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Mempo Giardinelli
Ciberoamérica
Las imágenes recorrieron el mundo
poco antes de la última Navidad: los argentinos salieron a las calles enfurecidos,
golpearon cacerolas y gritaron y enfrentaron a la policía en abierto desafío
al estado de sitio decretado por el presidente Fernando de la Rúa. Durante
dos noches ocuparon todos los espacios públicos y, a un costo de más de 30
muertos, consiguieron la renuncia del odiado ministro de Economía Domingo
Cavallo y, enseguida, la caída de todo el gobierno.
Fueron imágenes impresionantes, que se repitieron durante las dos siguientes
semanas mientras se forzaban cambios de gobierno, uno tras otro, y este país
sudamericano tenía 5 presidentes en 12 días. Decenas de miles de hombres y
mujeres, la mayoría de clase media, con su novedosa protesta aún ahora en
el inicio de 2002 siguen siendo los verdaderos protagonistas de la situación.
No es difícil explicar semejante fenómeno sociológico. Este país de 37 millones
de habitantes, rico hasta la exageración y potencialmente una fabulosa reserva
natural mundial, vive desde hace cuatro años una impresionante depresión económica,
con un desempleo récord superior al 20 por ciento, y un desastre industrial
y financiero sin precedentes. Estadísticas oficiales revelan que hay 14 millones
de pobres en la Argentina (casi el 40 por ciento de la población), la mayoría
provenientes de una clase media que fue el orgullo de este país pero que se
desmoronó durante los 90 hasta sumirse en un estado de absurda miseria. La
mitad de ellos sobrevive en condiciones de indigencia, con ingresos menores
que 60 dólares por mes. Y la hasta hace pocos años emergente industria argentina
hoy está completamente paralizada.
La pregunta que muchos se hacen es: ¿por qué la Argentina, que hacia 1910
era una de las siete economías más sólidas del mundo, se vino abajo? ¿Cómo
un país que se mantuvo neutral en las dos guerras mundiales del siglo veinte
y en 1945 tenía extraordinarias reservas en oro y divisas, llegó a esta situación?
La respuesta es mucho más compleja, pero seguramente hay una responsabilidad
fundamental: la inestabilidad institucional (entre 1930 y 1983 la Argentina
fue gobernada por el militarismo, con pocas excepciones democráticas). Esto
debilitó no sólo la democracia sino también todos los sistemas de control
político, económico y jurídico. El principio del fin fue el golpe de Estado
de 1976, cuando los militares asaltaron el poder por última vez. El régimen
criminal encabezado por el general Jorge Rafael Videla y el almirante Emilio
Eduardo Massera no sólo provocó un verdadero genocidio (30 mil desaparecidos
y más de un millón de exiliados) sino que comenzó el actual sistema de corrupción
bancaria e industrial.
Pero a partir de la recuperación de la democracia, en diciembre de 1983, no
se produjo el esperado cambio. Al contrario, los sucesivos presidentes constitucionales
-Raúl Alfonsín, Carlos Menem y Fernando de la Rúa- y en particular todos los
ministros de Economía que ellos nombraron, sin excepción alguna respondieron
primero y principalmente al interés de los acreedores, el Fondo Monetario
Internacional y la banca global y nunca, en ningún caso, al verdadero interés
nacional. Y esto es lo que tiene más indignada a la población en estos días:
la furia contra los dictadores se convirtió ahora en furia por la traición
de los demócratas.
Todo estalló a mediados de diciembre pasado, cuando el ahora ex ministro Cavallo
tomó varias decisiones: a) decidió que en lugar de declarar el default para
negociar la cesación de pagos con los acreedores externos iba a aplicar un
nuevo plan de ajuste interno (hubo 11 ajustes sólo en 2001 y éste se veía
como el más duro); b) decidió que la deuda externa privada (de las grandes
empresas extranjeras con subsidiarias en el país) pasaba a convertirse en
deuda pública, con lo cual a los 91 mil millones de dólares quedebían los
argentinos se les sumaron 67 mil millones más (y así la deuda externa total
es hoy de casi 160 mil millones); y c) decidió que nadie puede disponer libremente
del dinero que tiene depositado en los bancos.
Esta última medida se tomó el 18 de diciembre, cuando el sistema bancario
argentino, compuesto de unos 30 bancos en su mayoría extranjeros, cerró sus
puertas luego de que se sacaron del país las fabulosas ganancias acumuladas
durante los últimos 12 años (en 2001 se fugaron del país 26 mil millones de
dólares) e incluso se vaciaron las reservas del Banco Central (donde quedaron
apenas 3 mil 100 millones). La población contempló, horrorizada, cómo mientras
eso sucedía Cavallo decretaba que los pequeños clientes (13.5 millones de
argentinos que son titulares de depósitos, ahorros e inversiones de menos
de 50 mil dólares) no podrían retirarlos por 90 días. La masa de dinero de
esos ahorristas se estima también en 26 mil millones de dólares. La furia
estalló cuando la ciudadanía advirtió la gigantesca estafa: menos de 100 empresas
y millonarios endeudados, con la complicidad de la banca, se llevaban al extranjero
el ahorro de millones de argentinos. Era lisa y llanamente un robo, aprobado
y protegido por el gobierno. Por eso, espontáneamente y sin organización,
la noche del 19 de diciembre todos en este país salimos a las calles y avenidas
a batir cacerolas, tocar las bocinas de los coches, gritar y manifestar nuestra
rabia exigiendo que renunciaran Cavallo primero, y el presidente De la Rúa
después.
