Rebelión
"Tito era tan amoroso, le recuerdo con tanto cariño. Era un joven bueno, de gran corazón, tranquilo, muy estudioso. Enseñaba filosofía, economía política y sociología en varios institutos, en la universidad daba clases de inglés, los domingos tenía cursos para grupos de obreros y por las noches para adultos en el Instituto Comercial. Su meta era enseñar y no le permitieron que siguiera con vida". Baldramina Flores lleva 30 años exigiendo justicia para su hijo mayor, Humberto Lizardi, y aún continúa luchando para reivindicar su memoria.
El 11 de septiembre de 1973 Humberto, dirigente del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) en Iquique, fue detenido a las ocho y media de la mañana en el Instituto Comercial por los militares. "No pude despedirme de él", lamenta Baldramina. Cada mañana su hijo le daba un beso, antes de marcharse, pero el día del golpe de estado no lo hizo porque salió muy temprano y pensaba que estaba dormida. Al día siguiente ella pudo verle por última vez, a lo lejos, detenido en el campo de fútbol del Regimiento de Telecomunicaciones.
Algunos días más tarde decenas de prisioneros, entre ellos Lizardi, fueron conducidos a Pisagua, una caleta inaccesible convertida en campo de concentración por la dictadura. El 10 de octubre una mascarada de consejo de guerra condenó a muerte a los militantes de izquierda Julio Cabezas, Mario Morris, José Cordova, Juan Valencia y Humberto Lizardi. Haroldo Quinteros, su compañero de celda, recuerda en su libro Diario de un preso político chileno (Ediciones de la Torre) que aquella noche Humberto se acercó hasta donde dormía y le dijo: "Haroldo, sé que voy a morir. Siento la necesidad de que hagas llegar estos mensajes a mis padres y a mi novia". Lizardi, que tenía unas profundas convicciones cristianas, también le pidió que le confesara.
Por la mañana los condenados fueron sacados de las celdas y conducidos al pequeño cementerio de Pisagua. Además de los soldados y oficiales, les acompañaba otro preso, Alberto Neumann, concejal comunista en Valparaíso en 1973, que treinta años después revive la tragedia: "Los prisioneros llegaron caminando hasta el lugar. Los tres primeros (Mario, Juan y Humberto) venían vendados y fueron situados frente al pelotón, uno al lado del otro, separados por unos dos metros. Un oficial dio la señal de disparar con la mano y entonces el pelotón compuesto por doce hombres disparó, cayendo muertos". En la memoria del doctor Neumann permanece también el último instante de los 26 años de vida de Lizardi: "Es algo que no se me olvida. Parece que por una bala se le soltó la venda de los ojos. Pude ver sus ojos abiertos en una mueca de asombro, ni siquiera le dio tiempo a gritar. La muerte les llegó como un relámpago y eso se notaba en los ojos de Humberto".
Moira, la hermana de Tito, evoca el indescriptible dolor que sintieron aquella tarde cuando conocieron el terrible crimen: "Fue un daño irreparable el que nos hicieron, ver a mi mamá casi trastornada, verles sufrir toda la vida. Cuántas veces he necesitado a mi hermano mayor, tanta falta que nos ha hecho...".
A pesar del sufrimiento, desde entonces Baldramina Flores se convirtió en el alma de la lucha por la justicia en el norte de Chile y cada 11 de octubre pide una misa por todas las víctimas de Pisagua en la catedral de Iquique. En junio de 1990, tres meses después del final de la dictadura, por fin se exhumó la fosa donde estaban los cuerpos de 19 de las personas ejecutadas en el campo de concentración. Por las condiciones ambientales del lugar, la salinidad del mar y la extrema aridez del desierto, los cadáveres se habían conservado de una manera estremecedora y mantenían no sólo las ropas y las vendas, sino también las terribles expresiones de dolor. "Humberto estaba allí, le encontré", llora Baldramina Flores. Ella, a sus 76 años, acaba de escribrir un librito de poesías para que sus nietos conserven siempre el recuerdo de su lucha y de aquel tío al que no conocieron.
"Tito fue un ejemplo como ser humano, como hermano, como amigo. Dio la vida por los demás", recuerda Moira. "Quiero que mi hija sepa lo que pasó y que le quiera tanto como yo". Algún día la pequeña Natalia tendrá que armarse de valor para leer aquellas últimas líneas que su tío Humberto dictó a Haroldo Quinteros en Pisagua, pocas horas antes de ser fusilado:
"Queridos padres:
Mañana quizás ya esté muerto y es por eso que antes de partir les escribo estas breves líneas, con el apuro que las circunstancias exigen. Quisiera por última vez expresarles que sólo a ustedes debo todo lo que fui, que gracias a vuestras enseñanzas pude vivir una existencia plena y verdadera. Fueron 26 años bien vividos, conocí el amor de ustedes y el otro amor. Viví plenamente y por eso no me duele partir, al fin y al cabo muero por lo que es justo. Gracias queridos padres por todo lo que me disteis. No tengan pena porque a Dios ya me he encomendado y sé que él está conmigo. Con el amor de siempre.
Tito".
Treinta años después del golpe de estado que derrocó al Gobierno constitucional del Presidente Salvador Allende, las profundas heridas que la dictadura del general Augusto Pinochet causó en la sociedad chilena permanecen abiertas.