9 de agosto del 2003
Cortes Supremas de Injusticia
Heinz Dieterich
Rebelión
Desbordante de alegría, el Presidente brindó con el distinguido huésped de la Casa Presidencial. Una amplia sonrisa de abuelo bonachón del invitado de honor agradeció el gesto. Los más cercanos colaboradores y amigos de ambos personajes se regocijaron. Y no era para menos: el genocida general Efraín Ríos Montt había sido registrado exitosamente como candidato para la Presidencia de la República de Guatemala.
La macabra escena que tuvo lugar el miércoles, 30 de julio, en la ciudad de Guatemala, marcó el fin del milagroso camino del devoto evangélico y expredicador, Ríos Montt, que lo ha llevado desde los calvarios de los años ochenta rumbo al Palacio presidencial, en noviembre del 2003.
En 1982, el general se había apropiado del poder mediante un golpe de Estado, apoyado por su poderoso amigo en la Casa Blanca, el Presidente Ronald Reagan, quién lo consideraba un hombre de "gran integridad personal". Los dos fervorosos cristianos protestantes, uno renacido y el otro carismático, se sentían unidos en el misterio de tres credos fundamentales: 1. que Dios intervenía personalmente en su obra política; 2. que la guerra contra los movimientos populares en Guatemala no marchaba con la eficiencia necesaria y, 3. que a "los comunistas" había que erradicarlos de raíz.
Siguiendo los preceptos de buen gobierno de Torquemada y Pedro de Alvarado, el devoto Ríos Montt resolvió convertir sus credos en praxis. Entre 1982 y 1983, alabado por Reagan, el general de "gran integridad personal" mandó borrar de la faz de la tierra a cuatrocientos pueblos mayas; hizo asesinar o desaparecer a alrededor de cien mil civiles; fue responsable de innumerables violaciones de mujeres y niñas y forzó a alrededor de un millón de personas a abandonar sus hogares, en una política, considerada posteriormente por la Comisión de la Verdad, como una secuencia de "actos de genocidio".
La cruzada "Victoria 82", comparable en su brutalidad sólo con las atrocidades de los conquistadores españoles, fue parte de una prolongada campaña de terrorismo de Estado, que la oligarquía guatemalteca y la Casa Blanca habían iniciada en 1954, con el golpe de Estado de la Central de Inteligencia (CIA) estadounidense contra el gobierno socialdemócrata de Jacobo Arbenz.
Fueron los tiempos, cuando la cautelosa organización de derechos humanos, Amnistía Internacional, publicó en Londres un reporte sobre Guatemala, intitulado, "Una política gubernamental de asesinatos políticos" ("A government policy of political murder"), en el cual el autor Michael McClintock demostraba que el centro del terrorismo de Estado era el mismo palacio gubernamental, en cuyos sótanos reinaba la tortura y el sistema de desapariciones forzadas.
Aun en este ambiente de terror continuo de casi medio siglo, la operación de aniquilación de Ríos Montt destacó por su barbarie. Si la sabiduría popular de ese país resume la interminable tragedia de su población indígena en el dicho, de que en Guatemala todos tienen sangre indígena: "unos en las venas y los demás en las manos", Ríos Montt escribió un capitulo particularmente sangriento en los anales negros del país.
A raíz del terror del evangélico renacido, se estableció en la nueva constitución guatemalteca de 1985 una estipulación que prohibía la candidatura presidencial a toda persona que hubiese quebrado el orden constitucional de la República. En dos ocasiones, en 1990 y 1995, la Corte Constitucional aplicó esa ley, para bloquear las ambiciones presidenciales del Ríos Montt. Sin embargo, en este año el asesino político triunfó.
La diferencia entre los primeros dos fallos y el tercero que dio lugar a la alegre celebración en la Casa Presidencial, fue la composición de la Corte Constitucional. El presidente Alfonso Portillo y su partido Frente Republicano Guatemalteco (FRG), simplemente habían escogido los magistrados necesarios para garantizar la infamia anticonstitucional.
El procedimiento de selección de los jueces del caso, que supuestamente debía realizarse de manera aleatoria, fue llevado a cabo en privado por el presidente de la corte, quien había sido ministro en el gobierno de la FRG. De esa manera, cuatro de los siete magistrados violaron la constitución, fallando a favor de la candidatura del golpista.
De hecho, la nominación de los jueces que allanó el camino al genocida, fue obra del propio Ríos Montt que ha sido el de facto Presidente del país desde hace una década. Alfonso Portillo nunca ha sido más que un testaferro del general, como ha sido un secreto a voces en el país.
La consigna electoral de 1996, por ejemplo, rezaba, "Portillo presidente, Ríos Montt, el poder", y el mismo genocida no ha tenido reparos en poner las cosas en su lugar: "Yo hago las leyes en el Congreso. Yo apruebo el presupuesto del Congreso y, por lo tanto, yo soy el Presidente", decía públicamente.
El caso de Ríos Montt es sólo un ejemplo extremo de una legalidad de la democracia burguesa que garantiza que la organización y el ejercicio del poder público no salgan fuera del control de la elite dominante. De hecho, dentro de la estructura del Estado, las Cortes Supremas y los golpes militares son los dos recursos principales de las elites en el poder que impiden que el derecho del sufragio formal pueda afectar intereses vitales de sus feudos de dominación.
