19 de septiembre del 2003
El consumo en un mundo globalizado: esclavitud para el primer mundo, pobreza y miseria para el resto
Pablo Moros y Laura Marquís
Comisión de Consumo de Ecologistas en Acción.
Revista Éxodo
Mientras en pocos segundos, miles de operaciones especulativas recorren los centros financieros del planeta gracias a Internet, decenas, cientos de personas mueren de hambre, de sed, y de miseria. 2800 millones de personas, casi la mitad de los habitantes del planeta, tienen que vivir con menos de 386 pesetas diarias. Los pobres de este mundo electrónico agonizan o desesperan mientras la publicidad de los ricos les bombardea incansable con productos que jamás alcanzarán, y con vidas idílicas de las que nunca gozarán. Sus intentos por asir lo inalcanzable lo pagan con sus vidas o con su libertad. Así, en el primer semestre de este año, al menos 100 personas murieron en su intento de cruzar el Estrecho, empujadas por el hambre, y por la esperanza de encontrar un mundo mejor. Desde las orillas del río Grande hasta las desbastadas llanuras de lo que fue el imperio soviético, millones de personas sueñan con el paraíso occidental: una vida de lujo, comodidad y oportunidades que es exhibida por las pantallas de los televisores y por los anuncios de las vallas publicitarias.
¿Qué se oculta detrás de ese fascinante reino de Jauja?. El edén de Occidente sólo existe en la ficción de los publicistas. En la opulencia del Norte la mayoría no muere de desnutrición, sino de exceso de colesterol; ni de sed, sino de accidentes de automóvil; ni de disentería, sino de cáncer de pulmón.
No todos los habitantes de las naciones ricas tienen acceso a tan singulares logros. Año tras año la lista de excluidos del banquete va creciendo. Se alimenta de los ajustes empresariales, de las fusiones, de los jóvenes que envejecen en busca del primer empleo, y de cientos de inmigrantes que huyen de sus países en busca de cualquier cosa porque nada puede ser peor que aquello que abandonan. En la mayor potencia industrial, Estados Unidos, se estimaba, en 1995, que un 13% de la población no llegaría a los 80 años; que el 20,7% de la población era funcionalmente analfabeta, y que el porcentaje de estadounidenses que se encontraban por debajo del nivel de la pobreza era del 19,1%. Los privilegiados ciudadanos que disfrutan de ingresos estables pueden estrellarse con sus automóviles, machacar su salud con dietas de plástico, y asfixiarse en nuestras ciudades gracias a la perfecta máquina consumista. La fuerza de su trabajo se traduce en crédito para adquirir un número cada vez mayor de bienes y servicios. No importa que sus necesidades materiales básicas (alimentos, ropa, vivienda) se encuentren cubiertas, y que sus necesidades afectivas están cada día más empobrecidas (reconocimiento, amistad); lo verdaderamente importante es gastar, comprar, consumir sin descanso.
En esta civilización, como dice Eduardo Galeano, "las cosas importan cada vez más y las personas cada vez menos, los fines han secuestrado a los medios: las cosas te compran, el automóvil te maneja, la computadora te programa, la TV te ve".
Los costes del actual modelo de consumo
El consumo imparable tiene sus costes. Por un lado, la pequeña porción de la humanidad cuya vida gira alrededor del consumismo se encuentra con una existencia vacía, cuyo único sentido se alcanza consumiendo; trabajar para consumir, consumir para trabajar. La presión psicológica que implica ésto supone una merma creciente de la salud mental de las personas. La nación del mundo donde el consumismo alcanza sus más altas cotas de perfección, los EEUU, es también la que padece una mayor cantidad de depresiones y trastornos psíquicos. En Estados Unidos, se consume, con sólo el 5% de la población mundial, la mitad de los sedantes, ansiolíticos y demás drogas químicas legales que se venden en el mundo.
