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Latinoamérica

El coronel Jorge Silveira, violador de menores
Testimonios de la infamia

Samuel Blixen
BRECHA

La publicación de las fotos del coronel retirado Jorge Silveira desencadenó testimonios sobre una faceta poco conocida de sus antecedentes: el Silveira que, además de torturar, desaparecer, robar niños y asesinar, solía violar y agredir sexualmente a prisioneros adolescentes. La crudeza del relato puede ofender la sensibilidad, pero es ineludible para tomar conciencia de algunos extremos aberrantes de la impunidad.

Están tirados en el piso, o recostados contra las paredes húmedas, como objetos inertes. Son unos veinte adolescentes, siete mujeres, quizás trece varones, todos menores de edad. Están desnudos. La única prenda es una venda en los ojos, que puede ser una tela oscura, o una bufanda. El lugar es espacioso, probablemente un sótano. Hay escaleras hacia lo que sería la planta baja, y otras que llevan a un piso superior, a las habitaciones donde están las cadenas, los caballetes, el tacho, la cama con resortes metálicos, la picana. En el sótano se pueden oír los llantos y los gemidos de dolor de los cuerpos cercanos, y también los gritos desgarradores -ecos de sus propios gritos- que vienen de los pisos superiores, de otras víctimas que están siendo torturadas, que no verán, que no conocerán, y es posible imaginar que permanecerán tirados en algún otro lugar del edificio, con sus cuerpos lacerados, temblando de frío y de miedo, en espera de lo único previsible, la próxima sesión de tortura.
Es invierno, fin de junio de 1981. A seis meses del plebiscito que estalló en la cara de la dictadura, los aparatos militares y policiales andan a la caza de los impulsores de las estructuras sindicales y estudiantiles que afloran incontenibles. La víspera del octavo aniversario del golpe de Estado, agentes de la Dirección Nacional de Información e Inteligencia, en previsión de manifestaciones relámpago, hacen una redada de estudiantes del IAVA y de otros liceos. Esta misma madrugada, 27 de junio, los 20 adolescentes son trasladados en una camioneta policial a las dependencias de la calle Maldonado y comienzan a ser torturados. Todo el repertorio -golpes, colgadas, plantones, picana, submarino- tiene un objetivo concreto: ubicar una impresora, una máquina de imprenta que abastece volantes llamando a organizarse, a resistir. Un oficial de Policía a quien dicen la "Momia", otro llamado Prezza -que, años después, "estuvo en el tiroteo a una manifestación por el plebiscito del voto verde y que salió fotografiado en los diarios"- y otros oficiales de Policía que se identifican con alias, "Tito", "Perico", reclaman por las armas, mientras torturan, pero lo hacen sin convicción porque saben que esos muchachos de entre 15 y 18 años no están armados, ni siquiera están organizados. Pronto se agotará la lista de las preguntas, y los interrogatorios perderán fuerza, sentido, pero la tortura continuará.
"Esto no es nada", les dicen cuando bajan las escaleras, de vuelta al sótano, a la precaria tranquilidad en tinieblas. "Cuando vengan los duros, los yerbas, ustedes van a rogarnos que volvamos nosotros." Los duros son apenas voces que los liceales del IAVA aprenden a reconocer y que inevitablemente producen un particular terror: entran en el sótano pateando, gritando, insultando. "Yo soy el jefe, soy el que mando. Yo hago lo que quiero. Los cojo, los mato." El día que oyó por primera vez ese timbre de voz, Jorge G apenas pudo ver, más allá del borde de su venda, unos pantalones verde grisáceos, unos zapatos comunes y una mano que sostenía una gorra militar. Es una patota que aparece frecuentemente, cada tres o cuatro días, y todos nombrarán al jefe por el mismo apodo: "Chimichurri". Cada vez que se oye esa voz de mando, segura, insolente, un estremecimiento involuntario ganará a los prisioneros allí tendidos. Pronto aprenderán a registrar una sutil diferencia en el tono de los sollozos de las compañeras que Chimichurri elige para interrogar: "Mirá ésta, está más crecida", apuntará la voz de otro "duro", y muy rápidamente asociarán la presencia de esta patota con las violaciones a que son sometidos, sin excepción, varones y mujeres.
