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El
Contrato Social
(O una pequeña historia clasista de los últimos cinco lustros)
Raúl Abraham
Libertad
[Argentina] La recuperación de los mecanismos democráticos para la elección
de gobernantes en 1983 significó la reaparición de espacios para la difusión
de ideas que la censura dictatorial, por una parte, y la connivencia de parte
del periodismo con la dictadura, por otra, habían cercenado durante años.
Cierto es también, que incluso en períodos de relativa vigencia de los derechos
constitucionales la prensa argentina fue objeto de presiones más o menos intensas,
persecuciones e intentos de domesticación abiertos o velados.
El fenomenal proceso de concentración del capital que se produjo en los últimos
veinticinco años, con una aceleración notable en la última década, no dejó
afuera a los medios de comunicación. Es así como vimos la formación de gigantescos
"Multimedia" que, montados en la generalización de las nuevas tecnologías
de comunicación e informáticas, extendieron sus redes a todo el ámbito nacional
convirtiendo la comunicación en un verdadero oligopolio integrado vertical
y horizontalmente. La alianza estrecha de estos "Multimedia" con los grandes
capitales que controlan la economía argentina decide el perfil de sus intereses
permanentes. El apoyo más o menos desembozado hacia alguna expresión política
puede responder a intereses coyunturales, pero estructuralmente los "Multimedia"
son el departamento de marketing y publicidad del gran capital, en su faz
discursiva, y su canal de expresión editorial en la reflexiva. La permanencia
de medios de comunicación independientes de los dictados del capital se torna
cada vez más problemática, debiendo luchar contra todo tipo de intentos de
acallar su voz.
Una manera de disfrazar la comunión de intereses empresarios entre los "Multimedia"
y las fracciones del capital más concentrado fue la difusión de actitudes
de "denuncia", generalmente de maniobras de corrupción por parte de funcionarios
estatales. Esta práctica - la denuncia - no reprochable en sí, es utilizada
como ariete en la avanzada contra la claudicante clase política argentina
y fundamentalmente los organismos colegiados parlamentarios, a los cuales
se acusa de ser la causa de los males del país. La miserable verdad oculta
tras esta aparentemente valiente actitud es que a los parlamentos se los ataca
no por sus vicios - que los tienen - sino por sus virtudes, que son las que
exasperan a los dueños del capital. La crítica contra la corrupción oculta
la necesidad de anular los controles parlamentarios, rara vez aplicados, pero
potencialmente molestos a las demandas del capital, siempre ávido de superiores
márgenes de rentabilidad obtenidos por leyes y decretos que sostengan los
rendimientos decrecientes de la tasa de ganancia.
Ante tal cuadro de situación es cuando adquieren multiplicado valor los intentos
por hacer escuchar otras voces. La utilización de herramientas tecnológicas
novedosas puede abrir caminos en la tarea de llevar información y opinión
alternativas para contrarrestar la intoxicación y desinformación que nos bombardea
cotidianamente. Pero, aún el modesto éxito que algunas propuestas caracterizadas
por su valentía y compromiso con la verdad puedan obtener, es intolerable
para los defensores de las clases dominantes, y sus patrocinadores.
La permanencia de resguardos legales deja un margen de operación para la difusión
de hechos e ideas potencialmente peligrosos al dominio del gran capital o
a la credibilidad de aquellos que son sus guardias jurados, armados con la
espada, con la pluma o la palabra. El ataque contra la libertad de expresión
asume así su forma superior: la jurídica.
El sacrificio del mensajero, amén de reminiscencias paganas, se realiza ahora
en el altar de los estrados judiciales. Aquel que trate de desenmascarar la
verdadera trama de las relaciones sociales de producción deberá enfrentar
las acusaciones por injurias, calumnias u otras figuras que pretenden recortar
la libertad de expresión. Tal lo sucedido a un profesor de la Universidad
de Santiago del Estero, quién está procesado por haber relatado en su libro
"El Santiagueñazo. Gestación y Crónica de una pueblada argentina" las causas
profundas del estallido popular que terminó con el incendio de las principales
sedes del poder de la provincia de Santiago del Estero.