Teóricamente, los habitantes acomodados de nuestro planeta se muestran interesados por el medio ambiente, el bienestar común, sus relaciones con los demás. En la práctica, estos buenos deseos se transforman en un incremento de las ONGs, sobre las que van recayendo las responsabilidades sociales y éticas que antaño tuvieron los Estados. Hay una marcada tendencia al aumento de los compradores compulsivos, al tiempo que las escalas de valores que conforman los proyectos vitales de los individuos se van haciendo cada vez más materiales. Un estudio sobre necesidades y deseos de consumo realizado sobre la población estadounidense resulta ilustrativo al respecto. El número de personas entrevistadas que consideraban que tener una "buena vida" era disponer de un hogar de vacaciones se incrementó, entre 1975 y 1991, en un 84%; los que pensaban que tener una "buena vida" era poder poseer una piscina, aumentó en un 36%; mientras que aquellos que creían que una buena vida era trabajar en un oficio o profesión interesante no aumentó ni un entero; y los que creían que un matrimonio feliz equivalía a una buena vida disminuyó en un 8%. A pesar de la ola de solidaridad que pretendidamente cruza por los países ricos, lo cierto es que la mayoría de la gente piensa y actúa cada vez más según los mandatos de la publicidad y del mercado, y muy lejos de lo que dictan la razón y los sentimientos.
El consumismo no afecta únicamente a la escala de valores o a la salud mental de la humanidad, también afecta, y con una intensidad creciente, a su salud física. Uno de los negocios más rentables hasta la fecha ha sido el de la industria tabaquera. Las grandes compañías han ingresado fortunas a base de convertir en adictos a millones de personas, ayudándose de la industria química y de la mercadotecnia; a sabiendas de los efectos nocivos que el tabaco ha demostrado tener sobre la salud humana. Cuando los costes sanitarios derivados del tabaquismo han hecho reaccionar a las administraciones de países como EEUU, se ha desatado una ofensiva antitabaco que amenaza a la industria tabacalera. ¿Amenaza? No es para tanto. Las grandes firmas suelen formar parte de consorcios dedicados al sector de la alimentación que les guardan bien las espaldas. Ahí está el caso de Philip Morris; con marcas de tabaco como Marlboro, y dueña, desde el pasado verano de la firma Nabisco que comercializa, por ejemplo, marcas de galletas tan populares en nuestro país como Loste, Artiach o Marbú. Sólo en España, Philip Morris con su filial Kraft, constituye un grupo con unas ventas estimadas en 120.000 millones de pesetas. O sea, que mientras el negocio tabaquero sufre alguna pérdida, las compañías responsables de parte de los 3,5 millones de muertes que al año produce el tabaco pueden estar tranquilas: la diversificación de sus negocios en los países del Norte, y el mantenimiento del negocio tabaquero en los países del Sur les garantizan abultados beneficios.
Otro capítulo, estrechamente relacionado con el sector de la alimentación es el de la dieta que nos impone el modelo consumista. En su intento de crear necesidades a la población, la industria alimentaria genera productos repletos de conservantes, saborizantes, y colorantes; sometidos a procesos de transformación sofisticados que alejan sensiblemente a sus componentes nutritivos de su origen natural. Para hacerlos atractivos al consumidor se les confiere texturas, colores, sabores intensos, artificiales y aditivos. Se logran así productos con escaso valor nutritivo, elevados costes ambientales de producción y de distribución, generalmente sobreempaquetados, y que responden a un modo de vida muy concreto: el de la inmediatez y el despilfarro. La "dieta opulenta" es rica en sales, azúcares y grasas saturadas y contiene mucho menos fibra e hidratos de carbono complejos que la dieta tradicional. Acarrea sus propios peligros de cáncer, enfermedades cardíacas y diabetes. Paradójicamente, a pesar de sus efectos sobre el medio ambiente y sobre la salud de las personas, esta dieta resulta económicamente barata, siendo muy asequible para los bolsillos más pobres. La obesidad va rápidamente en aumento, especialmente entre los pobres de los países industrializados y las clases medias de los países "en desarrollo" de Asia y América Latina. En los EEUU, se estima que un tercio de los adultos mayores de 20 años sufren obesidad.
