El compromiso institucional del presidente colombiano con la guerra
Alpher Rojas Carvajal
Rebelión
En Colombia no impera un sistema de democracia participativa como lo prescribe la Constitución Política. Tampoco ha sido ni es un modelo genuino de representación y mediación política de los intereses del pueblo. Nuestro sistema es típicamente una Democracia sustitutiva en la que, en un continuum, los abstencionistas delegan en los votantes sus expectativas de país y los electores renuncian a los derechos de todos al sufragar a favor de una élite antidemocrática que, a su turno, dispone de los bienes públicos, reales y simbólicos, en beneficio de intereses particulares y corporativos.
La más visible característica de esa sustitución fáctica es ejercida por el poder presidencial en el escenario de las relaciones internacionales, dimensión en la que se adoptan determinaciones unilaterales que involucran la soberanía nacional y en la que la institucionalidad y "las reglas de derecho", según gustaba decir el señor Hans Kelsen, son burladas cuando no quebrantadas, como puede verificarse en las rupturas emocionales de relaciones con el gobierno socialista de Cuba, en el apoyo a invasiones a países centroamericanos y, últimamente, en la decisión unilateral de Uribe Vélez de pedir la invasión militar gringa a nuestro territorio y respaldar la demencial declaratoria de guerra del señor Bush, que sólo beneficia a los traficantes de armas articulados al negocio de la violencia y a los usurpadores de la soberanía. Capítulo aparte es el proceso del ALCA proyecto anexionista que quiere implantarse a rajatabla, y en el que tan interesados están los magnates neoliberales, como preocupados los industriales, los agricultores y los comerciantes colombianos.
Es evidente que la crisis de legitimidad del país, se afirma en un sistema que desconoce los mecanismos democráticos de formación del consenso social, ese plebiscito diario a que aludía Ernesto Renan. Se trata de una concepción premoderna de la política que impide la construcción colectiva del orden social, para fortalecer el presidencialismo autoritario ("tendencialmente represivo"). Las tentativas de participación -escasas por cierto frente al universo de problemas nacionales y locales-, son bloqueadas por la paralegalidad intimidante de la tecnocracia a través de recetas pseudocientíficas que eliminan las expectativas y derechos de la comunidad. En nuestro país se ha ido creando un clima que en la práctica niega las posibilidades de involucramiento eficaz del pueblo en los procesos de planeación, diseño y toma de decisiones políticas. Por supuesto mucho tiene que ver en ello el estilo presidencial de Álvaro Uribe que estigmatiza a los sindicalistas y descalifica el pensamiento crítico, en una suerte de subcultura que ha tomado forma acabada en este gobierno, con funcionarios que creen encontrar la fuente de la autoridad perdida en la explosión colérica y en la bombástica discursiva y no en el razonamiento sereno. Lo grave es que la crítica a estas prácticas antidemocráticas está conduciendo a la deslegitimación de toda forma de mediación como esencialmente corrupta o sospechosa.
Por esa vía el Congreso de la República también ha renunciado a su condición de rama autónoma del Poder Público para fungir como amanuense instrumental y acrítico de las decisiones presidenciales. Ese Congreso que es legal pero no legítimo dado su origen clientelar y gremial (y paramilitar), a cambio de aplazar su revocatoria, le ha conferido facultades de emperador al señor Uribe Vélez para implantar un régimen que bascula entre los modelos reaganista-fujimorista, con toda su perversidad neoliberal. Sin embargo, no ha llegado al extremo de autorizarlo para meternos en la guerra. Entonces, ¿quién lo facultó?
Sin duda, él mismo. Con su fascinación por el uso de la fuerza, sustituyó la voluntad de los colombianos, y nos sumó irresponsable y vergonzosamente a la guerra del alucinado señor Bush y su aparato genocida contra el pueblo irakí. Con lo cual no sólo ha hecho trizas respetados principios de la diplomacia internacional, una vía probada y eficaz para la resolución pacífica de los conflictos, sino que le ha jugado a la desintegración institucional de mayor simbolismo mundial de democracia representada en la Organización de las Naciones Unidas organismo que, por cierto, en consenso mayoritario de su Consejo de Seguridad ya había declarado la ilegitimidad de esa agresión bélica.
Al optar de manera unilateral por la alianza bilateral en contra de la democracia multilateral, Uribe ha mostrado el cobre de su concepción oscurantista en el ejercicio del poder. Más que una traición a los principios democráticos, es una grave contradicción -que entraña altos costos para la estabilidad del país- que el gobierno colombiano busque "fortalecer" la deteriorada institucionalidad interna invocando la participación de la ONU, mientras que en lo internacional le apueste, sin sonrojo alguno, a desinstitucionalizar el máximo Foro de las naciones, mediante la ruptura de la legalidad y el desconocimiento del derecho internacional.