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Latinoamérica

9 de noviembre de 2003

Los 80 años del autor uruguayo
Benedetti, el escribidor

Ezequiel Martinez
Clarín, Argentina


Es uno de los poetas más leídos por la gente. Autor de tantos títulos como años acaba de cumplir, Mario Benedetti dice que escribir le permite sentirse joven. En esta entrevista -que incluye dos poemas inéditos-, el autor hace un balance de los despistes y franquezas que marcaron su vida.

Mario Orlando Hamlet Hardy Brenno Benedetti nació un 14 de setiembre de hace 80 años. Una vez le escribió un poema al hijo que nunca tuvo en el que prometía colgarle un único, solitario nombre; en lo posible, un monosílabo, "de manera que uno pudiera convocarlo con sólo respirar". Con una lógica que nadie discute y después de un par de batallas contra la burocracia, Mario etcétera Benedetti logró aferrarse a los extremos de su nombre oficial y suprimir todo el resto en documentos y afines. "Eran esas costumbres italianas de meter muchísimos nombres -justifica el escritor uruguayo nacido en Paso de los Toros, departamento de Tacuarembó, uno de los tantos puntos de la geografía que se disputa la cuna de Carlos Gardel-. Yo tenía un tío que tenía los nombres de todos los reyes que reinaban el día que nació. Un disparate."

Las décadas fueron regando otros azares sobre Benedetti. Hoy su rostro luce arrugas de poesía y a veces su mirada dice más que mil historias, aunque él las haya escrito casi a todas: su alma hecha palabra recorre los versos de Inventario y Viento del exilio, acompaña los acordes cotidianos de canciones como Por qué cantamos y El sur también existe; es el novelista de La tregua y La borra del café, el cuentista de Montevideanos y La muerte y otras sorpresas, el dramaturgo de Pedro y el Capitán, el ensayista de Perplejidades de fin de siglo, el intelectual comprometido con causas que la razón no desconoce.

Este Benedetti, que transitó todos los géneros posibles, supo anclar sus textos en la mayoría de los puertos que inquietan a la condición humana: el amor, la muerte, el tiempo, la miseria, la injusticia, la soledad, la esperanza. Y lo hizo de una manera tan simple y directa que miles de lectores lo convirtieron en su cómplice y todo.

Ha publicado tantos títulos como años acarrea sobre su módica estatura, y en medio de esa vastedad de prosa y verso su piel fue acumulando éxitos y afectos, miserias y exilios, errores y utopías. Lo que sigue es apenas una porción de su abultada historia.

Durante su adolescencia, cuando decidió que iba a ser escritor, ¿imaginaba este presente?
No, lo que pasa es que yo vengo de una familia con muchos problemas económicos. Mi padre era químico farmacéutico, pero tuvo muchos contratiempos con la quiebra de una farmacia en la que lo estafaron. Yo tenía cuatro años. Tuvimos que mudarnos de Tacuarembó a Montevideo, y a partir de ahí mi infancia e incluso parte de mi adolescencia fueron muy duras, con muchas privaciones. Vivíamos en un ranchito con techo de chapas de zinc; mi madre tuvo que vender la vajilla, los cubiertos y todas esas cosas que le regalaron para el casamiento. Finalmente mi padre consiguió un empleo público y ahí las cosas empezaron a andar mejor. Yo ya había tenido que dejar el colegio secundario para empezar a trabajar vendiendo repuestos para automóviles. Entonces, con esos problemas económicos que hubo en mi familia, ¿qué me iba a imaginar que iba a ser un autor de éxito y que iba a poder vivir de la literatura? Además, primero me gané la vida de muy distintas formas.

¿Pensaba que iba a ser toda la vida un oficinista?
Tenía la esperanza de un destino que tuviera que ver más con la escritura. Lo que pasa es que en Uruguay era muy difícil que alguien viviera de lo que escribía; ni siquiera Juan Carlos Onetti, que era el mejor, el que estaba en la cumbre, vivía de lo que escribía. Se podía vivir del periodismo, como hice yo, pero eso es otra cosa, no literatura. Recuerdo que de mis dos primeros libros no vendí ni un ejemplar, nada, y las ediciones me las había pagado yo. Mi primer libro de éxito -un éxito relativo, en realidad, porque la edición era muy limitada- fue Poemas de oficina. Ese fue el primer título mío que se vendió más o menos bien.