Los bienes y servicios no surgen de la nada. Para su aparición es necesario consumir energía, recursos, transformar el entorno, sintetizar productos químicos nuevos. El disfrute de buena parte de esos bienes genera desechos, unos inertes, otros tóxicos, pero todos ellos se incrementan a una velocidad muy superior a la capacidad para gestionarlos adecuadamente, esto es, para reintegrarlos en la naturaleza sin provocar en ella serios trastornos (contaminación de suelos y aguas, destrucción de ecosistemas, extinción de especies). El Estado español genera una media de 1,2 kg/habitante/día de residuos sólidos urbanos, de los que aproximadamente sólo el 12% se recicla. Los españoles emitimos a la atmósfera una media de seis toneladas/habitante de CO2, el principal gas responsable del calentamiento atmosférico, debido a nuestro creciente consumo energético. Según el Forum Atómico Español, se prevé para el presente año, en nuestro país, un crecimiento del 9% en el consumo de energía. Lejos de alarmarse ante tales cifras, políticos, empresarios y autoridades se felicitan del progreso de nuestro país, sin considerar los costes ambientales que un progreso así concebido comportan. Para ellos el calentamiento global de la atmósfera, por ejemplo, queda muy lejos en el espacio y en el tiempo.
El "efecto invernadero" no es la única amenaza derivada de la contaminación del aire. Existen efectos cuantificados de los costes en vidas humanas de la polución atmosférica. En 1996 se estimó en 511.000 muertes producidas en todo el mundo derivadas de la contaminación exterior en las zonas urbanas. 147.000 de esas víctimas corresponden a los países industrializados. Con todo, los anuncios de automóviles son los más abundantes en nuestros televisores, los fabricantes "presionan" a los gobiernos para que implementen planes que faciliten la venta de vehículos privados, y los consumidores siguen considerando el coche como signo de individualidad y prestigio; el 70% de los automóviles de nuestro país circulan con un solo ocupante. ¿Hay quién entienda algo?.
Un buen número de las llamadas naciones industrializadas lo son después de haber esquilmado sus propios recursos naturales (excepción que puede hacerse de EEUU.).
Para suministrar materias primas con las que fabricar los productos de los que se nutre el mercado, las corporaciones se lanzan a la conquista comercial de otras naciones cuyos recursos naturales se encuentran poco o nada explotados. Esta costumbre no es en absoluto nueva: desde el comienzo de su independencia las minas más productivas de, por ejemplo, Perú o Chile pertenecían a empresas europeas, y más tarde a compañías norteamericanas. La explotación de estos recursos tiene por costumbre desentenderse de las necesidades nacionales, preocupándose únicamente de que el régimen político imperante favorezca sus intereses, esto es, máxima producción a los menores costes (impositivos, laborales y ambientales). Por ejemplo, la multinacional química Solvay se ha presentado en España a la concesión de premios a la correcta gestión medioambiental, mientras que en países periféricos, como Argentina, protagoniza desaguisados medioambientales con la mayor impunidad. Así, en agosto de este año, la planta de Solvay de Bahía Blanca, provincia de Buenos Aires, sufrió un escape de cloro gas, un elemento altamente tóxico y corrosivo, debido a un fallo en sus instalaciones. Las explicaciones a la población llegaron tarde, fueron poco tranquilizadoras y no revelaban interés alguno por evitar accidentes en el futuro o en proporcionar protección o información al casi medio millón de pobladores de Bahía Blanca. Más reciente es la tendencia, entre las empresas del mundo "desarrollado y libre", de abrir fábricas y talleres en países pobres en los que no existe respeto alguno por los derechos humanos. Las compañías que realizan prácticas tan comunes suelen ocultar su responsabilidad a través de enmarañados redes de subcontratación. En virtud de tales estrategias resulta muy difícil demostrar la implicación de grandes transnacionales en la explotación infantil o en el deterioro ambiental de los países pobres, y así la imagen de la gran compañía permanece indemne. Firmas como Nike o Adidas han estado fabricando, y aún parece que lo hacen, sus zapatillas y balones en países asiáticos, empleando mano de obra infantil que trabaja bajo condiciones laborales infrahumanas. Las campañas internacionales de boicot han llevado a recapitular a estas empresas sobre su responsabilidad en este tipo de producción, y a que suscriban compromisos de comportamientos "éticos" en la fabricación de sus productos. El cumplimiento de tales compromisos es siempre difícil de comprobar.
