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Medio Oriente

2 de julio del 2003

Israelización y palestinización

Uri Avnery
Jerusalem Post
Traducido para Rebelión por L.B.

"Mi drama es que mi Estado se halla en guerra contra mi pueblo", se lamentó el difunto miembro del parlamento israelí Abd-al-Aziz al-Zuabi utilizando una fórmula que se ha hecho clásica.

Uno de cada cinco ciudadanos israelíes es un árabe palestino. De hecho, los árabes israelíes constituyen proporcionalmente una de las minoría nacionales más grandes del mundo democrático. Sin embargo, Israel jamás ha asumido este hecho básico.

Israel se autodefine oficialmente como un "Estado judío democrático". ¿De qué manera afecta a esta definición la existencia de un sector de población tan numeroso compuesto por nativos árabes? ¿Puede un Estado democrático con tantos ciudadanos no-judíos en su seno ser un Estado "judío"? ¿Puede un Estado judío con tantos ciudadanos no-judíos en su seno ser realmente democrático? Israel ha resuelto el problema optando por no resolverlo; más exactamente: optando por no confrontarlo nunca en absoluto.

En lo que constituye una forma de negación, los documentos israelíes a menudo identifican a los árabes israelíes como "Miembros de un grupo minoritario". En los Documentos de Identidad, bajo el epígrafe de "nacionalidad", aparecen registrados mayormente como musulmanes, cristianos o drusos. Coloquialmente, la definición más frecuente suele ser la de "Arviyei Yisrael", que significa literalmente "los árabes de Israel", expresión que hace que en hebreo suenen como una especie de propiedad estatal. Jamás se les denomina "israelíes palestinos".

Cuando se fundó el Estado de Israel, David Ben-Gurion -llamado apropiadamente "el arquitecto del Estado"-adoptó dos decisiones fatídicas que hoy presentan el aspecto de leyes naturales pero que en aquel momento no eran evidentes en absoluto.

Primera: Ningún judío sería ciudadano de Israel si no emigraba [al nuevo Estado]. Posteriormente la Ley de Retorno y la Ley de Ciudadanía reconocieron a todos los judíos el derecho automático de adquirir la ciudadanía israelí a su llegada al país. Pero la ciudadanía no se otorga a los que permanecen en la diáspora.

Ben-Gurion sentía un perdurable desprecio por los sionistas que no se trasladan a Sión y nunca soñó en concederles ningún derecho en "su" Estado.

Segunda: Los árabes que permanecieran en Israel serían ciudadanos (exceptuando un reducido grupo de "ausentes presentes" que permanecieron en el Estado físicamente pero no legalmente). Esto no fue una decisión automática. De hecho, influentes voces de aquel tiempo objetaron alegando que esa medida significaba negar el carácter judío del Estado.

¿Por qué tomó Ben-Gurion esa decisión?

En primer lugar, en los vulnerables primeros meses de existencia del Estado, la opinión pública internacional era determinante. La resolución de la ONU que establecía la partición de Palestina entre un Estado judío y otro árabe era aún débil y controvertida. Denegar la ciudadanía a los árabes habría proporcionado munición a los enemigos de esa resolución.

Por otro lado, el tema no parecía constituir un problema serio. Dentro del territorio asignado por la ONU en 1947 para el establecimiento del Estado judío más del 40% de la población era árabe. En el transcurso de la guerra de independencia, Israel aumentó este territorio desde una superficie equivalente al 55% del la Palestina del Mandato hasta el 78%, al tiempo que reducía la población árabe a menos del 20%. La mitad de la población árabe fue expulsada por la guerra y más tarde por obra de una política deliberada de expulsión. Tanto los bienes como un alto porcentaje de las tierras pertenecientes a los que no se marcharon fueron expropiados para construir asentamientos judíos.

Ben-Gurion, que esperaba la llegada de grandes oleadas de inmigrantes judíos, pudo haber considerado que aquel pequeño sector de población árabe se convertiría con el tiempo en insignificante y no constituiría un problema para el Estado "judío". Habría quedado estupefacto si hubiera sabido que 56 años y millones de inmigrantes judíos más tarde los "árabes israelíes" todavía constituyen el 20% de la población de Israel.