Con 16 años, Jorge se mantiene firme después de jornadas ininterrumpidas de tortura, una firmeza elaborada en su corta militancia a base de una preparación mental. Pero ni aun las más duras prevenciones podían anticipar lo que le esperaba el día en que Chimichurri lo conduce a una pieza de lo que supone es la planta baja del edificio. Hay varios hombres, que ríen y gritan, excitados, cuando lo arrojan sobre una mesa y lo atan boca abajo para inmovilizarlo. El dolor de la penetración se suma al dolor de las otras torturas, dolores que se fueron acumulando a lo largo de los días; y habrá también el dolor especial de un palo y de un tubo metálico que le produce heridas internas en el ano. Hay aplausos, y hay quien comenta: "Dos al hilo", a la espera de su turno, pero es la voz inconfundible de Chimichurri la que le pregunta junto al oído: "¿Te gusta?", mientras le tira de la cabeza hacia atrás.
Para que no hubiera dudas, para que todos comprendieran lo que les esperaba, Chimichurri dirá, cuando devuelve a Jorge al sótano: "Acá se van a volver todos putos". Mucho después, Jorge comentará: "A mí Chimichurri nunca me interrogó, nunca me preguntó nada, sólo me violaba", y agregará, al evocar el infierno, una reflexión demoledora: "Claro, cuando te violan no tienen la intención de interrogarte, no te violan para arrancarte secretos, te violan para denigrarte, para quebrarte, y fundamentalmente porque son unos degenerados. Para penetrarte tienen que excitarse", dice, como si recién entonces accediera a la comprensión de esa conclusión terrible.
Chimichurri y sus secuaces llegan al edificio de la calle Maldonado para interrogar a otros prisioneros, que sufren sus técnicas en otros lugares, allá arriba. Cuando baja al sótano es simplemente para divertirse. Así lo proclama: "Quiero que todos se masturben, queremos verlos", ordena, mientras patea y pisotea cuerpos desnudos. Chimichurri podrá violar prisioneros maniatados e inermes, pero no podrá obtener colaboración: "Aquí nadie se toca", gritará alguien desde el suelo y otra voz repetirá la consigna, desde la otra punta. Los "duros", los "yerbas" deberán contentarse descargando su furia contra los promotores del desacato.
El ataque sexual no es suficiente para estos oficiales de la lucha contra la sedición, estos "duros" que seguramente estaban encuadrados en el Organismo Coordinador de Operaciones Antisubversivas (OCOA). Pretenden que sus víctimas participen de sus desviaciones: "Si me la chupás, no te torturamos", propone Chimichurri a las víctimas que elige cada vez que viene al sótano. Y descargará su frustración en la violencia de sus reiteradas violaciones.
A medida que pasan los días, la agresión sexual será el acontecimiento exclusivo. Ya no saben qué hacer con esos muchachos, pero igual los sacan del edificio y los trasladan en una camioneta hasta un lugar al que se accede por un camino de tierra. Hay árboles, porque los sujetan contra los troncos y hacen un simulacro de fusilamiento. Después los devuelven al sótano. El episodio sólo confirma la irracionalidad, como si todo lo que ocurre fuera un contexto chapucero, imaginado a las apuradas, sin convicción, a los solos efectos de facilitar las violaciones contra menores de edad, la mayoría de los cuales no tenían experiencia sexual al momento de su detención. "Muchachos, éstos son locos, son capaces de cualquier cosa, hagan lo que les piden, porque los van a matar", les susurra un policía que les trae la comida, que les acerca a veces una manzana, que acompaña a un enfermero. Jorge piensa en el truco del bueno y el malo, pero hay algo incuestionable: la voz de ese policía trasunta miedo; el torturador tiene miedo del violador, miedo a la aberración, a la situación sin límites.