Otras empresas más cercanas, como Zara, siguen estrategias similares de explotación, si bien se circunscriben a subcontratar a pequeñas empresas textiles a las que imponen condiciones draconianas. Así, los plazos de entrega de productos son tan estrechos que los trabajadores hacen turnos exhaustivos a sueldos de miseria. Todo es, sin embargo, legal; son las reglas del mercado.
La desvergüenza de los ricos hacia los pobres parece no tener techo. La explotación de los países va más allá de las materias primas o de ciertas manufacturas; también alcanza a lo meramente ornamental, como, por ejemplo, las flores.
Un alto porcentaje de las flores de EEUU, y de Europa proceden de Colombia. En 1993 este país exportó a los países ricos 130 millones de toneladas. En los alrededores de Bogotá trabajan 50.000 seres humanos en 450 empresas dedicadas a la floricultura. El 80% de esos trabajadores son mujeres. Trabajan a destajo, en cuclillas, soportando un calor sofocante. Se les paga el jornal mínimo, y sus empresarios no se molestan en pagar sus seguros sociales: la que no trabaja se va, la que se enferma no cobra. Los empresarios se escudan en la competencia. EEUU compra el 80% de la producción, y es un cliente exigente, quiere flores baratas y perfectas; si el precio le parece alto o la calidad baja, amenaza con irse a comprar a Costa Rica. Para mantener una producción de tales características se necesitan, en el ecosistema de la sabana colombiana, 74 kilos de plaguicidas por hectárea y año, y un elevado y creciente volumen de agua. Los plaguicidas envenenan a las trabajadoras, al suelo, y a las aguas subterráneas; y el agua se hace cada vez más escasa y más nociva. Los pueblos próximos a las plantaciones reciben agua tres veces por semana, y cada vez de peor calidad. Cualquier modificación que implique mejoras para los trabajadores y para la naturaleza se traducirá en aumento de los costes; y entonces el gran cliente, los EEUU, cambiará de suministrador. Pocas esperanzas tienen, pues, las trabajadoras de la sabana colombiana.
De lo expuesto hasta aquí, puede concluirse que el modelo de consumo imperante en las naciones ricas dista mucho del paraíso terrenal, y se acerca más a una amenaza para el futuro de nuestro planeta. Parece exagerado, pero no lo es. De hecho, no son únicamente las voces de un puñado de iconoclastas las que se levantan contra este estado de cosas. Incluso las instancias oficiales se hacen eco de una situación tan absurda como injusta. El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo dedicó su informe anual correspondiente a 1998 a Consumo y Desarrollo Humano. En este documento quedaba patente que, a pesar de que el gasto del consumo mundial había pasado de 1,5 billones de dólares en 1900 a 24 billones en 1998, los beneficios, en cuanto a calidad de vida, que de ello pudiera derivarse, sólo alcanzan a una pequeña parte de la población mundial, la que vive en los países ricos y que equivale, aproximadamente, al 20% de la población del planeta.
Además de dejar patente esa extraordinaria desigualdad, y su tendencia a incrementarse con el paso de los años, el estudio de la ONU aporta algunos otros datos reveladores. Así, confirma que el consumo entendido como un medio que contribuye al Desarrollo Humano es, hoy por hoy, una falacia. Según este dossier, el consumo "debería aumentar la capacidad y enriquecer la vida de la gente sin afectar negativamente al bienestar de otros, debería ser tan justo con las generaciones futuras como con las actuales", y "debería servir para estimular a individuos y comunidades vivaces y creativas". Pero para lo que realmente está sirviendo el modelo actual de consumo es para, en palabras del documento de Naciones Unidas, "destruir la base ambiental de los recursos y para exacerbar las desigualdades".
De cómo fabricar esclavos del consumo
¿Cómo hemos llegado a este punto?. La causa generadora de esta situación hay que buscarla en el modelo de desarrollo capitalista. El capitalismo se impone universalmente, homogeneizándolo todo a su paso, liberalizando mercados, y propagando un discurso alienante y engañoso de libertad y progreso. Como parte de ese discurso se encuentra la tergiversación del concepto de consumo.
