismo y el contraterrorismo pueden terminarse.
Esa era la convicción de Willy Brandt. Comprometido pragmáticamente
con el día a día, no dejaba nunca, sin embargo, de encarar metas
aparentemente utópicas. Lo que él nos legó exige su continuación.
Esto vale en la esfera nacional para la unidad alemana; también se aplica
en el ámbito mundial al creciente conflicto Norte-Sur. En la casa de
la Königstrasse deberían ponerse como puntos prioritarios en el
orden del día estas dos tareas. Willy Brandt no necesita de ninguna casa-museo,
sino de una casa-taller que tenga la capacidad suficiente para aplicar sus ideas
todavía fecundas a los problemas de nuestros días.
Al comienzo recordé el encuentro habido en París entre el joven
y el viejo emigrante, entre Willy Brandt y Heinrich Mann. 'Sí', repuso
aquél a la pregunta de éste, 'las siete torres de Lübeck
siguen en pie'. Pero en el año 1937 no había por lo demás
nada bueno o tranquilizador que contar sobre Alemania. Los nacionalsocialistas
habían terminado de construir su sistema de poder y terror. No había
prácticamente resistencia. En España, una parte del ejército
alemán, con la Legión Cóndor, se dedicaba a probar sus
armas más modernas. Todavía pasarían varios años
antes de que el joven de Lübeck pudiera volver a su casa. Y cuando regresó
le miraron a él como a muchos otros exilados, con desconfianza, o, peor
aún, con odio. Tuvieron que pasar décadas hasta que el hombre
de Estado recibiera de la mayoría de su propio país el reconocimiento
que ya le otorgaba hacía mucho el resto del mundo. Incluso cuando se
le concedió el Premio Nobel, la oposición en el Bundestag le negó
el debido respeto. Su ciudad natal, no obstante, le dará a él
y a su legado político, cargado de futuro, una casa. Los ciudadanos de
Lübeck, de la ciudad de las siete torres, pueden estar bien orgullosos
de Willy Brandt.
* Escritor alemán, premio Nobel de Literatura