La Biblioteca de Alejandría: información vs. sabiduría
Roberto Méndez
La Jiribilla El Bagdad de los sabios está a salvo en el corazón de los hombres de buena voluntad. Lástima que sobre la pulimentada superficie de la nueva Biblioteca no solo se refleje el sol, sino que se proyecten las sombras de los cazabombarderos y que la vista de la bahía quede estropeada por la torpe imagen de un portaviones. Si de nuevo la derribaran, lo mejor de ella sobrevivirá.
El pasado 16 de octubre de 2002, la Biblioteca de Alejandría volvió a abrir sus puertas después de casi 1500 años. En los cuatro puntos cardinales del planeta se levantan voces para ponderar la vuelta a la luz de esta institución, que se considera desde ahora la segunda del planeta por su magnitud -solo le aventaja la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos-. Sus fondos se inician con cincuenta millones de volúmenes. El ambicioso decreto que le dio origen asegura que «su propósito es reunir en este sitio la colección más completa de archivos de todas las civilizaciones en todos los tiempos». Taher Califa, encargado de Asuntos Internacionales de la institución declaró poco después de la inauguración: «Pretendemos ser la ventana entre Egipto y el mundo. Un centro de tolerancia, racionalidad y de investigación científica que, creemos, es parte de la espiritualidad de la antigua biblioteca. »(1) La noticia hubiera hecho el regocijo de Jorge Luis Borges quien en su Poema de los dones deplora desde la lejanía «los arduos manuscritos / que perecieron en Alejandría»(2). El autor de La biblioteca de Babel hubiera disfrutado con la descripción de ese edificio que tiene la forma de un disco inclinado, al modo del sol al levantarse por el Oriente, ubicado en la costa del Mediterráneo, de cara a Europa, con once pisos ¯cuatro de ellos bajo el nivel del mar¯, al que no basta con ser una enorme mole de granito y aluminio, sino que, con cierta voluntad babélica, presume de tener grabadas en su muro principal las letras y símbolos de todos los alfabetos conocidos.
Estamos en el ambiente de aquel célebre texto borgiano: «Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto. No había problema personal o mundial cuya elocuente solución no existiera: en algún hexágono. El universo estaba justificado...(3)» Sin embargo, la institución alejandrina nació cruzada por las ráfagas del poder vanidoso y el fanatismo y eso la marcó para siempre. El emperador Ptolomeo II, Filadelfo, la había construido en el año 288 a.C para dar relieve a una ciudad que debía convertirse en el centro mundial del comercio y la cultura. Era a la vez academia filosófica - por entonces sede privilegiada del aristotelismo-, galería de arte, laboratorio científico y depósito de manuscritos, de los que pronto llegó a poseer 700 mil. Se dice que el monarca dictó una disposición que obligaba a cada barco surto en el puerto a entregar todo texto que llevara a bordo para que fuera copiado. No es de extrañar tal medida en un monarca que solo se compadeció de la esclavitud judía y la remedió cuando los Setenta le entregaron solemnemente la traducción griega de la Biblia judía y la encontró meritoria. Los libros eran para él entes superiores a quienes lo escribían, de ahí que la Biblioteca pareciera estar por encima de todo anhelo o sufrimiento humano.
Si la política había creado tal centro del saber, ella iba a destruirlo sin escrúpulos. Cuando Julio César asedió a la ciudad en el 43 a.C, incendió intencionalmente el palacio imperial y la vecina biblioteca, para asustar y dividir a sus defensores. Según Orosio, 400 mil volúmenes fueron pasto de las llamas. La Pax Romana no iba a detenerse en melindres culturales, sobre todo si ese fuego iba a proporcionar una victoria militar. Como escribe Lucano sobre César:
«Siempre logró hacer la guerra precipitando los acontecimientos y aprovechando la ocasión».
El diezmado recinto logró sobrevivir aún unos siglos y llegar a la era cristiana. Una vez más, los vientos políticos iban a desafiar su sabiduría. Es probable que su última directora, la filósofa neoplatónica Hipatia, lograra por un tiempo resistir las presiones de ciertos círculos fanáticos de la ciudad que veían aquel sitio como un reducto pagano, gracias a la protección de su antiguo discípulo Sinesio, por entonces obispo de Tolemaida. Mas en el 415 d.C, fallecido el prelado, la pensadora se vio, muy a su pesar, en el medio de una disputa entre el Prefecto Imperial, adicto al ancien regime, y un sector extremista reunido en torno al Obispo de la ciudad. Estos últimos decidieron golpear al símbolo más visible: bajo el pretexto de que se había negado a recibir el bautismo, Hipatia fue bárbaramente asesinada y la biblioteca reducida a escombros. Las cabras devoraron los últimos manuscritos.