Acaba de cumplir 80 años. ¿Qué cosas ganó con la edad?
Paciencia, tal vez más serenidad, y madurez por supuesto. Puede ser también que los años le regalen a uno más lucidez, porque las cosas empiezan a verse no sólo con los ojos del presente sino también con los del pasado, y entonces uno puede tener una visión más aproximada del futuro. Pero también, cuando uno se hace más viejo, el cuerpo se va deteriorando y la energía cambia, aunque el cuerpo es la meseta donde se apoyan las cosas del espíritu, ¿no?

El espejo no miente -continúa-; ahí uno va viendo las nuevas arrugas, las bolsas de los ojos... y sin embargo, a veces, a pesar de los años que se tengan, el espíritu de un cuento o de un poema puede seguir siendo joven. Un poema que tiene alegría, que tiene una cosa vital, lo rejuvenece a uno. Lo mismo sucede muchas veces al escribir una historia de amor, aunque sea inventada: uno vuelve a sentir otra vez una cantidad de sentimientos que creía olvidados

Es una forma de mantenerse joven.
Claro, y ésa no es una búsqueda deliberada, es algo que viene solo. Los poemas son casi sanitarios en ese sentido.
Hay un libro suyo que lleva por título La vida ese paréntesis...
Porque creo que la vida es un paréntesis entre dos nadas. Yo soy ateo, no creo en Dios ni nada por el estilo. Hay gente que tiene sus creencias religiosas y tiende a sentir que después de la muerte está el Paraíso, o el Infierno, porque muchos han hecho mérito para ir al Infierno. Yo creo en un dios personal, que es la conciencia: a ella es a la que le debemos rendir cuentas cada día.

Y dentro de su paréntesis personal, ¿hay cosas de las que se arrepienta, algo que hubiera querido hacer de manera diferente? Y sí, claro que sí, me he equivocado en muchas cosas. A veces me arrepiento de haber publicado un poema, no por cuestiones políticas, sino porque hoy lo veo y no creo que esté bien. Me he equivocado en haber publicado libros que todavía no estaban suficientemente maduros. Y en la vida misma también hay arrepentimientos. Hubiera deseado ser un joven más feliz, menos prejuicioso, menos ensimismado... También me arrepiento bastante de lo que fue mi actividad política, que en un momento fue muy intensa. Yo fui dirigente del Frente Amplio, pero a medida que iba pasando el tiempo advertí que no tenía la menor vocación para dirigente político, sí para militancia independiente, fuera del aparato partidario Finalmente llegué a la conclusión de que podía tener una incidencia política mucho mayor a través de la literatura. Puede ser que me haya equivocado en muchas cosas, pero en lo que no me he equivocado es en mantener cierta coherencia política. A pesar de algunos errores circunstanciales, creo que volvería por el mismo camino aunque tal vez no con los mismos pasos, para no meter la pata.

En Rincón de haikus, un libro de poemas que publicó el año pasado con 224 textos envasados en una rígida métrica japonesa, este uruguayo universal escribió: "Cuando me entierren / por favor no se olviden / de mi bolígrafo". Hasta ese punto llega su afán reproductivo. Además de este volumen, en 1999 terminó otro libro de poemas, Buzón de tiempo, después de haber parido unos meses antes las 272 páginas -en la edición más modesta- de su novela Andamios. No puede decirse que no hay lector que aguante, porque el hombre vende, y sobre todo, se lee, que no siempre son sinónimos. Sin ambición de avergonzar a quienes sufren el síndrome de la página en blanco, Benedetti confiesa que para no indigestar a la gente guarda en un cajón los cien poemas de su próximo libro, El mundo que respiro -dos de ellos se anticipan en exclusiva en esta edición de VIVA-, que amanecerán con el próximo verano. Como los poemas lo agarran desprevenido y sin que los convoque, siempre tiene a tiro una libreta para que su mano dibuje el esqueleto de sus versos, hasta que los borradores no aguantan el peso de tantas tachaduras y remiendos y entonces sí vuelca esa primera versión a la computadora. Allí van a parar, sin escalas de papel, sus cuentos y novelas. Justamente, si no fuera por un percance informático que lo tiene a mal traer, el escribidor infatigable ya estaría a mitad de camino con un nuevo volumen de cuentos.

