¿ALCA O ALBA?
Por: René Báez (ALAI)*
Dos visiones contrapuestas han inspirado a los convenios de integración del continente: el latinoamericanismo y el panamericanismo.
El primero de ellos, enmarcado en la teoría Prebisch-CEPAL, sustentó a la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC) y al Mercado Común Centroamericano (MCCA) en sus momentos fundacionales entre fines de los 50 y comienzos de los 60 del siglo pasado.
Enfrentado a ambos proyectos de inequívocos signos defensivos y proteccionistas, la reacción de Estados Unidos no se hizo esperar. A una fase inicial de nerviosismo y enojo siguió otra de expectación y análisis para, finalmente, proclamar su apoyo y compromiso a tales experimentos unionistas por tratarse de 'uno de los objetivos básicos del Sistema Interamericano', según reza el Tratado de Punta del Este, que alumbró a la ahora olvidada Alianza para el Progreso (1961). La actitud primera de Washington traslucía el impacto de la Revolución Cubana, que le indujo a una política hemisférica reticente a cualquier cambio no programado por sus propios estrategas. Una zona de libre comercio o agrupamientos similares al sur del Río Grande -se pensó en el Departamento de Estado- podrían ser la fórmula de consolidación de una masa crítica incontrolable. En concomitancia, su prointegracionismo ulterior emergió del desvanecimiento del 'peligro cubano' y, sobre todo, de las necesidades de las corporaciones norteamericanas, a la sazón interesadas en fomentar una industrialización funcional de nuestros países, planificar el uso de su tecnología en vastos espacios económicos y capturar los mercados del área 'saltando' los aranceles proteccionistas.
La mediatización y parálisis de la ALALC y el MCCA a fines de los 60, derivadas también de apetitos 'subimperialistas' endógenos, no significó el fin de la perspectiva latinoamericanista. Esta resurgió con el Pacto Andino (1969), especialmente en tiempos del gobierno del socialista Salvador Allende en Chile y de los regímenes nacionalistas y populares de Juan Velasco Alvarado en Perú y Juan José Torres en Bolivia, y alcanzó su cima con la aprobación de la Decisión 24, un estatuto orientado a reservar las áreas estratégicas al capital subregional y a restringir el éxodo de los beneficios de las firmas transnacionales. La fascistización del Cono Sur, inaugurada con las dictaduras de Hugo Banzer y Augusto Pinochet , con su corolario de implantación del monetarismo y el aperturismo, a la par que eclipsó el enfoque latinoamericanista no solo a escala de las naciones andinas, abrió paso a un ciclo de hegemonía absolutista del panamericanismo, refrendado en los años 80 en el contexto del 'shock' de la deuda y la sujeción del subcontinente a las implacables fórmulas recesivas del FMI y el Banco Mundial. En términos de integración, el panamericanismo alcanzó éxitos resonantes con la incorporación de México al Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) y la Declaración Presidencial de Miami que alumbró el Area de Libre Comercio de las Américas (ALCA). Ambos eventos se cumplieron en 1994, año que, acaso por una ley de simetría histórica, incubó el ¡Ya basta! zapatista, consigna perceptible en el proyecto del Area Libre Bolivariana para las Américas (ALBA) que circula con intensidad creciente entre el Río Grande y la Tierra de Fuego al socaire del agotamiento del fundamentalismo liberal.
ALCA: la 'otra' guerra de Washington
El ALCA, proyecto promovido por Estados Unidos desde la Cumbre de Miami de l994, constituye el más reciente capítulo de la doctrina panamericana preconizada por Washington desde los tiempos de James Monroe. En la pos-Guerra Fría, la necesidad estratégica estadounidense de consolidar su propio bloque geopolítico y económico (el 'área americana') como soporte de su hegemonía mundial, explican el interés de la Casa Blanca por impulsar ese plan anexionista. El gobierno de George W. Bush le confirió al ALCA un impulso fundamental con la aprobación el 2002 del texto denominado Autoridad para la Promoción Comercial (TPA o 'vía rápida'), régimen temporal que le faculta a negociar acuerdos comerciales bilaterales sin el requisito del debate parlamentario. ¿Qué hay detrás de la urgencia de George W. Bush para que el ALCA entre a operar desde el cercano 2005, conforme acaba de ratificarse en la propia Miami el pasado noviembre? Las tres razones siguientes: a) enjugar la recesión estadounidense, b) contener la influencia europea en la región y neutralizar al MERCOSUR y a la CAN, y c) camuflar en las negociaciones económicas el remozado intervencionismo militar norteamericano en nuestra subAmérica. Desglosemos estos factores.
El auge de la economía norteamericana durante la era Clinton -el más importante en la posguerra después del 'boom' Kennedy-Johnson- colapsó a fines del 2000, envuelto en la debacle de la Nueva Economía. Esta inflexión del ciclo económico norteamericano se expresó no solo en la caída de las inversiones, sino también en un espectacular descenso de las exportaciones, tendencia que se agudizó el 2001. En el segundo trimestre de este último año -poco antes del 11-S- las ventas externas de Estados Unidos cayeron el 12%, lo que determinó que la administración republicana se decidiera por un plan completo de recolonización de América Latina.
El segundo motivo básico para la instrumentación del ALCA tiene que ver con el hecho de que Washington y las corporaciones de EE.UU. no se encontraban precisamente felices con los acuerdos comerciales suscritos por los europeos en el marco de las cumbres iberoamericanas. Igualmente les venía incomodando una eventual consolidación del MERCOSUR, esquema de integración de proyección sudamericana y caribeña y que, especialmente bajo los liderazgos de Lula y Kirchner, ha venido reivindicando principios de soberanía política y de proteccionismo comercial y financiero. Para desalojar a los intrusos y para que el libre mercado opere conforme a las definiciones de Washington, nada mejor que presionar por el ALCA, cuyas bondades para Estados Unidos han sido demostradas por el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), convenio integracionista en el cual se inspira el instrumento de marras. Finalmente, las razones estrictamente militares no son extrañas a la propuesta washingtoniana del ALCA y, por el contrario, comportan su complemento (si no su basamento). Claudio Katz las expone de modo convincente: 'Desde hace varios años una escalada de rebeliones populares conmueve a muchos países de América Latina. Estos movimientos acentúan la erosión de distintos sistemas políticos, que han perdido legitimidad por su incapacidad para satisfacer los reclamos populares. El descreimiento en los regímenes vigentes precipita la interrupción de mandatos (Perú), la disgregación de gobiernos (Ecuador), el colapso de estados (Colombia) y la desintegración de partidos tradicionales (Venezuela, México). A través del ALCA se intenta reforzar la intervención militar encubierta de Estados Unidos en Colombia, el rearme regional asociado a 'lucha contra el narcotráfico', los ejercicios bélicos tipo Vieques y la presión diplomática para alinear a los gobiernos latinoamericanos en sanciones contra los países demonizados por la Casa Blanca'.
A últimas fechas, esta vertiente del prointegracionismo yanqui explicaría las presiones del Departamento de Estado para que los países latinoamericanos confieran patente de corso frente a la Corte Penal Internacional a tropas norteamericanas por crímenes de guerra que pudieran cometer en estos territorios, o para que autoricen nuevos emplazamientos del Pentágono, como los que enmascarados de puestos de asistencia humanitaria se pretendió instalar en Ecuador.
* René Báez, economista ecuatoriano, es Profesor de la Universidad Católica de Quito.
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