El hecho mismo de consumir resulta inherente a la vida del ser humano. Para mantenernos vivos debemos consumir una serie de recursos materiales que nos permiten obtener la energía y la materia necesarias para renovar las células de nuestro organismo, para crecer, desarrollarnos y reproducirnos. Para mantener un equilibrio psíquico y poder vivir en sociedad, necesitamos cubrir una serie de necesidades de orden inmaterial, espirituales y afectivas, que contribuyen a la formación y a la evolución de diferentes culturas. Ahora bien, la cuestión es valorar de qué necesidades estamos hablando, y qué criterios se siguen para definirlas y evaluarlas.
Desde hace décadas existe una tergiversación del concepto de consumo. Para garantizar su supervivencia y su continuidad, el sistema económico capitalista ha transformado el consumo de un medio para vivir dignamente en un fin en sí mismo. El ciudadano ha muerto: existe el consumidor o el cliente. Pronto el Documento Nacional de Identidad pertenecerá al pasado; se nos identificará (se nos identifica ya) por nuestro permiso de conducir y por nuestras tarjetas de crédito y débito. Existimos por lo que tenemos, por nuestro crédito, sólo por eso. Sin tarjetas, sin cuentas bancarias, sin NIF, dejamos de existir.
Es frecuente escuchar a los teóricos de la mercadotecnia que su trabajo consiste en satisfacer las necesidades del consumidor. Para afirmar tal cosa se apoyan en el insaciable apetito humano por tener y acaparar; somos seres voraces y egoístas, permanentemente insatisfechos. Según ellos, siempre queremos más y más. Tales afirmaciones suelen partir de la base de considerar a los seres humanos como individuos aislados, asociales, inmaduros, y con escasa o nula capacidad de razonamiento o de abstracción. En realidad, el trabajo de estos técnicos consiste en convertirnos precisamente en eso, en perfectas máquinas de consumir lo que sea.
Con el paso de los años, la sociedad de consumo ha terminado por invadirlo todo, incluida al alma de las personas. La gente no se siente segura si no es consumiendo. Hasta la solidaridad se consume en forma de bonos o de cajas vacías. El capitalismo apoyado en las nuevas tecnologías y en los viejos valores del liberalismo económico trata de imponer su hegemonía a todo el orbe mundial, arrasando culturas, pueblos y ecosistemas. Tan grande hazaña puede permitírsela gracias al esfuerzo continuo de grabar en las mentas de todos, día a día, hora a hora, la idea de que ser es consumir, mandamiento clave de la religión del todopoderoso Dios Mercado.
Para el observador crítico, y un poquito reticente, el mundo del hiperconsumismo en el que nos encontramos inmersos los habitantes de los países ricos no responde ni a la casualidad, ni al ciego egoísmo de la raza humana, ni a inevitables fuerzas naturales. No existe una conspiración universal perfectamente articulada para que todos nos volvamos máquinas de trabajar y de consumir. Lo que sí existe es una depurada estrategia, por parte de las grandes corporaciones, para estimular, acrecentar y dirigir a la gente hacia el consumo de bienes y servicios.
Stuart Ewen, en su trabajo Captains of Consciousness, señala cómo en Estados Unidos, a partir de 1920, los propietarios y los gerentes de las empresas se dieron cuenta que ya no bastaba con controlar a los trabajadores para asegurar la continuidad del sistema capitalista. Dado que los consumidores estaban jugando un papel muy importante, debían pasar a ser un objeto de control. El primero de los mecanismos que permitía regular el comportamiento de la gente a la hora de comprar fue la publicidad. Mediante técnicas cada vez más sofisticadas, apoyadas en disciplinas como la sociología y la psicología, se desarrollaron las bases de una publicidad compleja y eficiente que "ayuda" a las personas en su cotidiana toma de decisiones.
Actualmente el lenguaje publicitario resulta universal, un idioma en el que las marcas de los productos se convierten en sus palabras y fonemas. Los niños de nuestras ciudades reconocen antes los logotipos de Ford, BMW, Audi o Wolkswagen que los árboles y los pájaros de sus parques y jardines. Y sin salir de casa: la omnipresencia de la TV permite exhibir continuamente los nuevos modelos que fabrican las casas automovilísticas, ligándolos a conceptos como el placer, la astucia, la aventura, la inteligencia.
Resulta triste tener que admitir que en muchos países pobres la Coca Cola está más presente que el agua potable o la leche. O que en la mayoría de los países tropicales de Latinoamérica, con mayoría de población negra, india o mestiza, el ideal de belleza femenina sean mujeres blancas, altas, delgadas, rubias y de ojos claros.