La verdad es que lleva un ritmo envidiable.
Y mientras pueda y tenga temas... Ahora, con lo que me cuestan los cuentos, justo me acaba de pasar una cosa terrible. Desde hace quince años más o menos, para poder escribir tranquilo, me refugio en un hotelito de Puerto Pollenza, en Mallorca. Ahí la habitación tiene una terraza muy linda, con vista al mar, donde me siento con la computadora; la cuestión es que estaba ahí, trabajando en unos cuentos cortos cuando de repente se me borró todo. ¡Todo! Los siete cuentos que ya tenía terminados, trabajados, corregidos... ¡La bronca que me agarró! De pura suerte tengo en un cuaderno apuntes con la base de cada uno, una versión cruda, porque la prosa siempre la escribo directamente en la computadora. Así que espero volver a construirlos. ¡Qué se le va a hacer!

¿Y no los tenía impresos?
No, porque no había llevado la impresora -aunque es una chiquita- para tener un peso menos en la valija. ¿Se da cuenta qué mala suerte?

¿Sabe que reconstruir la lista de todos los libros que tiene publicados es una empresa bastante compleja? ¿Usted lleva una contabilidad más o menos exacta?
Ochenta, si se tienen en cuenta las antologías. Tengo tantos libros como años. Al que le ha ido mejor es a La tregua, de lejos, que ya tiene 148 ediciones. Después vienen Inventario Uno, Gracias por el fuego y La borra del café, que es el último libro mío que ha caído muy bien, ya debe andar por las cuarenta ediciones en los distintos idiomas y países. Pero no me puedo quejar: en España, Rincón de haikus está desde hace varios meses en la lista de best-sellers.

Hay un dato llamativo en ese ranking. Con el éxito que tienen sus poemas, tres de los cuatro títulos que acaba de mencionar son novelas. Es que La tregua fue llevada al cine, fue finalista para un Oscar, se hicieron adaptaciones para la televisión, el teatro, la radio... Hubo mucha cosa que ayudó, lo que de todos modos es un misterio para mí, porque tampoco creo que sea mi mejor novela. Para mí La borra del café es mucho mejor, pero ahí entran otros factores: la gente la tomó como una novela de amor, y aunque es también una novela de amor, no es lo principal. En cuanto a Gracias por el fuego, también fue llevada al cine y fue finalista del premio Seix Barral. Pienso que eso le dio un empujoncito extra.

Sin embargo usted siempre se ha sentido más cómodo con la poesía, ¿no?
Siempre digo que soy un poeta que además escribe cuentos y novelas. También me siento cómodo con el cuento, aunque me da mucho más trabajo. Un poema lo puedo escribir en un avión, durante un fin de semana o mientras espero al destino, en cambio un cuento me puede llevar años. El volumen de Montevideanos, por ejemplo, demoré dieciocho años en terminarlo, y sin embargo es un género que me gusta mucho. El cuento no admite fallas, se construye palabra por palabra, cada una tiene que tener su rol, y los finales son muy importantes. Pero a mí las ideas y los temas ya me vienen con la etiqueta del género, aunque a veces me equivoco. Me pasó con El cumpleaños de Juan Angel: empecé a escribirlo en prosa, como todo novelista que se precie, pero a las 50 páginas no podía avanzar más, estaba estancado, cosa que generalmente no me ocurre. Hasta que me di cuenta de que el tema tenía una carga poética muy fuerte y lo retomé como una novela en verso. Ahí cambió todo y la terminé rápidamente. Algo parecido me pasó con Pedro y el Capitán: creí que era una novela y terminó como una obra de teatro que marchó muy bien, se representó en no sé cuántos países. Creo que funcionó porque tiene nada más que dos personajes; yo con tres personajes en teatro no doy.. Es un género muy difícil.

