1 de diciembre del 2003
Bolivia, la democracia parlamentaria y la fobia de Zavaleta Mercado
Erick Fajardo Pozo
Rebelión
El Defensor del Pueblo es un cargo público creado en el gobierno del electo ex dictador Hugo Banzer, como una medida para recuperar la confianza que la ciudadanía había perdido en la devaluada administración de justicia. Pese a los recaudos de Banzer, que esperaba hacer del cargo un ralentizador del clima social y un placebo para la marginación, el Defensor del Pueblo se convirtió en eje de la interpelación y fiscalización ciudadana a los últimos dos gobiernos. Hoy, la democracia parlamentaria de los privilegiados pretende enajenar a la ciudadanía del único cargo público que la defiende y representa del abuso y la discriminación.
La pretensión del Parlamento Boliviano de imponer a Roxana Gentile como Defensora del Pueblo, demuestra existe una unidad monolítica de las élites nacionales encubierta detrás de la pretendida amenaza separatista del regionalismo y de la aparente diversidad de opciones programáticas que tratan de proyectar los partidos tradicionales de la política boliviana. Por encima de sus diferencias, las élites nacionales han decidido no por una Defensora del Pueblo cruceña, ni por una profesional con sendos títulos y galardones, sino simplemente por aquella de los 22 postulantes con quién guardan mayor identidad de clase y casta.
De entre decenas de candidatos al cargo, que ostentaban amplia identidad étnica y económica con la población boliviana, mayoritariamente indígena, el parlamento pretende elegir a una distinguida miembro de sociedad, ex Miss Bolivia, abogada con maestría en Administración de Empresas y miembro de una prominente familia oligarca cruceña.
¿Qué debió ser y qué es el Defensor del Pueblo?
La sola idea de que el Defensor del Pueblo transgreda los límites de una representación alegórica y de reivindicaciones simbólicas, que fueron concebidas como su función, aún espanta a la hegemónica casta oligárquica boliviana, que en octubre vio, por primera vez tan cerca, el rostro de la extinción. La expectativa de una dama "sensible y educada" que haga caridad con los pobres y cuyas acciones socorristas no confabulen contra la política estatal, se vino al suelo luego de que en 1998 Ana María Romero de Campero, emérita periodista paceña, aceptara el nombramiento del Congreso para un cargo que la clase política nacional esperaba se convirtiese en una oficina de quejas y consuelos sin mayor trascendencia política. Pero Romero asumió a conciencia la representación de las demandas populares y buscó participar en soluciones de raíz a problemas como el racismo, la exclusión social y la corrupción en la administración pública, sin quedarse en la mera y pía interposición de reclamos ante las autoridades. Ana María Romero hizo de sus debilidades fortalezas, ganó con su labor cada voto de credibilidad que ese cargo pueda ostentar hoy e hizo valer los reclamos de justicia social en cortes, ministerios y órganos de decisión del estado.
En Bolivia la defensa del interés ciudadano y el ostentar un cargo público estatal, pueden ser dos cosas mutua y peligrosamente excluyentes. Así "Anamar" tuvo que decidir entre honrar el juramento de respaldo al estado y al gobierno, a que le obligaba su nombramiento, y cuestionar de fondo a la legislación boliviana y al estado, labor inevitable si elegía defender el interés del pueblo. Anamar optó por lo segundo.
El Defensor del Pueblo y el gobierno de Goni.
Desde el inicio de la gestión presidencial de Sánchez de Lozada, la Defensora demostró que no iba a dilapidar el prestigio social labrado en una vida de periodismo, dedicándose a levantar actas de las quejas y repartir pañuelos y condolencias. Tampoco - era evidente - la Defensoría sería un mecanismo para tirar cabezas de pequeños funcionarios y hacer escarnio de los operadores eventuales de la corrupción política en Bolivia; todo lo contrario, la Defensoría del Pueblo se involucró en la demanda de soluciones estructurales a problemas como la exclusión social, la discriminación racial, la corrupción administrativa y la segregación política de que eran víctimas históricas las capas suburbanas empobrecidas y los amplios sectores de la población boliviana de origen indio.