En Europa y Norteamérica puede resultar extraño que se hable de "bancoterrorismo",
pero eso fue lo que irritó sobremanera a las clases medias y medias altas,
que son mayoritariamente las titulares de esos depósitos. Además, el "terrorismo
bancario" se explica recordando que lo que deben al sistema bancario argentino
los 87 principales deudores suma un total de, precisamente, 26 mil millones
de dólares. O sea la misma cantidad que se fugó del país durante 2001 y la
misma que constituye la masa del ahorro nacional. ¿Quiénes son los que fugaron
ese dinero?Las mayores empresas nacionales y extranjeras y, sobre todo, las
que surgieron de las privatizaciones de la década pasada, cuando prácticamente
todo el patrimonio estatal fue liquidado a precio vil y mediante contratos
leoninos en contra de los intereses nacionales. Y muchas de las cuales pertenecen
a bancos extranjeros.
Lo que siguió fue un agravamiento político de la situación. Porque la pregunta:
¿quiénes son los responsables del desastre? tiene una única respuesta: sin
dudas las clases dirigentes argentinas, que permitieron el descontrol y alentaron
los abusos de bancos, empresas y acreedores, a todos los cuales protegieron
como nadie jamás ha hecho, creo, en toda la historia del capitalismo. La clase
dirigente argentina acumula hoy un porcentaje altísimo del Producto Bruto
Interno, que fue hasta ahora de casi 9 mil dólares per cápita anuales. Cifra
que parece elevada, pero que se relativiza con los datos del absurdo reparto
interno: menos del 10% de la población acumula el 80 por ciento de la riqueza
nacional.
Por eso, cuando en el mundo nos preguntan cómo llegó la clase media argentina
a tomar conciencia política, mi respuesta es que quizá nunca llegó sino que
fue empujada por la desesperación que le produjo la prohibición de disponer
del dinero que cada uno tenía en los bancos. Sin dudas, ésa fue la gota que
colmó el vaso y la paciencia de la gente, cuya furia hoy alcanza no sólo a
la dirigencia política sino también a la sindical y empresarial, y a los comerciantes,
industriales, profesionales, exportadores e importadores. E incluso a la eclesial
que fue tan amiga de los dictadores. Todos tienen cuotas de responsabilidad
en el desastre.
Y hay que recordar en este punto que la destrucción del Estado argentino parió
una clase de nuevos ricos que hoy son terratenientes, ganaderos, dueños de
caballos de carrera y frívolos personajes que han sacado gigantescas sumas
de dinero del país (se calcula que hay unos 150 mil millones de dólares en
el extranjero, o sea más o menos el total de la deuda externa argentina).Primero
al amparo de la dictadura, y luego protegidos por mafiosas interpretaciones
constitucionales de la Corte Suprema, ellos son, de hecho, los únicos beneficiados
del perverso modelo económico que se viene aplicando en la Argentina desde
hace un cuarto de siglo. Por supuesto, son gente que tiene nombres y apellidos
que todos conocemos en este país y sabemos que siguen haciendo negocios fabulosos
a costa del Estado. También contra ellos se levantó la ciudadanía. E incluso
la furia de los argentinos tiene que ver -y me parece importante reconocerlo-
con las propias malas decisiones que como pueblo ha tomado. Porque esta sociedad
votó reiteradamente, por lo menos durante los últimos 15 años, propuestas
políticas que solamente podían conducirla al abismo en que hoy se encuentra.
Lo que algunos llamamos "voto suicida" y que el líder opositor brasileño Lula
da Silva ha definido, con acierto, como la tragedia de los pueblos ignorantes
que "votan a sus verdugos".
Todo esto, además, permite explicar por qué las protestas continuaron y aún
hoy la desconfianza popular es tan grande. Porque tras la renuncia del presidente
De la Rúa la Asamblea Legislativa designó a un político del establishment
peronista sin prestigio y sospechoso de corrupción, quien decretó medidas
populistas incumplibles y no respondió a las demandas de la población. Entonces
las clases medias, ya entrenadas y autoconscientes de su poder, hartas de
las disputas internas de peronistas y radicales (los dos partidos que cogobiernan
la Argentina junto con los militares desde hace medio siglo) volvieron a batir
cacerolas en el fin de año y tumbaron también a Adolfo Rodríguez Sáa, presidente
por sólo siete días que debió renunciar al perder el apoyo de su propio partido.