¿Y las novelas?
Me cuestan menos que los cuentos, aunque para escribir una novela se necesita un tiempo libre, porque no se pueden escribir diez páginas hoy y veinte a los dos años. La novela es un mundo que uno inventa y hay que sumergirse en ese mundo, en sus personajes... Si a mí me dejaran tranquilo podría escribir más novelas.

¿Cómo es eso?
Mire, Andamios, que es la última novela que publiqué el año pasado, demoré tanto en terminarla porque he tenido que hacer tantos viajes, cumplir con tantos compromisos y obligaciones, que me costó mucho mantener el ritmo. Hace como cuatro años que quiero tomarme un año sabático y no puedo No me dejan.

Debe haber pocos hispanoamericanos que no sepan de memoria alguna estrofa de Te quiero, Por qué cantamos, Una mujer desnuda y en lo oscuro y tantos otros temas de Benedetti que popularizaron más de cuarenta intérpretes. La poesía hecha canción apuntaló su fama y muchos de estos poemas dispararon sus flechas hacia varios corazones, dejando a su responsable como un Cupido involuntario que no merece quedar libre de culpa y cargo.

¿Usted es consciente de que algunos de sus poemas fueron el puntapié para más de un romance?
Bueno, si sirven para el amor me parece una buena empresa. A veces me cuentan que los muchachos copian poemas míos y se los mandan a las novias como si fueran de ellos, y después cuando se casan les cuentan la verdad. Puede que suene cursi, no sé, alguna gente dirá... Pero a mí no me molesta, al contrario. El amor me parece lo mejor de las relaciones humanas.

En otras palabras: usted puede ser el responsable de unas cuantas bodas.
¿Y por qué no? Mire, una de las cosas más lindas que me han pasado en la vida con relación a mi obra me ocurrió en México. Una vez en Guadalajara, donde habíamos dado un recital con Daniel Viglietti, se me acercó una pareja de unos 30 años y el muchacho me dijo: "Mire, nosotros fuimos pareja pero después nos divorciamos. De todas formas queríamos contarle que nos conocimos por Inventario y queremos que nos firme el libro". Al tercer recital se aparecieron otra vez los dos para ponerme al corriente de la relación: "Mire, como el otro día estuvimos con usted y le contamos que nos conocimos con Inventario, queríamos decirle que por Inventario decidimos volvernos a casar". Así son las cosas..

La poesía, por lo general, no tiene tantos lectores como la novela o el cuento, y sin embargo la suya tiene muchos seguidores. ¿Alguna vez se preguntó por qué?
Sí, y para mí es un misterio. Pienso que por un lado puede ser porque mis poemas son bastante sencillos, bastante claros, y eso es algo que se convirtió en una obsesión para mí: la sencillez. Hacia el fin de mi adolescencia, cuando yo sabía que iba a ser poeta, leía a los de más prestigio, y aunque los entendía y los disfrutaba, me parecían muy enigmáticos, con toda una retórica que me parece espantaba a los lectores. Me gustaban, pero me dije que yo así no iba a escribir nunca. Otra de las razones por las que creo que a la gente le gustan mis poemas es porque he escrito mucho sobre el amor. Pero así y todo, no me explico demasiado el éxito que han tenido.

La mayoría de sus obras tiene como protagonista al montevideano de clase media. Usted siempre dijo que no podría escribir sobre otro tipo de personajes.
Es que ésa es mi limitación. Me siento muy inseguro si me salgo del montevideano de clase media. Ese es el territorio que yo conozco. Alguna vez dije, medio en broma medio en serio, que el Uruguay es la única oficina en el mundo que ha alcanzado la categoría de República. Y es así, y yo conozco bien a esta clase media. Muchas veces incluso me reprocharon que no trate a la clase obrera. Pero las veces que lo intenté, me sonaron falsos. Mis obreros nunca hablan como los obreros; entonces no insistí más, ¿para qué? Es una limitación y me atengo a esa limitación.