Esos auténticos lavados de cerebro no son difíciles de conseguir. Hace falta imaginación, planificación y paciencia para crear anuncios impactantes cuyo contenido, a base de machacona insistencia, logre impregnar la conciencia de la gente. Los publicistas, verdaderos mercenarios del mercado, ponen lo mejor de sus neuronas al servicio de los grupos empresariales. Los grandes grupos publicitarios obtienen enormes beneficios: por ejemplo, el grupo francés Publicis, que trabaja para las firmas Renault, Nestlé y L'Oreal, prevé un margen bruto para el año 2000 de 2.1000 millones de dólares, una minucia no obstante si lo comparamos con los más de 300.000 millones de dólares que moverá el negocio publicitario durante este año. Esa cifra equivale a la deuda externa de los 36 países más pobres del mundo, que suman unos 1.700 millones de personas. Ni que decir tiene que los descomunales gastos en publicidad se ciñen, fundamentalmente, a los países ricos y a los que están en "vías de desarrollo"; los primeros porque contienen una población con recursos para comprar y perfectamente dependiente (social y psicológicamente) del hiperconsumismo; y los segundos porque representan un mercado potencial con millares de individuos dispuestos a hipotecar su existencia para alcanzar los estándares de consumo occidentales.
Nuestro país, como nación económicamente desarrollada, participa intensamente de los millonarios movimientos del sector publicitario. A modo de ejemplo, durante 1998, apenas 15 empresas (casi la mitad de ellas fabricantes de automóviles) invirtieron en anuncios de TV 110.000 millones de pesetas. De hecho, la publicidad es la principal fuente de ingresos de los medios de comunicación, especialmente del televisivo. No es de extrañar que tanto los contenidos de la mayor parte de los programas, e incluso la estructura de los mismos, sean cada vez más parecidos a spots publicitarios, al tiempo que se constituyen en incitadores, más o menos explícitos, hacia el consumo. No se trata ya sólo del clásico patrocinador de concursos; las series, las retransmisiones deportivas, los magazines, se diseñan de modo que la publicidad siempre está presente en ellos: en forma de diferentes carteles-anuncio dentro del estadio, que podemos visualizar según los cambios de cámara que establece el realizador para seguir el juego; disfrazados del "modo cotidiano" de vida de un grupo de adolescentes de clase media, con sus marcas de refrescos, ropa, móviles; sirviendo como caja de resonancia del modus vivendi norteamericano a través de los telefilmes (la mayoría estadounidense); etc. De una manera tan sencilla, un medio tan introducido en la vida cotidiana como es el receptor del televisor, se convierte en un eficaz instrumento para la difusión de la sociedad de consumo. A pesar de disponer de un número creciente de canales de televisión, la tendencia mayoritaria de todos ellos es la misma: vender productos, incluida la televisión misma.
La publicidad es uno de los más eficaces métodos para penetrar y conquistar mercados. Permite a las transnacionales seleccionar los sectores sociales y los países del mundo que más convienen a un determinado producto. Prácticamente no existe parte de la sociedad ni nación que se escape del bombardeo publicitario. Da igual que las consecuencias de esa "ofensiva" perturben las economías locales, descompongan el tejido social o incluso dañen la salud de los habitantes de los países pobres. Así, la primera empresa mundial en alimentación, la suiza Nestlé, lanzó durante años una ofensiva comercial sobre países pobres para que la costumbre de amamantar a los bebés fuese sustituida por el uso de sus leches en polvo maternizadas. Olvidaban los señores de la Nestlé, que en esos países lograr agua con suficientes garantías sanitarias para preparar leche maternizada suele ser un reto, y que el paso de anticuerpos de la madre al lactante(cosa que no se logra más que con la lactancia natural) es fundamental para asegurar su supervivencia. Según diferentes ONGs, la ofensiva comercial de la empresa suiza ha significado un notable incremento local de la mortalidad y de la morbilidad infantiles.
