10 de diciembre del 2002
Argentina: un año de lucha popular
Guillermo Almeyra
La Jornada
El 19 y el 20 de diciembre de 2001, una manifestación y un cacerolazo
gigantescos y espontáneos echaron del gobierno al presidente Fernando
de la Rúa y a su ministro de Economía, Domingo Cavallo, anularon
el estado de sitio decretado, resistieron la sangrienta represión e hicieron
después imposibles, con las sucesivas manifestaciones, dos presidencias
más.
La población de la capital, siguiendo la ruta marcada desde dos años
antes por los cortes de rutas y las pobladas en todo el interior del país,
resolvió decir ¡basta!, no sólo a la confiscación de los
depósitos sino sobre todo a la anulación de los derechos ciudadanos.
En el movimiento y en la multitud de asambleas populares que se organizaron,
en los piquetes y manifestaciones confluyeron, en orden de importancia: a) el
odio y el hartazgo de la población pobre ante la desocupación,
la miseria creciente, el derrumbe de un proyecto de país, b) el asco
ante la corrupción gubernamental y de las instituciones (Parlamento,
Suprema Corte) y el repudio a todos los integrantes del establishment, c) la
rabia de vastos sectores de la pequeño burguesía urbana y de los
trabajadores más acomodados ante el congelamiento y la devaluación
de sus haberes en los bancos, d) la protesta generalizada contra la privatización
de las principales empresas y servicios, y las altas tarifas que cobran las
empresas extranjeras, así como la humillación resultante de ver
al país más rico y culto del continente reducido a la miseria
y a una situación colonial, e) la desconfianza generalizada en los partidos,
antidemocráticos e incumplidores de sus promesas además de siervos
del gran capital y, por último, f) el intento de los diversos grupos
peronistas de montarse sobre la protesta y la rabia generalizadas para llevar
agua a su molino, afirmar su gobierno -el de Duhalde-Ruckauf y compañía
que hoy padece Argentina- y preparar su continuación en el poder, sin
los radicales, con las elecciones próximas de abril de 2003.
No fue una revolución, no se creó una situación semirrevolucionaria,
no se trató de una insurrección popular o ciudadana: fue en cambio
una magnífica demostración de insubordinación, un No gigantesco,
una ruptura con la dominación político-cultural del capitalismo
realizada por una parte masiva e importante, aunque no mayoritaria, de la población.
La imposibilidad de esta explosión de fuerzas heterogéneas de
dar una alternativa permitió que gobernase Duhalde y su camarilla, y
que la derecha peronista sacase provecho de las luchas populares. La clase obrera
estuvo, como contingente, prácticamente ausente de esas luchas y no pudo
sacudirse ni a sus dirigentes burocráticos corruptos de ambas confederaciones
generales del trabajo ni a los dirigentes sindicales de izquierda impotentes,
negociadores con Duhalde y poco democráticos, como los de la CTA, que
desaparecieron del panorama el 19 y el 20 de diciembre, a pesar de haber preparado
teóricamente la protesta con más de 3 millones de firmas por el
Frente Nacional contra la Pobreza.
Las luchas, como las marchas para pedir trabajo o la ocupación de más
de 150 empresas que cerraron para ponerlas en marcha bajo administración
obrera, son defensivas pero muestran una contradicción entre la radicalidad
de los métodos (cortes de rutas y calles, ocupación de propiedad
privada, recuperación de lo público) y los objetivos (que el gobierno
dé un plan de trabajo, o que municipalice o estatice las fábricas
ocupadas o les dé fondos para que funcionen como cooperativas).
El odio al establishment, expresado en el grito desesperado "¡que se vayan todos!"
no llega -todavía- a dar una alternativa porque el "que se vayan" deja
en manos de los corruptos la decisión de irse y no se dice cómo
ni con quién remplazarlos. No hay aún ni un programa ni una decisión
anticapitalista. Pero sí se construyen nuevas relaciones sociales, organismos
como las asambleas populares, que crean unidad, formulan ideas, instalan en
parte relaciones de contrapoder frente al poder estatal. Eso no es negativo
ni combate al poder capitalista reproduciendo el poder, sino que es un paso
importante en la lucha por la liberación del poder, por el antipoder,
por la autorganización, la autogestión, la democracia.
Decía Ferdinand Lassalle, constitucionalista, que la Constitución
es un pedazo de papel en la boca de un cañón, o sea, es el resultado
de una relación de fuerzas. Es ilusorio creer que basta la voluntad popular
dispersa y desorganizada para que cambien las reglas del juego, la Constitución:
se necesita una relación de fuerzas organizada y concentrada (la boca
del cañón) para que así sea. Ahora el establishment ha
organizado elecciones para perpetuarse en el gobierno. Podría darse la
tragedia de que los dos primeros votados fuesen peronistas de derecha. Por eso,
decir que las elecciones no importan equivale a perder la posibilidad de utilizar
la campaña electoral para sacarle apoyo a la derecha proimperialista
y a la nacionalista reaccionaria, y para organizar para mañana (sobre
todo en calles y fábricas) el cambio en la relación de fuerzas.
Como en Bolivia, Ecuador, Brasil...
galmeyra@jornada.com.mx