Que los sirvientes del gran capital, descubiertos en maniobras turbias, accionen
contra el denunciante, bueno: es previsible. Lo que constituye una distinción
cualitativa es la permeabilidad de la justicia a estas acusaciones, contribuyendo
a blanquear y legalizar la mordaza que la clase dominante quiere ajustar a
la voz de quienes entienden las causas profundas y los responsables verdaderos
de la decadencia nacional y pretenden exponerlo para comprensión de las grandes
mayorías.
Igualdad
El pronunciamiento de la Corte Suprema de Justicia de la Nación respecto a
la "Causa de las armas" marca la entrada de la Argentina al siglo XXI. Es
muy posiblemente la cristalización jurídica de las modificaciones en la base
productiva de la sociedad argentina en la última década del siglo pasado.
Durante más de una centuria (desde Sarmiento hasta Videla) el capitalismo
argentino sostuvo, con intermitencia, el axioma de la igualdad ante la Ley.
Por supuesto que la práctica jurídica cotidiana desmentía el aserto, pero
su existencia, la piedra basal del ordenamiento jurídico existente, constituía
una última garantía, un documento ante cuya presentación la dictadura del
capital debía retroceder, aunque más no fuera un paso, confrontada con su
propio discurso. Aún las dictaduras se sometieron al imperio de la Ley, por
increíble que parezca. ¿Qué otra cosa fue si no el intento de Autoamnistía
que dictaron los dictadores en su dictada retirada? La obligación de responder
coherentemente al propio discurso, y la necesidad de respetar ciertas formas
que se supone cuidan el funcionamiento del sistema por encima de los coyunturales
intereses de algunos de sus integrantes (aún sus más directos beneficiarios),
permitían la supervivencia de institutos jurídicos que fueron forjados en
1789 para beneficio de la clase emergente de la revolución que consagraría
la "Declaración Universal de los Derechos del Hombre y el Ciudadano".
Los años noventa asistieron a la legitimación de la riqueza, y su exhibición
insolente en las tapas de medios creados ad hoc. La clase propietaria argentina
durante más de cien años consideró de mal gusto mostrarse en público, y por
espacio de casi medio siglo temió quedar expuesta al escrutinio de aquellos
que cuestionaban aunque más no sea someramente el derecho de propiedad. Una
demostración completa de la importancia de la victoria que como clase obtuvo,
gracias al concurso de sus guardias particulares - las fuerzas armadas de
la Nación- es el desparpajo y la seguridad en la intangibilidad de la riqueza
que ahora no era cuestionada, sino envidiada, signo luminoso del triunfo de
su ideología, es decir: el triunfo mejor y más sabroso.
Pasada la etapa de restauración y organizados los mecanismos de reproducción
del capital resultó mucho más funcional la corporación política que la militar
para asegurar la continuidad de la acumulación y valorización financiera de
los activos succionados del coto de caza en el que convirtieron a la nación.
Una vez llegada esta fase es que los marcos jurídicos, políticos, e ideológicos
que mediatizan las relaciones sociales de producción se vuelven obsoletos
para contener las nuevas formas de producción y apropiación del excedente,
y se vuelve imperioso adecuar los institutos legales a las realidades que
imponen las condiciones de producción, derogando - por ejemplo - leyes que
garantizan la vigencia de algunos derechos a quienes delinquen contra la propiedad,
forma que asume el desafío social a comienzos de siglo.
Es en esta corriente en la que hay que inscribir el fallo de la Corte Suprema
de Justicia de la Nación, organismo cuyo olfato político es incomparablemente
agudo y que funge como atanor en cuyo seno se maceran, destilan y condensan
las tendencias ideológicas que atraviesan la sociedad; legitimando golpes
de estado cuando la restauración oligárquica del treinta, o avalando llamados
a comicios ante la marea popular del cuarenta y cinco.