Los nuevos medios de consumo
Además de la publicidad, actualmente se identifican otros mecanismos de control, incluso más poderosos y eficaces que aquélla. Se trata de lo que el sociólogo norteamericano George Ritzer denomina "nuevos medios de consumo". Los nuevos medios de consumo son estructuras o escenarios que nos permiten consumir todo tipo de cosas. Con frecuencia la gente se ve atraída por las fantasías que prometen realizar, y una vez en ellas permanecen allí debido a toda una serie de recompensas y restricciones. Su espíritu es, como resulta obvio, mantener a la gente en el negocio del consumo.
Entre los nuevos medios de consumo se encontrarían: los restaurantes de comida rápida, las cadenas de tiendas, la venta por catálogo, los centros comerciales, los centros comerciales electrónicos (desde Internet a los publirreportajes televisivos), las tiendas de descuento, los parques y los restaurantes temáticos.
En muchos de estos escenarios se experimenta el fenómeno de fusionar compra con diversión, en un ambiente que trata de inspirar confianza, bien por ser una especie de microcosmos aislado del mundo exterior, bien por poseer ciertas señas de identidad fijas que pueden encontrarse en cualquier parte del globo. Dentro del primer caso el ejemplo más evidente son los centros comerciales y los parques de ocio, y dentro de la segunda categoría se encontrarían los restaurantes de comida rápida o las cadenas de tiendas.
Los parques de ocio son, probablemente, una de las máximas representaciones de los nuevos medios de consumo, y contribuyen eficazmente a estimular el consumo en la línea del consumismo a la norteamericana. Una de las muestras más recientes de este tipo de centros lo encontramos en el área de Las Rozas, a las afueras de Madrid. Se trata de Heron City, un parque de ocio que alberga 24 cines, aparcamiento para 2.000 coches, 20 restaurantes (desde la comida rápida, a la cocina regional), una bolera, un inmenso gimnasio y varias tiendas. En los cruces de las calles, payasos, teatro y un juego de luces y música en las fuentes. Para Gerald Ronson, consejero delegado de Heron, estos lugares "serán centros para la vida en el siglo XXI, donde las personas cualquiera que sea su situación, solteras, casadas, con niños, jóvenes o adultas, podrán pasar el tiempo libre encontrando todo lo que les apetece y en un entorno limpio y de gran seguridad". La definición ofrecida por Ronson deja claro cómo en estos centros se logra transformar compra, diversión y ocio en una misma cosa. El Heron City es uno de los 20 parques de ocio que el grupo Heron pretende levantar en Europa, con inversiones que superan los 290.000 millones de pesetas, y con un estilo netamente americano.
Las cadenas de tiendas y grandes almacenes El Corte Inglés, aunque españolas, responden cada vez más al esquema de consumo estadounidense. Desde sus enormes gastos en publicidad (más de 12.600 millones de pesetas en anuncios televisivos durante 1998) hasta espectáculos en la puerta de sus centros (el Cortylandia de la época navideña), la estrategia comercial del "Grande de los Grandes Almacenes", recuerda intensamente los modos de venta de los EEUU.
Sus nuevos centros, tipo Hipercor, resaltan la espectacularidad y se conciben para que el visitante disfrute comprando a través de una incesante invitación al consumo. El diseño de los almacenes, el logotipo de la empresa, los uniformes de los empleados, y las líneas de productos con marca El Corte Inglés, permiten a la gente sentirse como en casa, estén en Madrid, en Zaragoza o en Bilbao.
Todo esto unido a la posibilidad de adquirir todo lo que se desee de una sola vez (desde calcetines hasta un viaje a Tailandia pasando por un seguro de vida), convierten a estos centros en un amplificador perfecto del modus vivendi tipo USA pero con el "orgullo" del capital español.
La globalización del consumismo
Los nuevos medios de consumo han desempeñado un papel fundamental en el incremento del consumo de los norteamericanos, y también han alterado profundamente su forma de consumir. Muchos de estos escenarios se han convertido en algunos de los símbolos más poderosos de EEUU, e incluso de todo el mundo. Ahí tenemos los casos de Disneyworld y de Mc Donald's: los personajes de Disney y las hamburguesas, junto a la forma de vida que representan, son reconocidos prácticamente por cualquier habitante del globo.
