A UN AÑO DEL 20 DE DICIEMBRE
La eterna vida de los fusilados
a las Madres de Plaza de Mayo
Fui guerrillero en los años ’70, y antes desterrado por la ley de extranjería.
Cuando nací ya traía en mi cuerpo la pólvora de la bala
ciega que me mató por anarquista en la huelga de peones patagónicos.
Me sacaron a bastonazos de la universidad cuando Onganía, y caí
preso por patear el tablero del Gran Acuerdo Nacional. Me desaparecieron en
la noche militar del año ’76 junto a miles de mujeres y hombres como
yo, católicos y no, villeros y amas de casa, militantes sindicales y
de organizaciones armadas, estudiantes y médicos y albañiles,
todos revolucionarios. Mi sangre toda roja manchó aún más
el suelo apenado de la patria y todavía se niega a ser lavada por las
tercas lluvias que siguen lloviendo en el sur. Sin embargo, volví a la
vida en la lucha de mi madre, madre a su vez de mis 30000 compañeros
desaparecidos.
Asistí impasible a la impunidad. Vi en el sol del pañuelo blanco
de mi madre la tenaz resistencia de mi pueblo al chantaje, al olvido, al perdón.
Fui amado hasta la raíz cada vez que las Madres de Plaza de Mayo se negaron
a recibir dinero y cargos políticos a cambio de mi vida. Fui niño
otra vez en el sueño de mis hijos; crecí sorprendido y alegre
en la rebeldía de la juventud de mi país lleno de América
Latina, en los trabajadores desocupados, en los obreros que enfrentan a los
mismos burócratas sindicales que fueron cómplices de mi desaparición.
Ciertas partes de mí están encerradas en la injusta prisión
que aún hoy sufren mis compañeros presos políticos. Sus
palabras y pensamientos de libertad vuelan conmigo desde el fondo de las oscuras
mazmorras donde sobreviven, llevando con sigo el mismo deseo, la misma convicción,
que tuvieron mis hermanitos fugados de la cárcel de Rawson, masacrados
en Trelew, vueltos al combate miles de veces.
Desaparezco otra vez en la muerte inexcusable, incomprensible, de los cien niños
que cada día, todos los días, suben al cielo sus vocecitas de
leche con vainillas, asesinados por la riqueza de los capitalistas y su secuela
de hambre y enfermedad para las cuatro quintas partes del país. No obstante,
siempre estoy volviendo a la vida. Mi eterno regreso es consecuencia de la lucha,
de la entrega, de la dignidad, de mi pueblo. Un día que fue 20 y era
diciembre de 2001, regresé con fuerza a las mismas calles donde amé
y me quisieron, donde me escondí del enemigo militar, donde fundé
junto a mis compañeros las cien siglas del sueño revolucionario.
Tiré a las patrullas policiales piedras recogidas en la gesta del Cordobazo.
Me fusilaron por la espalda en la exacta esquina donde antes conspiré
contra el régimen instituido.
Caí treinta y pico de veces aquel solo día de diciembre, y me
levanté tantas otras como cacerolazos hubo durante todo aquel verano.
De los golpes que la caballería les propinó a las Madres aquel
día, saqué para callos duros donde ahora rebotan los palazos de
las fuerzas de (in)seguridad. Fui al Puente Pueyrredón cierto mediodía
frío de junio y me mataron otra vez, y fui parido nuevamente en los hornos
de la empresa Zanón, y en las costuras de las compañeras de Brukman,
y en los cortes de ruta de la Verón y el MTR. Concurrí otra vez
a mi propia muerte cuando los traidores se sentaron a comer a la mesa servida
con mi asesinato. Burócratas de centro izquierda, de centro derecha,
sacaron personería jurídica para subsidios con el testimonio de
mi cabeza estallada en mil pedazos por la bala de una itaka policial.
Ellos piensan que me matan definitivamente así, tallando mi nombre en
una placa de mármol, haciendo fallutos minutos de silencio, cantando
el himno en nombre de la paz que me mató aquel 20 de diciembre.
Pero se equivocan otra vez. No saben que mi vida siempre es otra cosa, que cuando
ellos van, yo ya fui y vine cien veces, de la ruta cortada al puente incendiado,
de la rectoría tomada por los estudiantes a la fábrica expropiada
al ex-patrón. Mi yo lleno de gente ya no tiene nombre ni apellido; ahora
es viento que sopla desde atrás del corazón herido de mi pueblo,
rengo de balazos pero regado también por sueños, por la memoria
indócil de la rebeldía, por el deseo de cambiar la vida y vencer
la indignidad capitalista. No hay cajón que encierre la estrella de mi
ensueño ni muerte que detenga todo lo que todavía tengo para vivir,
exactamente todos los siglos que le quedan a mi pueblo para seguir haciendo
historia.
Demetrio Iramain
Diciembre de 2002