¿Entonces cómo explica que, siendo la suya una literatura localista, haya tenido tanta trascendencia en otras partes del mundo?
Puede ser que la clase media sea más universal que otras clases. No sé, pero la verdad es que incluso tengo cuentos que transcurren en el exterior, pero siempre de montevideanos que están en España, en Cuba o en México. De todas formas, supongo que para llegar al mundo hay que llegar primero a la comarca, por ahí se empieza. El que quiere empezar por el mundo..

A través de sus textos políticos, usted intentó hacerse escuchar en su comarca. Eso le valió un pasaje al exilio. ¿Cree que el intelectual puede cambiar algo a través de la palabra?
No, no puede cambiar nada. Yo no recuerdo ninguna revolución que se haya ganado con un soneto, por ejemplo. A los dirigentes políticos les gusta mucho adornarse con el arte, sacarse una foto del brazo de un pintor o terminar un discurso con un poema, pero no es que crean en una cosa ni en la otra. Tal vez algún raro personaje de la dirigencia política puede venir un día y decir: "Con estos tres versos me aclaraste este tema", y yo con eso puedo sentirme más que satisfecho.

Suena a batalla perdida.
No, porque uno escribe para esclarecer la mente de un individuo, del ciudadano de a pie. Además, es una cuestión de conciencia. Si yo estoy en contra de la globalización de la economía, de la corrupción y de la hipocresía, lo digo y lo escribo. Justamente las causas en las que creo y que son derrotadas son las que me impulsan, porque gracias a que las defiendo puedo dormir tranquilo. No me siento derrotado en cuanto a mis creencias ideológicas y voy a seguir luchando por ellas. Sin éxito, eso sí.

Hay que defender la derrota, dijo el poeta.
Es que la utopía es una cosa que debemos mantener. Por definición, la utopía es algo que nunca se realiza por completo, una cosa que parece imposible y después resulta que se realiza. Siempre digo que los tres grandes utópicos que ha dado este mundo son Jesús, Freud y Marx; gracias a ellos la humanidad ha dado pasos positivos. Aunque de cada utopía se realice un diez por ciento, gracias a ese diez por ciento la humanidad ha mejorado un poco. Yo soy un optimista incorregible.

Su defensa de la utopía lo enfrentó a más de un destierro. Debutó como exiliado en 1983, cuando cruzó el charco y se instaló en Buenos Aires buscando una seguridad incierta. Fue aquí donde inauguró el "llavero de la solidaridad": cuando las cosas comenzaron a ponerse oscuras acudía a ese manojo que le abría la puerta de las casas de cinco o seis amigos. Era la única manera de desorientar los radares nefastos que iban tras su sombra. Hasta que la Triple A le dio 48 horas para seguir respirando en la Argentina y se marchó a Perú, luego a Cuba y finalmente a España, continuando un exilio que le negó su patria durante doce años. Y también a su mujer, Luz, que debió quedarse en Uruguay cuidando a las ancianas madres de ambos. A pesar de todo, Benedetti no escupe reproches; más bien le da palmadas a ese tiempo pasado que pudo ser peor.

¿No siente rencor por ese pedazo de vida que le cambiaron?
La pasé muy mal, me amenazaron de muerte, me separaron de mi ciudad, de mi mujer, y sólo por algún azar me fui salvando, pero no por hacer concesiones. Yo hubiera preferido no tener que recurrir al exilio, y sin embargo, en cierta forma el exilio me ayudó. Por un lado, empezaron a interesarse por mis libros, me hizo ser más conocido y eso hasta me permitió un alivio económico. Además, he aprendido mucho de la gente que fui conociendo en los diferentes países donde tuve que vivir. No de los gobiernos, porque de ellos no se aprende nunca nada, pero de la gente sí. Es como un fenómeno de ósmosis: uno le da a ese pueblo que lo recibe lo mejor que tiene y ese pueblo le devuelve cosas a uno. Esa proximidad, ese intercambio enriquecedor y evidente, me ha cambiado para bien, me ha hecho madurar, me ha quitado cierta tentación de hacer juicios demasiado apresurados sin que las cosas se asienten

Le supo sacar provecho al exilio.
Yo creo que sí. Volví a mi país un poco mejor de lo que me fui, más ecuánime, más tolerante, menos radical, pero sin perder mis obsesiones.