Así, el histórico fallo del veinte de noviembre consagra el necesario alineamiento
entre las relaciones sociales de producción y su correlato jurídico de cuño
orwelliano: "Todos son iguales ante la ley, pero algunos son más iguales que
otros".
En contra de la opinión circulante que atribuye características anómicas al
actual estado de la superestructura jurídica, política e ideológica voy a
sostener aquí la siguiente postura:
Las modificaciones en el modo de producción que se registraron en los últimos
veinticinco años (Privatización de empresas de propiedad social o estatal,
reprimarización del perfil productivo) necesitaron para reorganizar la producción
de la instauración de relaciones sociales distintas a las vigentes (precarización
del empleo, multiplicación del ejército de reserva). En un determinado momento
la tensión entre las nuevas condiciones de producción, producto de la victoria
de una clase, y el ordenamiento jurídico existente se hace insoportable, y
se abre un período "revolucionario" en el cual se reorganiza la sociedad de
acuerdo a la relación de fuerza entre las clases (instauración del principio
de desigualdad ante la ley según el origen social).
Resumiendo: ruptura del contrato social vigente para ser reemplazado por otro
más acorde a los nuevos tiempos.
La enorme virtud del fallo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación radica
en haber puesto en negro sobre blanco el retorno a formas de organización
sociopolíticas premodernas. Si la comparación más acertada para la actual
etapa del capitalismo suele ser la de "manchesteriano", entonces el fallo
de la Corte Suprema de Justicia de la Nación parece retrotraernos a épocas
en la que existían instituciones tales como el "derecho de pernada".
El contrato social implícito en el actual sistema jurídico argentino reconoce
su deuda con los pensadores racionalistas que iluminaron la salida del "ancient
régime", la Corte Suprema de Justicia de la Nación parecería inspirarse en
Metternich, quién no pasó a la posteridad como adalid del progresismo, precisamente.
Fraternidad
La noción de progreso en general, y la de progreso social en particular,
siempre estuvo vinculada al sistema jurídico argentino. Podríamos rastrear
su origen hasta la generación del ochenta, o aún antes en la del treinta y
siete. El desarrollo de las fuerzas productivas ensanchando los límites del
mercado incorporaba constantemente trabajadores libres, categoría social novedosa
para el corpus legislativo argentino. La organización de estos trabajadores
en agrupaciones de clase, y el impulso que estas le dieron a las luchas sociales
fue llevando a la percepción de su existencia y derecho a exigir mejoras en
sus condiciones laborales y legales.
Este accionar obtuvo reconocimiento, y la idea de la legitimidad de reivindicar
el deseo de progreso social fue penetrando en las decisiones judiciales. Los
métodos que los trabajadores utilizaron para la consecución de sus propósitos
no siempre se encuadraban dentro de las normas que el positivismo aceptaba,
pero una vez establecidos los derechos fue necesario luchar contra ellos por
otros medios, no siempre legales.
La historia argentina muestra una impresionante cantidad de ejemplos de lucha
de las clases propietarias por abolir o - por lo menos - rebajar las conquistas
de los trabajadores.
La Patagonia en 1919, magníficamente relatada por Osvaldo Bayer; El Chaco,
victimizado por La Forestal; los chacareros de Alcorta; los mártires de la
Semana Trágica; todos a principios del siglo pasado. Por supuesto que el más
formidable embate contra los derechos incorporados a la normativa fue el protagonizado
por la siniestra dictadura que se inicia en 1976. Nada parecía detener la
sed de revancha que alentaba a los guardias pretorianos del capital, o la
sed de revancha del capital, sin intermediarios. Aún así las condiciones de
producción no permitían todavía desmontar el entramado de formas legales que
las conquistas de los trabajadores habían edificado a lo largo de casi un
siglo de lucha organizada.