Un cínico podría alegar otro factor. Los árabes que quedaron atrás en el interior del nuevo Estado estaban sometidos a un riguroso régimen de "gobierno militar" y carecían de derechos civiles. Los gobernadores militares -como todos los funcionarios de aquella época-- formaban parte de la maquinaria política de Ben-Gurion y velaron para que prácticamente todos los árabes votaran al partido laborista (Mapai) y a sus satélites árabes. Sin esos votos habría sido muy difícil para Ben-Gurion asegurarse la mayoría en el Parlamento israelí.

Sea lo que sea, el caso es que desde entonces hasta hoy nadie ha consagrado una reflexión seria a la cuestión básica: ¿cuál es el status de la numerosa comunidad árabe dentro de un "Estado judío democrático"?, o, más bien, ¿cuál es la verdadera naturaleza de un Estado que se proclama "judío" pero que alberga en su seno a tantos ciudadanos árabes?

En teoría existen dos posibles respuestas para esa pregunta.

Una opción es que Israel se convierta en una democracia al estilo estadounidense.

Los Estados Unidos de Norteamérica constituyen un tipo de sociedad moderna única. La nación estadounidense no es ni étnica ni religiosa, sino civil: uno se convierte en miembro integrante de la nación estadounidense cuando se convierte en ciudadano de los Estados Unidos. Los Estados Unidos no son un "Estado democrático anglosajón protestante". Ya sea uno protestante, católico, judío, musulmán o budista, blanco, negro, moreno, amarillo o rojo, una vez que uno ha jurado lealtad a la Constitución estadounidense su status oficial es igual al de un descendiente de los peregrinos del Mayflower.

Aquí eso significaría que nuestro Estado se convertiría en un Estado israelí más que un Estado judío. Uno pertenecería a la nación israelí por ser un ciudadano israelí y tras jurar lealtad a la (actualmente inexistente) Constitución israelí. La religión y el origen étnico serían asuntos de naturaleza privada que no figurarían en ningún documento oficial. En jerga israelí esta opción se denomina "un Estado para todos sus ciudadanos".

La otra opción consiste en que Israel siga siendo un Estado-nación al caduco estilo europeo. La mayoría judía seguiría conservando sus instituciones nacionales, pero permitiría a la minoría árabe establecer sus instituciones propias y disfrutar de una amplia autonomía en temas de cultura, educación, religión y autogobierno local. El Estado estaría por encima de los marcos nacionales. La mayoría judía mantendría estrechas relaciones con las comunidades judías de todo el mundo y la minoría árabe mantendría sus relaciones con la vecina Palestina y con el mundo árabe en general.

Una tercera opción sería combinar esos dos modelos de una forma u otra.

Al optar por no abrazar ninguno de esos modelos Israel se ha colocado a sí mismo y a sus ciudadanos árabes en una situación imposible. La actual y cada vez más brutal guerra entre Israel y el resto del pueblo palestino agrava aún más la peligrosidad de este problema.

Es imposible que ningún árabe pueda sentirse como un ciudadano de Israel a parte entera. A cada instante es consciente de que los judíos no lo aceptan verdaderamente como a un igual y de que el Estado no le considera verdaderamente como un ciudadano a todos los efectos.

Prácticamente en cada área de la vida los ciudadanos árabes están discriminados: no pueden beneficiarse ni de planes de desarrollo ni de promociones de viviendas, el Gobierno no les adjudica tierras, sus ciudades no reciben la misma cantidad de subsidios gubernamentales, sus instalaciones educativas son indescriptiblemente inferiores. Muchas leyes y regulaciones [israelíes] otorgan privilegios a personas "que reúnen los requisitos de la Ley de retorno", lo que es una forma velada de decir "judíos", sin mencionar la palabra explícitamente.