Usted ha inventado una palabra, desexilio, que describe las sensaciones del regreso. ¿Se termina el desexilio alguna vez?
Me parece que no. En uno de mis libros puse como epígrafe una frase de Alvaro Mutis, que dice que uno está condenado a ser siempre un exiliado, y creo que es cierto. Afuera uno se siente herido, ajeno, y cuando regresa también se siente exiliado, porque uno ha cambiado y el país también ha cambiado. Ha cambiado hasta el paisaje, la mirada de la gente... Sigue siendo el país de uno, se lo quiere como el país propio, pero la relación es distinta. Entonces se siente nostalgia por ciertas cosas del exilio, que tienen que ver más que nada con las personas.

¿La patria de uno dónde queda después de ese proceso?
Como decía José Martí, la patria es la humanidad. En todos los países, en los que uno ha estado y en los que no ha estado, hay gente que por lo que piensa, por sus actitudes, por lo que hace, por lo que siente, por su solidaridad, son como compatriotas de uno. La patria de cada uno está formada de esa gente. Porque en el propio país ha habido también torturadores, corruptos, y esos no son compatriotas míos.

Actualmente, Mario Benedetti vive mitad de su tiempo en España y mitad en Uruguay. Esos compromisos de los que a veces se queja pero que tanto disfruta, lo tironean hacia ambos lados del océano. Su residencia en ésta y en aquellas tierras no obedece, aclara, a una necesidad de escaparles a los inviernos ni a las humedades que castigan su asma desde que tenía 25 años, cuando un tifus le dejó como secuela esa angustia por el oxígeno que un par de veces lo acostó en terapia intensiva. Está acostumbrado a convivir con un aparatito que despide vapores salvadores cada vez que le falta el aire, y en sus poemas hasta se ríe de ésta y otras fallas de fábrica que le trajeron las décadas: "...mis cataratas, mis espasmos asmáticos, mi herpes zoster, mi lumbago, mi hernia diafragmática", enumera en Heterónimos.

Sabe que su cuerpo le empezó a confiscar la frescura que mantiene su mente, pero él le pone el pecho al asunto con palabras: su próximo libro de poemas, El mundo que respiro, pone el acento en la cercanía de la muerte.

¿Le preocupa el tema?
Bueno, a todo el mundo le preocupa, ¿no? Pero a los 80 años uno está un poco obligado a pensar en esas cosas. La muerte es una presencia, y la barajo en conexión a lo que es la muerte para otros, no sólo para mí. Pienso que una de las formas de sobrellevar la idea de la muerte es darle la cara, hablar de ella, dialogar con ella. Me parece que es una manera de poder soportar ese fin obligatorio. Admitir la muerte es un modo de restarle importancia, porque si uno está obsesionado con eso..

Por eso escribe sobre la muerte.
Escribo sobre ella para que no me sorprenda, claro. Su cercanía no tiene que aplastarlo a uno, por eso tengo un poema que se llama Como si fuéramos inmortales: hay que vivir como si lo fuéramos.

Terminemos hablando de la vida, entonces. Usted ha recibido muchos premios por su obra, pero cuando hace un par de años la Universidad de Alicante lo nombró doctor honoris causa, fue en reconocimiento a "su fecunda labor creativa y por su condición de hombre de pueblo". Obra, pero también vida. ¿Cómo prefiere ser reconocido?
Son dos cosas que forman el carácter y la condición humana de uno, ¿no? Muchos de mis poemas son producto de ser hombre de pueblo, y estar cerca del pueblo siempre ha sido una máxima para mí. Lo mejor que me pudo haber pasado en la vida es que lo que escribo le haya tocado el corazón a esa gente, a ese pueblo, a ese hombre de a pie.