La subsistencia de una fracción de la clase capitalista dedicada a la producción
para el mercado interno obligaba a garantizar para la fuerza de trabajo las
condiciones mínimas para su reproducción. Pero esta contradicción interna
fue saldada a principios de la última década del siglo pasado. La fracción
de clase dominante que impuso sus condiciones al resto de la sociedad, incluidos
sus socios menores, no precisa de un mercado interno en expansión, puesto
que ha resuelto sus problemas de competitividad a través de la oligopolización
del mercado.
Los aparentes mecanismos de chantaje financiero al que somete al estado nacional,
ocultan que ese es el método que ha venido utilizando para apropiarse de una
parte cada vez más significativa de la renta nacional sin asumir los riesgos
de la producción, que el tradicional canon liberal adjudica a la clase capitalista
en el estadio de la libre concurrencia. Es incomparablemente más sencillo
apropiarse del excedente generado por los trabajadores por el expediente de
quedarse con los impuestos que el conjunto de la sociedad paga sin posibilidad
de evasión o elusión cada vez que consume cualquier producto indispensable
para su subsistencia. La necesidad de garantizar la reproducción de la fuerza
de trabajo no reviste importancia ante la presencia de un ejército de reserva
de proporciones nunca vistas desde la crisis generalizada del capitalismo
a comienzos de los años treinta del siglo pasado.
Arribados a este punto es cuando el trabajo de desmonte de los derechos de
los trabajadores va concluyendo su labor, y se desgajan de los institutos
legales una a una todas las conquistas sociales, empujadas por la presión
formidable de la masa de desocupados lanzada a la lumpenización más cruda.
Es ante este panorama que el conflicto social, o lucha de clases, se expresa
a través del accionar de los desesperados, muchas veces embotados por sustancias
cuya comercialización y beneficios reportan a la clase capitalista y que el
lenguaje oficial caracteriza como delincuentes, o bien en la reaparición de
"rebeldes primitivos" que se agregan entre sí para presionar a través del
ejercicio puntual de cierta violencia con el objetivo - declarado - de ¡Ingresar
al sistema!
Pero incluso a pesar de semejante declaración de principios, y en esto debemos
reconocer a la clase capitalista una innegable capacidad de percepción para
detectar posibles perturbaciones a su poderío, estos neo-rebeldes, cara visible
de las nuevas relaciones sociales de producción establecidas, son los destinatarios
de los intentos por "judicializar el conflicto social". Es decir: organizar
la represión por el medio de la aplicación del código penal. Tal es el procedimiento
que está poniendo en práctica el juzgado federal de Salta, la linda, a cargo
de Abel Cornejo, quién imputa a los piqueteros de general Mosconi la comisión
de hechos como sedición, abuso de armas, resistencia a la autoridad e instigación
(¿a qué?), obteniendo la defensa, por poco, que no se introdujera la figura
de asociación ilícita, pero a no desesperar que ya llegará.
La persecución a los módicos resistentes salteños se complementa con el "armado"
de causas a piqueteros del Gran Buenos Aires, o la ignominiosa prisión que
sufre un desocupado marplatense por liderar una marcha hacia un supermercado
para pedir ¡Comida!
Este método tiene la ventaja de provocar un desgaste en los perjudicados,
que se ven obligados a preocuparse por su situación personal, contratar abogados,
trajinar pasillos judiciales en los que el tiempo discurre a velocidades distintas
a las de la realidad, y en dónde la unidad obtenida en las calles muchas veces
estalla como una granada ante la confrontación de versiones taquigráficas
que reflejan los distintos ángulos de verdad que surgen del relato coral.
La perversa intención subyacente es la de secar los pozos en dónde abrevan
las clases subordinadas: aquellos referentes de sangre más combativa, esos
sembradores de vientos de libertad, aún cuando la propuesta de lucha carezca
de un soporte teórico que marque los caminos a seguir, antes que las rutas
a cortar.