VOLVER A LA PAGINA  PRINCIPAL
Latinoamérica

19 de septiembre del 2003

El campo mexicano; del "desarrollismo" y la "globalización" a la rebeldía

Rubén Mújica Vélez
Rebelion
Hace cuatro decenios el campo mexicano era expuesto a los ojos del mundo como el ejemplo del éxito rural y la economía mexicana como resultado de un "milagro económico". Las tasas de crecimiento de la producción del campo, superiores a las demográficas, pese a la celeridad de éstas, parecían justificar esta apreciación general. Pero, se omitía, por analistas y optimistas políticos priístas que, así como existen muchos caminos para llegar a Roma, hay muchas vías para alcanzar el crecimiento acelerado del producto interno bruto, categoría taumatúrgica para los estudiosos de los problemas económicos.

Estos desdeñaban olímpicamente un aspecto central: las diferencias entre las clases sociales que sostenían esa expansión. Es decir, marginaban que el crecimiento económico mexicano se pudo sostener y de hecho descansó en graves y abismales diferencias entre los mexicanos: el auge de las clases sociales altas, se logró con base en la explotación de los trabajadores, campesinos, indígenas y pescadores. Esta diferenciación social solamente la denunciaban los marxistas, pero sus cuestionamientos, en una época bonancible, caían en oídos sordos. Fue hasta 1968 en que en la cresta de la ola crítica que invadió al mundo, se expresaron las más agudas denuncias pero que expresadas por los grupos estudiantiles urbanos, no alcanzaron a cimbrar e integrar las voces soterradas de la protesta rural.

En el campo mexicano, en los años sesenta, la amenaza de un movimiento armado impuesto por la injusticia social y liderado por Rubén Jaramillo, último de los mohicanos zapatistas, fue motivo de artera traición y la más despiadada represión que ensangrentó al gobierno federal de entonces. No obstante, el control del PRI de los medios de comunicación, logró imponer el olvido social. Pero, ese no fue el único caso de violencia institucional, para sostener la mascarada del "desarrollo"; copreros, cañeros, mineros, etc, fueron carne de cañón de una economía que crecía cuantitativamente, mientras agudizaba la distancia entre la miríada de plutócratas, con los millones de empobrecidos urbanos y rurales. La versión del "milagro mexicano" fue sufriendo un grave deterioro, pero con la represión institucional siempre latente, prevaleció la capacidad de cooptación por los gobiernos priístas de críticos acerbos y de líderes inicialmente dispuestos a radicalizar su protesta y poner en aprietos a una sociedad cada vez más desigual, inequitativa y entregada a los dictados de los EUA y sus empresas.

Este estado de cosas fue cuestionado a fondo por el neozapatismo chiapaneco. Marcos y la pléyade de nuevos líderes, indígenas todos, en puntual rechazo al neoliberalismo salinista, pusieron en jaque a las autoridades mexicanas. Su mensaje, cifrado y no tanto, se intentó contrarrestarlo con las formas tradicionales de la burocracia gubernamental; más presupuesto, aunque la mayor parte quedara en las bolsas de empleados públicos, finqueros chiapanecos y líderes, corruptos todos hasta la médula. Además de un intenso manejo mediático que pretendió desacreditarlo. No se entendió que los indios ya no reclamaban obras, inversiones, dádivas de programas asistenciales que solamente reflejan la carencia de creatividad gubernamental y el desconocimiento mayúsculo de funcionarios apoltronados en cómodas oficinas, ignorantes del mundo rural, ahora en ebullición. No se comprendió por los tradicionales magnates mexicanos inscritos en FORBES que los indígenas no pedían las migajas de un banquete en que siempre serían los convidados de piedra. Los indígenas no pedían conmiseración cristiana a su pobreza creciente. En esa vía sin retorno, los neozapatistas ahora optan por crear municipios autónomos que el Gobierno federal y los estatales y políticos convencionales no aceptan porque dice "amenaza la integración nacional". Deberían revisar la historia nacional y enterarse de que hay grupos autónomos que no han provocado la disgregación nacional. Pero esta exigencia política es un primer paso en un rumbo nuevo: construir los pueblos, lo que no quiere construir los gobiernos actuales. Además, ponen en evidencia la renuencia del sistema a reconocer los valores, las aspiraciones y el futuro que los indígenas pueden y quieren construir en una sociedad pluriétnica.

Los indígenas chiapanecos son voceros de una exigencia medular que emerge de sus raíces más sólidas, de su historia y de su percepción del futuro: exigen un nuevo trato de la sociedad mexicana para los millones de campesinos, indígenas, pescadores, mineros, etc, que han sido los que han pagado los platos rotos del desarrollo ficticio y a los que ahora agrede la globalización. Comprenden cabalmente que esta globalización, para ellos es la muerte de sus sociedades, la explotación brutal de sus recursos, el avasallamiento de sus espacios tradicionales que, aún cuando deteriorados por la deforestación y el mal uso, contienen riquezas que han despertado la ambición de las grandes transnacionales del despojo. Las comunicaciones actuales les permiten vislumbrar que el despojo de África que desde hace decenios denunciara Jean Ziégler, es el espejo en que se refleja su futuro, en caso de rendirse ante el Plan Puebla Panamá que el priísmo más destructivo y el foxismo entregado a los empresarios transnacionales, esgrimen como la "vía exclusiva del desarrollo" del sur y sureste mexicano. Esta convicción explica las luchas de los neozapatistas y de otros que, como en el caso del Istmo de Tehuantepec luchan por un desarrollo auténtico, popular, igualitario y duradero. Esto explica la represión en forma de cárcel, asesinatos y amenazas diarias a líderes regionales.

Así en México y en nuestros días, están en lucha abierta los intereses económicos de las grandes transnacionales del despojo, de las utilidades desmesuradas de los "cortacupones" del mundo industrializado y de los piratas de Wall Street y las sociedades rurales que por siglos han habitado esas regiones. Aquellos, bajo la bandera de la "globalización" que Alvaro Mutis identificó como un crimen; los indígenas, campesinos, pescadores y otras clases sociales, con nuevas metas: la instalación de unas relaciones justas, éticas, entre las sociedades rurales y las urbanas, estas últimas deslumbradas por el american way of life. Los indígenas chiapanecos, con su grito de rebeldía que ha sacudido al mundo, exigen la vigencia de un verdadero, auténtico, nuevo humanismo.