En el jardín de Edén doctrinario de la democracia representativa reina indisputablemente el barón de Montesquieu, en su noble labor de Sísifo, tratando de controlar los posibles abusos del Leviatán mediante la división de poderes entre el Ejecutivo, el Legislativo y la Jurisprudencia. Sin embargo, en la democracia burguesa realmente existente rige el dictum del sabio filósofo y exgobernador de la provincia de Buenos Aires, Eduardo Duhalde, de que "para gobernar es necesario contar con jueces afines" (1997).
¿Quién se atrevería a contradecir al filósofo pampino, quien mejoró tan notablemente la sentencia de Montesquieu? ¿George W. Bush, el guardián de la civilización y democracia occidental? Seguramente no. Fueron los cinco jueces de la Suprema Corte de Justicia de Estados Unidos, nombrados por presidentes pertenecientes al Partido Republicano, quienes legalizaron el fraude electoral que lo llevó a la Casa Blanca, venciendo a los cuatro opositores nombrados por presidentes provenientes del Partido Demócrata.
¿El presidente argentino Carlos Saúl Menem? Tampoco. En 1990 aplicó un mecanismo muy usado por los flamantes jefes de Estado de las democracias formales: ampliar el número de ministros de la Corte y colocar juristas afines en las nuevas plazas, para conseguir una mayoría adicta a los nuevos amos del poder ejecutivo. Menem logró, de esta forma, lo que se conocía en Argentina como la "mayoría automática" que lo protegía de toda iniciativa legal inconveniente presentada a través del sistema jurídico de la nación.
Se permitió incluso el lujo ---en una caricaturesca replica gauchesca del legendario Caligula romano--- de nombrar a un exjefe policiaco provinciano suyo y exempleado del bufete jurídico de la familia Menem en La Rioja, Julio Nazareno, para la presidencia del máximo tribunal de Argentina.
¿La democracia cristiana alemana que condujo al país después del colapso de 1945 y que no llevó ni un solo juez nazi ante los nuevos tribunales, para hacerles justicia por los múltiples asesinatos institucionales que habían cometido bajo el régimen de terror de Hitler? Hasta el día de hoy, ninguno de los jueces colaboracionistas de los nazis ha sido castigado por la justicia alemana, en lo más mínimo.
¿La Organización de Estados Americanos (OEA) que, Carta Interamericana de la Democracia y demás arsenal democrático de por medio, no ha encontrado un momento de tranquilidad para expresar su preocupación por la feroz sátira del poder de facto que Portillo, Ríos Montt, sus servicios secretos y sus bandas organizadas de las Patrullas de Autodefensa Civil (PAC) están escenificando en el país?
¿El pueblo venezolano, que se llevó la amarga sorpresa de que el Tribunal Supremo de Justicia ---cuyos ministros habían sido seleccionados dentro del proceso de la "refundación del Estado", para sustituir a los corruptos magistrados de la Cuarta República--- fuera disuelta por los golpistas del 11 de abril del año pasado, para sentenciar solemnemente en agosto del 2003 que no había meritos para enjuiciar a los oficiales generales involucrados y que, por lo tanto, no hubo golpe de Estado?
La clarificación de la teología política de Montesquieu por el filósofo de la realpolitik, Eduardo Duhalde, es un meritorio aporte a la ciencia de los mecanismos reales de la democracia formal. En rigor, sin embargo, el aporte no es tan original. Todo razonamiento deductivo llevaría inevitablemente a la inferencia, de que ninguna clase dominante dejaría uno de los tres poderes estatales de su dominación en manos de fuerzas "independientes"; de hecho, tal praxis negaría su carácter de clase dominante.
Y de manera inductiva, la evidencia empírica del hecho es simplemente abrumadora, desde la condena de Sócrates por la justicia clasista griega, hasta las deliberaciones apologéticas de Il Principe de Macquiavelo y los retratos hablados del poder fáctico en los dramas reales de William Shakespeare.
En la democracia más antigua de la burguesía moderna, en Gran Bretaña, la Corte Suprema ha sido siempre parte integral de la Cámara de Lores, es decir, un segundo despacho del ejecutivo aristocrático. Hoy día, los sistemas parlamentarios configuran las Cortes Supremas dentro de una rama propia del poder público, cuya independencia real de la elite, sin embargo, es tan nula como la de los Lores de la aristocracia inglesa.
En la democracia burguesa, los magistrados de las Cortes Supremas son nominados por el partido político más fuerte dentro del poder legislativo, que es también la fuerza constituyente del Ejecutivo. El resultado de esta construcción resulta, como es obvio, en la conversión de la división de poderes del Barón, en mera ficción; porque un partido dominante o una alianza partidista puede tener el control del parlamento, del senado y de la corte suprema, tal como sucede actualmente en Estados Unidos.
La noción de una jurisprudencia independiente es una noción de horror para toda clase dominante, porque el significado democrático del calificador "independiente" solo puede referirse a los intereses de las elites, como limitante de sus condiciones de existencia exploitativa.
La noción de Montesquieu seguirá navegando, por lo tanto, bajo la bandera de la utopía, hasta que el barco de la humanidad salga de los horrores de la civilización capitalista.
Mientras tanto, la democracia burguesa realmente existente sigue guiándose por la ley del filósofo-rey pampino, Eduardo Duhalde.