La herencia vacante
Por Miguel Bonasso
Con esa visión cortoplacista, ahistórica, a la que son muy afectos
algunos "observadores" locales, se ha puesto de moda decir que el
20 de diciembre no cambió nada en este país. Al cabo, sostienen
muchos analistas apresurados, los que debían irse permanecen atornillados
a las poltronas y los ciudadanos seguimos padeciendo la anacrónica interna
Menem-Duhalde, como hace una década, cuando el Turco le cortó
el camino presidencial al Cabezón, gracias al Pacto de Olivos. Es, en
todo caso, una verdad parcial; es decir, una mentira.
Si fuera cierto que la protesta social se desinfló, el Gobierno no chantajearía
a los que quieren movilizarse hoy con el fantasma de la violencia y el menemismo
no usaría sus abundantes recursos para generar posibles saqueos y provocaciones
que ayuden a reinstalar al Le Pen de Anillaco, esta vez como garante del "nuevo
orden".
Los grandes acontecimientos históricos, y el 20 lo fue no se miden con
una vara tan corta; sus causas profundas suelen sustraerse a la mirada superficial
y sus consecuencias tardan en tornarse evidentes.
Lo que sí parece indudable y debería convocar a una profunda autocrítica
de quienes se oponen al statu quo económico y social es que ninguna fuerza
política y ningún liderazgo individual ha sabido (hasta ahora)
contener y proyectar hacia el futuro la formidable energía ciudadana
liberada en aquellas jornadas inolvidables del año pasado. En la izquierda
ha seguido primando el sectarismo y la tendencia irrefrenable hacia la división
cariocinética; en el centroizquierda, una construcción clásica
del poder de representación que se basa en los liderazgos personales
antes que en el acuerdo colectivo y transpartidario de los acuerdos a lograr.
Una suerte de Pacto de la Moncloa del campo popular que defina los objetivos
por encima de los eventuales liderazgos. Los resultados de esas estrategias
unipersonales de corto vuelo están a la vista: ninguno de los candidatos
"potables" supera el 15 por ciento de la intención de voto.
Porcentaje magro que empequeñece aún más, si se considera
la formidable masa de abstenciones que puede producirse en los comicios, repitiendo
y aun aumentando el voto-bronca que caracterizó a las elecciones de octubre
del año pasado.
Este cuadro negativo no alcanza a modificarse todavía, a pesar de un
hecho auspicioso producido en estos días: el congreso de la CTA en Mar
del Plata proclamando la voluntad de constituir un nuevo movimiento político
y social que llegue a ser para nuestra golpeada sociedad lo que el PT representa
para Brasil.
Pero la descripción realista del pasivo popular no debe afectar el conjunto
del balance. El activo no es desdeñable. La gesta del 20 de diciembre
cambió muchas cosas en nuestro país: restableció la idea
de nación y la noción de pueblo en vez de ese eufemismo dietético
de "la gente". Puso fin al largo terror instalado en el inconsciente
colectivo por la dictadura militar. Le dio cauce a una nueva rebeldía
juvenil que para muchos había quedado confinada a los años setenta.
Estimuló alianzas entre las capas medias y los trabajadores desocupados
que poco antes eran impensables.
Este último factor de clase (o de alianza de clases) resulta decisivo
para entender cabalmente el fenómeno que estamos viviendo y organizar
una nueva representación popular.
Los escépticos sostienen (de manera bastante superficial) lo mismo que
dicen los punteros duhaldistas: "La clase media salió a cacerolear
porque le tocaron la víscera más sensible que (Perón dixit)
es el bolsillo. A medida que le vayan abriendo el corralito y el ‘veranito’
de Lavagna se vaya volviendo más permisivo, retornarán mansitos
al tradicional no te metás". Este razonamiento es erróneo
por varias razones. En primer lugar porque omite un dato fundamental: no todos
los hombres y mujeres de la clase media que salieron a cacerolear eran ahorristas
embargados. Muchos eran ciudadanos que se habían caído de la clase
de un miércoles para un jueves. Conservaban sus pautas socioculturales
de clase media pero habían perdido las pautas socioeconómicas
de consumo. Arrojados a la marginalidad, a la "nueva pobreza", representaban
(y representan) un fenómeno desconocido en otros países de América
latina con esquemas seculares de pobreza. Ellos fueron y seguirán siendo
actores centrales del descontento. En segundo lugar, si reconocemos como válida
la premisa de que la conciencia nace de la práctica y no al revés
debemos concluir que esa práctica nueva de las asambleas, de los comedores
solidarios, de los clubes de trueque y de los miles de ingenios sociales que
la sociedad gestó para suplir el abandono estatal, deben haber modificado
conciencias abotagadas por el desaforado individualismo de los años del
menemato.
¿Qué decir entonces de sectores mucho más despojados y más
activos? Cualquier sociólogo adocenado, cualquier inspector de revoluciones
de los que nunca faltan, habría descartado de plano que los trabajadores
desocupados pudieran organizarse. Sin embargo, el piquete que viene de las huelgas
fabriles siguió en las rutas cuando las fábricas desaparecieron.
Hoy, con sus distintas fracciones, el movimiento piquetero mueve decenas de
miles de hombres y mujeres que luchan por su dignidad y ha venido creciendo
de manera exponencial, como los cartoneros y los motoqueros y todos los "eros"
del "subsuelo de la Patria" que no existen para los grandes medios.
Y han ganado en masividad y también en madurez política. Aun las
asambleas, que "el país formal" da por agotadas, siguen ocupando
locales para la solidaridad con los trabajadores que rescataron fábricas
abandonadas o vaciadas por los patrones, para hacerlas producir con gran eficiencia.
Los actores sociales que produjeron el 20 de diciembre podrán estar aún
divididos, pero siguen activos y han crecido en conciencia, en organización
y madurez. De ellos, que constituyen el "país real", debe surgir
la alternativa política. O la democracia argentina puede ingresar en
una zona de riesgo