Toda biblioteca está marcada por un doble signo, es por una parte acumulación de información, por otra, reservorio de sabiduría. Es la información la que puede ser comprada y vendida, exhibida como animal domesticado por los poderes políticos y en ese mismo sentido sacrificada por los dictadores o por los fundamentalismos de cualquier signo: el orgullo de Ptolomeo y la barbarie de Julio César eran, en ese sentido, complementarias: pensaban en los manuscritos del mismo modo que podían hacerlo respecto a las fanegas de trigo o a las ánforas de vino: cuando son propios, se atesoran; cuando pertenecen a otro, se codician y arrebatan o se eliminan sin escrúpulos.
La historia de la humanidad puede ser representada por la sucesiva destrucción de las bibliotecas: los legionarios sitian Jerusalén en la Pascua del año 70 d.C, no solo incendian el Templo -suma de la sabiduría hebrea- y se llevan en triunfo los objetos sagrados, sino que ven arder sin piedad los manuscritos acumulados por generaciones de escribas. Su comandante, el futuro emperador Tito, a quien sus apologistas llamarán «Delicia del género humano», no sintió el menor escrúpulo cultural al respecto. Tampoco lo sintieron los bárbaros cuando saquearon Roma y junto con sus grandes edificios se perdieron tantos rollos que contenían una buena parte de las letras clásicas; ni los turcos cuando tomaron Constantinopla y aniquilaron las antigüedades griegas, con la buena conciencia de que la verdad solo estaba en El Corán. Tampoco se inquietaron los cruzados cuando llegaron a esa ciudad un poco después: unos pocos pergaminos de la colección imperial fueron llevados como trofeos a Europa occidental para obsequiar a reyes y abades, la gran mayoría pereció silenciosamente en los incendios y saqueos; si la vida humana tenía poco precio por entonces, qué decir de aquellos textos, hollados por quienes no sabían leer. ¿Cuántos escritos se han perdido a causa del saqueo de Roma por Carlos V, la conquista de América, las campañas napoleónicas, las dos guerras mundiales, la «revolución cultural» de Mao? Es imposible aún soñarlo, entre otras cosas porque la información opera en un proceso continuo de creación-destrucción- sustitución. Cada una de estas catástrofes estuvo sucedida por la aparición de nuevas fuentes de información, de signo contrario, fragmentadas o espurias, pero información en fin. Cada poder impone sus libros, una vez que ha vaciado los estantes del derrotado.
La biblioteca que imagina Eco en El nombre de la rosa, está fundada precisamente sobre esta obsesión del poder. Es un laberinto para que solo accedan a ella los iniciados, y en realidad, tras la multiplicidad de manuscritos que atesora, hay un solo objetivo:
ocultar la segunda parte de la Poética de Aristóteles, el tratado sobre la Comedia, que se supone puede cambiar el curso de la historia, pues los hombres podrían aprender a reírse de aquello que se les ha presentado hasta el momento como verdades inamovibles. Jorge de Burgos, el monje ciego, es la alegoría de ese poder sumido en lo oscuro que alimenta las intrigas y los asesinatos en el scriptorium y el que dicta la sentencia final sobre la institución. El trabajo de siglos ha de perecer para que desaparezca un pequeño libro que estaba condenado de antemano.
Sin embargo, las bibliotecas han sido también el sueño de los poetas y los pensadores utópicos. Son otras, representan la cooperación humana, la libertad de espíritu, la búsqueda de un fundamento y un sentido último para la existencia humana. Ahí están para demostrarlo la Casa de Salomón en La Nueva Atlántida de Francis Bacon, la Biblioteca como dragón de José Lezama Lima, quien considera clásicos a los libros que han resistido la persecución de los emperadores y descubre en ella un espíritu de eternidad:
«Destruidos, la imagen y el embrión que mora en los libros se reordena, lo inapresable del dragón se hace buey, o al dormir el dragón inapresable busca la raíz de los grandes árboles para aunarse con ellos, arraigando sus sueños»(4), y, desde luego, la de Borges.