Una nueva Asamblea Legislativa se reunió el primero de enero para consagrar
presidente a Eduardo Duhalde, un político conservador del establishment peronista
que fue vicepresidente con Carlos Menem y cuyo discurso populista dice que
va a cambiar lo que muy pocos creen que vaya a cambiar realmente. De hecho,
los dos partidos tradicionalmente rivales ahorase han fusionado en una especie
de alianza conservadora que ellos llaman "de salvación nacional" pero que
está bajo la mira de la ciudadanía, que aprendió a estar alerta y sospecha
(y bien que hace) de todos los dirigentes.
Ahora le toca a este país reorganizar su futuro, pero la solución a la crisis
no está a la vista ni es sencilla. Tendrán que producirse grandes cambios
en el campo político y económico. Y en primer lugar, habrá que definir quién
paga los platos rotos. Si el gobierno no exige a los bancos que respondan
trayendo nuevamente los dineros que hoy tienen en el exterior y que es de
sus clientes (que todavía tienen sus depósitos confiscados) e intenta nuevamente
transferir el peso de los ajustes a la población, los cacerolazos y el descontrol
popular van a repetirse. Y si en cambio el gobierno se decide a impulsar una
distribución más democrática de los recursos financieros, afectando a los
bancos y empresas que fugaron capitales, tendrá que soportar las enormes presiones
de gobiernos y empresas extranjeras, como ya está sucediendo (junto con la
devaluación del peso dispuesta el 6 de enero por Ley del Congreso empezó el
desabastecimiento de algunos productos esenciales, como los medicamentos).
Desde hace tiempo sostengo que el problema de la Argentina no es la economía,
como suele proclamar la prensa mundial. El problema es político y sobre todo
es moral antes que económico. Por eso aquí no habrá ninguna solución económico-financiera
mientras no se cambie el modo de conducción política del Estado y se cambie
la Corte Suprema de Justicia, que es la institución republicana más desprestigiada
de este país. El nuevo presidente, Eduardo Duhalde, tiene en sus manos hacer
ese cambio o frustrarlo nuevamente. Y de paso le tocará decidir quién paga
la fiesta que fue este país durante el gobierno que encabezaron Carlos Menem
y él mismo en los 90. De esas decisiones dependerán no sólo que haya o no
futuros cacerolazos, sino también la supervivencia misma de la democracia
argentina.
Se trata, como se ve, de un dilema netamente político. Sostener lo contrario
es parte del discurso neoliberal, que todo lo reduce a variables macroeconómicas
sin tener en cuenta a las personas de carne y hueso, y así ha impuesto en
muchas sociedades periféricas la ilusión del discurso globalizador. Que seguramente
es beneficioso para sociedades avanzadas como la estadounidense o las europeas,
pero que es letal en países de estructuras sociales débiles. Donde los tejidos
de la solidaridad deben ser protegidos en todas sus etapas y donde la salud,
la educación, la vivienda y las fuentes de trabajo deben ser cuidadas como
si fuesen de oro. Y no como sucedió en la Argentina, donde fueron literalmente
arrasadas mediante la mentira y la corrupción.
Si desde el final de la Guerra Fría se convenció al mundo de que no hay alternativas
ni propuestas que disputen el terreno al discurso globalizador y neoliberal,
en la Argentina esa tarea fue realizada por un verdadero ejército ideológico.
El gobierno peronista de Carlos Menem entre 1989 y 1999, y el radical de Fernando
de la Rúa desde entonces, fueron dos versiones idénticas de un mismo sometimiento
sutilmente totalitario. Lo paradójico ahora es que los peronistas neomenemistas
que acaban de volver al gobierno hace una semana son exactamente lo mismo.
Podríamos ironizar diciendo que una vez más le toca a la Argentina ser pionera
en algo desdichado: quizá este país sea el primer testimonio cierto y profundo
del agotamiento del capitalismo neoliberal. Sólo podría superarnos, si finalmente
la inventan, la feroz guerra entre India y Pakistán, donde viven más de mil
200 millones de personas, o sea la quinta parte de los habitantes del planeta.
Quizá hoy el mundo mira a la Argentina porque somos, inesperadamente, el país
donde todas las clases sociales salen a repudiar el modelo ultraliberal. Quizá.
Por eso la televisión lleva nuestras imágenes, como para que el mundo se mire
por un instante en un espejo indeseado.
No está mal, quizá eso sirva para que los hacedores y beneficiarios del modelo
descubran que en la Argentina se está viendo el peor efecto de la globalización:
que la gente no sólo está harta de la injusticia sino que hay algo peor: está
quebrada económicamente y entonces no consume. Y ya se sabe que los desocupados
son no consumidores, por definición. Nada le duele al capitalismo más que
eso.
* Mempo Giardinelli es escritor y periodista