Por consentimiento mutuo, los árabes no sirven en las fuerzas armadas israelíes, que son el corazón mismo del ethos nacional y del poder político israelíes. Las fuerzas armadas no desean poner armas en manos de jóvenes de dudosa lealtad y los árabes no desean servir en un ejército volcado en combatir a otros árabes.

Prácticamente no existen lazos sociales entre judíos y árabes israelíes. Un judío israelí "normal" nunca ve ni habla con un árabe. Muchos judíos, tal vez la mayoría, consideran a los árabes como una quinta columna o como un caballo de Troya.

En el corazón de la comunidad árabe de Israel, y quizás en el corazón de cada ciudadano árabe, coexisten dos tendencias que luchan por imponerse: israelización y palestinización.

La israelización significa el anhelo de pertenecer a la sociedad israelí. Muchos palestinos, tanto de fuera como de dentro de Israel, admiran a la sociead israelí aunque la odien: su dinamismo, su democracia (al menos con respecto a los judíos), su victoria inicial en circunstancias tan adversas. Lo comparan favorablemente con todas las sociedades árabes de la región. Desearían poder jugar su parte en su seno.

Inmediatamente después de la ocupación de Cisjordania y Gaza, oleadas de "árabes del interior" se desplazaron al encuentro de sus familiares. Quedaron sorprendidos por las diferencias que habían creado entre ellos 19 años de separación. Muchos palestinos "ocupados" se quejan por lo que ellos sienten como la actitud prepotente de sus primos "israelíes". "Cuando estoy con palestinos me siento israelí", me dijo un árabe israelí, "y cuando estoy con israelíes me siento palestino".

Paralelamente al deseo de pertenecer a la sociedad israelí, existe un profundo sentimiento d pertenencia al pueblo palestino. La Intifada y sus numerosas manifestaciones de heroísmo y sacrificio han llenado a los árabes -incluidos aquellos que son ciudadanos israelíes-con un sentimiento de renovado orgullo. Esto, unido a un sentimiento de compasión por el sufrimiento de sus hermanos, ha generado un poderosa atracción. La radicalización dialéctica de los líderes árabes de Israel es un síntoma de ello. También lo son las acciones de aquellos pocos que prestan apoyo activo a los kamikazes palestinos. Los esfuerzos de la mayoría del Knesset para expulsar a algunos parlamentarios árabes y la reciente ofensiva frontal contra el Movimiento Islámico están condenados a reforzar esta tendencia.

Estas dos tendencias conviven entre sí. ¿Cuál de ellas es la más fuerte? Bueno, existe una indicación sencilla: recientemente, algunos israelíes de extrema derecha sugirieron que, a cambio de los asentamientos de Cisjordania, que desean anexionar, Israel debería ceder el "pequeño triángulo", es decir, el reguero de pueblos y aldeas árabes que se extienden desde Umm-El-Fahm hasta Kafr-Kasim a lo largo de la Línea Verde y que fueron anexionados por Israel a raíz del acuerdo de armisticio de 1949.

Si alguien pensó que los habitantes de esa área saltarían de gozo ante la perspectiva de formar parte del futuro Estado palestino, se llevó un buen chasco. Este tipo de oferta fue rechazado de forma unánime. Los árabes desean tajantemente que sus pueblos y aldeas sigan siendo parte de Israel. Cuando se les preguntó por el motivo se mostraron visiblemente incómodos, cuando no embarazados. Su adhesión a Israel es evidentemente mucho más fuerte que lo que les gustaría admitir. Y no se trata solamente de una cuestión de nivel de vida.

La queja de Zuabi es tan válida hoy como lo era hace 50 años, o incluso más que entonces. El "árabe israelí" tiene un pie en cada campo. En teoría, se halla bien situado para contribuir al esfuerzo de paz. En la práctica, se halla desgarrado por el conflicto.

El los tiempos de Zuabi se decía que los ciudadanos árabes podrían ser un puente entre Israel y el mundo árabe, lo que llevó a alguien a realizar el siguiente comentario: "un puente es algo que todo el mundo patea".

* Fundador de Gush Shalom
22 de mayo del 2003