La sabiduría desborda las contingencias políticas. Es el aliento singular que unos pocos logran aprehender en las bibliotecas, pero sobre todo es la parte nutricia de ellas que está más allá de sus muros, a salvo de toda catástrofe. De hecho, lo mejor del saber humano nunca se ha perdido: pueden faltarnos hermosas páginas del pasado, textos curiosos, múltiples experimentos, pero lo esencial del saber es indestructible, porque ya está asimilado en lo mejor de la conducta humana. Esa es la gran metáfora que nos ofrece el escritor español Manuel Vicent: la antigua Biblioteca de Alejandría se disolvió en la naturaleza, forma parte de los elementos y como tal, la respiramos y vivimos:
La antigua Biblioteca de Alejandría nunca se incendió. Tampoco fue destruida por Julio César. Simplemente dejó de ser visitada por sus contemporáneos que sólo esperaban la llegada de los bárbaros y ante semejante indolencia toda la sabiduría helenística contenida en 700 mil papiros se disolvió en el aire o se fue hundiendo en el mar.[...] Miles de papiros de la antigua Alejandría son todavía la espuma de las olas que en los litorales del Mediterráneo baten contra las almas de los marineros, campesinos y mercaderes.
Ninguno de ellos ha pasado por el Liceo de Aristóteles, pero la marea ha llevado hasta ellos todo el silencio de la Biblioteca de Alejandría. Callar también constituye una tradición oral. El interior de ese silencio, que es el pensamiento abstracto más intenso, contiene toda la sabiduría que guardaban aquellos anaqueles sumergidos. El sonido de las bellas palabras que nunca se pronuncian, los aromas que constituyen nuestra memoria, la luz que se convierte en música, los placeres que se producen en el límite de la imaginación: esa es la verdadera biblioteca de Alejandría, que sigue en pie porque la sostienen nuestros sentidos.(5) Si los edificios de las bibliotecas, las fundaciones académicas, los patronatos estatales, no estarán jamás libres de las hecatombes, están a salvo, en el alma humana, los diálogos de Platón, el Verbo evangélico y también las palabras de Cervantes, Sor Juana, José Martí, Lezama, Paz, Cortázar. Se han hecho un valor, una praxis, un modo de conducta y han perdido la fragilidad de la página para resultar encarnaciones de una búsqueda de lo absoluto, a salvo de todo relativismo postmoderno.
Alejandría no es la misma, no ya la del tiempo de los Ptolomeos, ni siquiera la ciudad melancólica y cosmopolita de inicios del siglo XX que Lawrence Durrell pinta en su Cuarteto. La nueva Biblioteca es un acto de nostalgia en un mundo igualmente hostil:
ante sus puertas están los desafíos del militarismo israelí, los fundamentalismos islámicos y el pragmatismo mercantil de un Occidente que valora muchísimo la información, pero no sabe qué hacer con la sabiduría.
Borges, quien, como Hipatia, tuvo siempre sobra de sabiduría y escasa noción de las contingencias políticas, cerró la Biblioteca que recorría con pasos de ciego con una aventurada conclusión: «La biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden). Mi soledad se alegra con esta elegante esperanza.»(6) Tal vez cuando lleguen a reunirse los ocho millones de libros a los que aspira la institución, en alguno de ellos esté la respuesta.
Post scriptum
Lamentablemente, no ha hecho falta un siglo, sino menos de seis meses para que las circunstancias me dieran la razón. En este marzo de 2003, llovían los mísiles norteamericanos y británicos sobre Bagdad, que no es solo el sitio que guarda los restos de la antigua Babilonia, ni la ciudad legendaria de Harún-al-Raschid, sino, sobre todo, la tierra de Avicena, uno de los focos de aquel aristotelismo oriental que vino a nutrir al Occidente, con una renovación en la filosofía, la teología y la política. Las razones de César se han impuesto de nuevo.
Pero no hay que ser pesimista, este no es un fracaso de la sabiduría como claman algunos, sino otra torpeza del poder. El Bagdad de los sabios está a salvo en el corazón de los hombres de buena voluntad.
Lástima que sobre la pulimentada superficie de la nueva Biblioteca no solo se refleje el sol, sino que se proyecten las sombras de los cazabombarderos y que la vista de la bahía quede estropeada por la torpe imagen de un portaviones. Si de nuevo la derribaran, lo mejor de ella sobrevivirá.
Notas:
1- Citado por Arturo Barba Navarrete: «Una inauguración fastuosa». La Nación, Buenos Aires, 17 de octubre, 2002.
2- Jorge Luis Borges: Poema de los dones. En: Páginas escogidas, Ed. Casa de las Américas, La Habana, 1988, p. 35.
3- JLB: La Biblioteca de Babel. En Páginas escogidas, p. 291.
4- José Lezama Lima: La biblioteca como dragón. En: La cantidad hechizada,Editorial Unión, La Habana, 1970, p. 131.
5- Manuel Vicent: Biblioteca. El País Digital, Madrid, 19 de octubre, 2002. 6 JLB: La Biblioteca de Babel, p. 296.