Este rápido aumento del consumismo no se limita sólo a los EEUU, sino que se extiende con rapidez a otras naciones, especialmente a las más desarrolladas, o a los sectores de población más privilegiados de los países pobres. Esa tendencia está poniendo en peligro las diferentes culturas autóctonas, conduciendo a la estandarización y a la homogeneización globales: cada vez son más personas las que consumen en los nuevos medios de consumo y obtienen bienes y servicios de una forma idéntica, resultando ambas, los nuevos medios y el modo de satisfacer el consumo, netamente norteamericanos. Es importante recordar que los productos que nos exporta EEUU, reflejan un estilo de vida propio: están concebidos para encajar en el "american way of life", lo que muchas veces conduce a crear unas necesidades en el consumidor para poder sostener una forma de vida culturalmente ajena. La invasión "cultural" estadounidense alcanza así grados nunca antes imaginados. Por ejemplo, la firma norteamericana Mattel, creadora y propietaria de la archifamosa muñeca Barbie tiene previsto introducir en Japón una línea de ropa inspirada en la vestimenta de este juguete; partiendo de la gran aceptación que Barbie tiene en la sociedad nipona, y eso que ni los rasgos, ni el mundo de fantasía que envuelve a esta muñeca contienen nada de las características físicas o culturales japonesas.
La aceptación universal del modelo de consumo norteamericano no sólo hay que buscarlo en la política de las corporaciones norteamericanas, dispuestas a imponer sus productos y la forma de consumirlos a los demás países del mundo, sino también a la falta de una alternativa mundial viable a ese modelo. El colapso de la Unión Soviética, y la subsiguiente caída de los regímenes comunistas, eliminó cualquier freno a la expansión del modelo de vida estadounidense. Quizás parezcan exageradas estas afirmaciones, pero simplemente resultan descriptivas de un fenómeno tan rápido como real. Ciertos datos sobre el desarrollo de empresas emblemáticas de lo norteamericano así lo avalan. En 1991, Mc Donald's tenía alrededor de un 25% de sus restaurantes fuera de los EEUU, que se repartían por 59 países. Cinco años más tarde, en 1996, esa proporción superaba el 40%, y el número de países con restaurantes de esta firma había ascendido a 101. El volumen de ventas registrado por Mc Donald's en 1996 fue de 31.800 millones de dólares, de los que sólo algo menos de la mitad procedían de las ventas internacionales.
Los ejemplos de desembarco cultural norteamericano en formas de modelo de consumo se encuentran por doquier. En Vietnam, lo que no consiguieron el napalm y los contingentes de tropas estadounidenses lo ha logrado Baskin-Robbins y Kentucky Fried Chicken. La antigua Saigón, hoy conocida como Ciudad Ho Chi Minh, posee un centro de comercio y ocio, el Saigón Super Bowl, dotado de una bolera con 32 pistas, sala de videojuegos, sala de billar, hamburgueserías, freidurías, un centro comercial con más de veinte tiendas, y heladerías Baskin-Robbins. En el presente año, Kentucky Fried Chicken abrirá en Ciudad Ho Chi Minh sus primeros puntos de venta.
¿No existe el peligro de una violenta reacción como respuesta a este intensísimo proceso de americanización universal?. De alguna manera las reacciones se están produciendo, pero su calado en la conciencia, los hábitos y las costumbres del gran público resulta minoritario. Las mismas transnacionales que expanden los nuevos medios de consumo parecen haber previsto tales posibilidades, de modo que sus estrategias comerciales buscan una cierta adaptación del producto que venden a las características locales sin perder su imagen global de marca. Es la lucha por lograr ser "global". Una vez más, la firma Mc Donald's ofrece ejemplos de esa estrategia de "globalización". Así en la India, donde las vacas son sagradas, el Mc Donald's de Delhi vende el "Mahara Mac", hecho íntegramente de carne de cordero. En Argentina, siguiendo con la política de mezclar lo local con lo global, Mc Donald's agrega dulce de leche (postre nacional por excelencia) a sus postres.
De la mano de la publicidad y de los nuevos medios de consumo, el consumismo a la norteamericana se extiende por todo el planeta. La consecuencia de ello está siendo la rápida conversión de aquellos ciudadanos que disponen de un mínimo de recursos económicos en voraces consumidores.