El empresariado minero en el gobierno, de extracción elitesca y de condición social privilegiada, no podía permitir la acción abiertamente crítica de las políticas gubernamentales que llevaba adelante una Defensoría del Pueblo de la que lo máximo que había esperado Banzer era un "amortiguador" del descontento social que le permitiera "ganar tiempo" hasta concluir su gestión presidencial. Así, haciendo uso de los mismos tecnicismos legales en que pretenden fundamentar hoy el nombramiento de la menos oportuna de las candidatas a Defensor del Pueblo, el Parlamento, aún en manos de las elites nacionales, decidió contra la expresa voluntad ciudadana elegir a un emenerrista sin mérito alguno para que supliera a Ana María Romero.
La confabulación parlamentaria manchó de indignidad a los partidos que componían la alianza política que le permitió gobernar a Goni. Los días posteriores a la amañada destitución, demostrarían hasta dónde los argumentos "técnicos" y "constitucionales" en que se justificaban los perpetradores parlamentarios, fueron una excusa para nombrar a un Defensor del Pueblo que nunca dijo nada de las muertes, las masacres, la censura o la represión, aunque su nombramiento empezó a correr días antes del Octubre Rojo.
En un momento de ruptura política y económica en el país y ante el silencio cómplice del pagote que la suplió en el cargo de Defensor del Pueblo, Anamar mostró abierto compromiso con la voluntad ciudadana y labró también la mística de la que este cargo goza y gozará mientras no lo vuelva a ocupar alguien, cuyo origen de clase o cuya proximidad ideológica al poder, le haga velar antes por las minorías acomodadas que por las mayorías excluidas.
Los temores del parlamentarismo post gonista.
Uno de los argumentos principales de los diputados emenerristas, entre ellos el uninominal beniano Carlos Nacif, para objetar a Waldo Albarracín y los otros postulantes, es que el actual Director de Derechos Humanos, sería uno de los artífices de la caída de Sánchez de Lozada. Sólo este hecho puede develar hasta dónde la intención subyacente detrás de la elección de Roxana Gentile, está orientada por la urgente necesidad que tiene el devaluado parlamento nacional de una Defensora del Pueblo conciliadora y afín al modelo político, así como perteneciente a la élite gobernante, y no orientada por el interés y conveniencia ciudadana.
La pregunta que la ciudadanía nacional debe hacerse es: ¿Qué capacidad real de entender y representar las necesidades y demandas de un 80% de bolivianos que viven debajo la línea de la pobreza tendrá esta ex Miss Bolivia, Abogada Magister en Business Managment y Jefa de Notaría, residente en una mansión de la ciudad con nivel de vida más alto en Bolivia?
Sea cual sea la respuesta de los ciudadanos, queda claro que permitir a un parlamento históricamente controlado por la oligarquía empresarial elegir al único nivel jerárquico realmente comprometido con la defensa del ciudadano es un error. El nombramiento del Defensor del Pueblo debe ser resultado de consulta y decisión popular.
En todo caso los parlamentarios representantes de la elite nacional pretenden una Defensora del Pueblo que garantice actitudes funcionales al estado, al gobierno y a la democracia parlamentaria gracias a la cual se sostienen sus intereses económicos y sus privilegios. Por eso hacen hoy floridas apologías de la necesidad de no crear separatismos ni distancias entre los diferentes sectores sociales, étnicos y económicos de la población, pretendiendo desconocer que el cargo de "Defensora" del Pueblo se creó ante la inobjetable evidencia de los abusos que los sectores privilegiados de la economía y la política de Bolivia cometían sobre las capas más desposeídas.
Ana María Romero fue una defensora que optó por la ofensiva como estrategia de protección al ciudadano. Por supuesto que ese tipo de "Defensora" del pueblo, no podría de ningún modo limitarse a registrar quejas o dilatar las demandas de justicia de la población con tediosas investigaciones o procesos burocráticos. Nadie en Bolivia, excepto las elites, en su urgencia de impunidad y privilegios, pretendía que el Defensor del Pueblo fuera una instancia de "mediación" inactiva y alegórica, similar a la Comisión Episcopal de la Iglesia Católica, a la Comisión de Derechos Humanos del Congreso o a las distintas "defensorías" creadas paralelamente con el discurso de "velar" por la mujer, la niñez y el consumidor, pero sin la seria intención de que su defensa del ciudadano llegara alguna vez al cuestionamiento de la autoridad, del orden social o del modelo económico.
Perspectivas del movimiento ciudadano frente al abuso parlamentario.
Ana María Romero de Campero les enseñó a la cáfila de depredadores y oligarcas de este país, que "el hábito no hace a la monja" y que la virtud y la honradez para con la función a ella confiada por el estado y el pueblo, no tenía precio, ni siquiera el dudoso honor de la "gratitud" norteamericana ofrecida a ella a momento de conducir la huelga que integró a la clase media boliviana en el derrocamiento de Goni, ese dudoso honor que el silencio de su sucesor nos hace suponer que él si aceptó.
Esto nos recuerda algo que el dirigente de la Coordinadora de Defensa de los Recursos Naturales, Oscar Olivera, dijo a su regresó del Foro Contra el ALCA en Miami: "Nunca como con Sánchez de Lozada, lo verdaderos amos de este país mostraron la cara y asumieron el poder. Con Sánchez de Lozada el empresariado nacional, emparentado con el capital internacional, prescindió por primera vez del disfraz de la izquierda moderada y de la derecha fascista para gobernar el país ellos mismos". Creo que Oscar, que consideramos un amigo, no imagina qué tan cerca está de la verdad. Cuando parlamentarios que suelen ser irreconciliables enemigos divididos por el regionalismo, las diferencias partidarias o las características raciales, olvidan toda diferencia y se unen en torno a su credo común de preservar sus privilegios de clase y el orden jurídico en que estos se sustentan, la frase de Oscar le torna sencillamente preclaro.
Por cuestiones de cosmovisión e identidad cultural, antes que por cuestión de capacidad, Roxana Gentile está muy lejos de "representar" a las mayorías nacionales y de poder cumplir el verdadero rol de Defensora del Pueblo, ese rol que impele a quién detenta este noble cargo a ponerse contra la lógica misma del poder, a renunciar a su identidad de clase y a dejar las absurdas gestiones burocráticas por la militante y efectiva acción política. Ese rol que - como bien teme la elite nacional - deberá estar íntimamente ligado al proceso de ejecución de la Asamblea Constituyente y la demolición del orden jurídico que origina las diferencias de clase y los privilegios de casta en Bolivia.
René Zavaleta Mercado, a cuya fobia hace alusión el título de este artículo, fue por mucho el más insigne sociólogo boliviano del siglo XX. A él le debemos la revolución epistemológica a la que convocarían con posterioridad a su muerte García Linera y otros teóricos contemporáneos, acunados todos en el pensamiento foucaultiano y bourdieuano. Fue Zavaleta quien predicó la necesidad de construir la teoría desde los cimientos de una reconstrucción del concepto mismo, que nos permitiera captar la realidad latinoamericana desde categorías libres de la contaminación cosmovisiva de la ciencia y la cultura occidentales.
Fue también él quién manifestó en su obra una temprana conciencia de que la lucha debería orientarse no sólo a provocar las rupturas políticas y epistemológicas, sino también a evitar que la élite se reorganizara y reasumiera el poder, a través del representativismo parlamentario, cual hizo en noviembre de 1980, tras el sacrificio de "la masa" en las calles paceñas. Alguien diría, "cual pretende hacer también hoy, tras el esfuerzo de octubre de 2003".
Zavaleta consumió su último aliento develando los mecanismos de restitución de la élite en el poder y advirtiéndonos sobre la necesidad de prevalecer al deseo facilista de confiar en las victorias eventuales, para prevenir que la elite oligárquica no nos gane el duelo "con la última estocada". La falta de madurez política del movimiento social boliviano, su incapacidad de mantener movilizada a la población y de mantenerse a si mismo íntegro, amenaza con condenar el éxito de octubre de este año, al fracaso de noviembre de 1980. Los peores temores de Zavaleta se vuelven a hacer realidad.
Sangrar el pueblo frente al ejército en octubre, para permitirle al parlamento enajenar la Defensoría del Pueblo en noviembre, sería lo mismo que cuando Siles Suazo le permitió a su Parlamento "funcionalizar" lo ganado en las calles de La Paz, devolviéndole el control a la elite bajo el disfraz de "retorno a la democracia"; una "democracia" pseudo-representativa y excluyente de la que siguen adoleciendo el derecho y la justicia bolivianas.
Zavaleta le tenía fobia a la capacidad reorganizativa de la élite que para él, habiéndolo perdido, había recuperado el poder en los dos momentos constitutivos de la historia nacional: En 1952, con un MNR que se benefició de la victoria popular para encumbrarse y en 1980, con un parlamentarismo amañado que le devolvió el control a la oligarquía detrás el disfraz de la legalidad y la institucionalidad democrática.
Los errores se vuelven recurrentes cuando no se aprende de la historia. En el caso de la Defensoría del Pueblo, Bolivia aún está a tiempo.