Cada día que pasa -y serán 41 días- confirma que no hay límites: "Esta noche vamos a hacer una orgía", propone la voz de Chimichurri a unos prisioneros que viven en la oscuridad y que han perdido la noción de la secuencia día-noche. "Una orgía", repite Chimichurri, e inclinándose sobre Jorge dirá: "Te ganaste la lotería". Jorge sube las escaleras a tientas, vendado, junto con otros dos compañeros, un varón y una mujer. En una pieza pequeña, abarrotada de gente, Chimichurri ordena: "Quiero que la cojan, queremos verlos". Jorge y su compañero se niegan. La joven solloza bajito. Chimichurri amenaza, golpea, pero no obtiene la colaboración. Ordena trasladarlos a otra pieza. Los varones son colgados del techo, mediante cadenas. Les quitan las vendas. Chimichurri se acerca y les dice: "Ustedes no tienen huevos, ahora van a ver cómo se hace". Jorge ve a un hombre bajo, de bigotes, muy delgado, "estilizado", vestido con un uniforme militar de fajina. Más allá, estaqueada sobre una mesa, de espaldas, inmovilizada por varios hombres que la sujetan, está Marina S. Está completamente desnuda, le han quitado la venda, pero el foco de luz intensa que se usa para los interrogatorios deja en una total penumbra al grupo de hombres que la violan, turnándose, riéndose de sus desesperados forcejeos, de su llanto. Los dos prisioneros gritan, insultan, escupen, se retuercen en el aire, y hasta logran golpear con el cuerpo a uno de los violadores que pasa delante de ellos. Finalmente logran atraer su atención, y comienzan a golpearlos. Oyen cómo Marina les grita: "Aguanten", creyendo que los estaban interrogando y que los obligaban a mirar la violación para obtener información.
Regresan al sótano llorando los tres y los otros comprenden la particular angustia, porque los sollozos se generalizan. Jorge trata de consolar a Marina, una niña que acaba de cumplir 15 años y que en medio de aquella pesadilla sólo atina a decir: "Hubiera preferido que fueran ustedes los primeros".
Así como los llevaron, un día los soltaron. En medio de una represión de ese invierno, cuando asumía Gregorio Álvarez la Presidencia y cuando comenzaban las conversaciones políticas de los militares con los blancos de la "Comisión de los 10" y los colorados de la "Comisión de los 6", la detención de los estudiantes liceales quedó sumergida, postergada en las consecuencias de otras redadas, que terminarían con la captura de los dirigentes clandestinos de la CNT y de la FEUU. Los muchachos siguieron viéndose, pero se resistieron a conversar los detalles de aquella experiencia; algunos continuaron con su militancia, otros no; algunos formularon después la denuncia sobre las violaciones y las torturas, otros no llegaron a superar una vergüenza que no les correspondía. Algunos superaron el trauma, otros no. Marina peleó con sus fantasmas durante años y al final desistió de la pelea: se mató de un balazo.
Jorge llegó a identificar a Chimichurri, conversó con otros prisioneros que en distintos lugares, en la Tablada, en el 13 de Infantería, en Automotores Orletti, lo habían visto y habían sufrido sus técnicas. La coincidencia de la reconstrucción de los rasgos físicos tuvo la confirmación con una pequeña foto, borrosa, que atesoraban algunos militantes de los derechos humanos. Pero fue hace poco más de una semana, cuando La República publicó la secuencia de fotografías tomadas una tarde en la entrada del Círculo Militar, que pudo confirmar sin lugar a dudas: Chimichurri, ahora gordo, panzón, con el rostro abotargado, es Jorge Silveira, coronel retirado.
También conocido como "Pajarito", "Siete Sierras", "Óscar 7", el mismo que torturaba a los detenidos en Artillería en 1975 y ya pergeñaba una extorsión para liberar prisioneros mediante el pago de dinero; el mismo que operó en Buenos Aires y que ha sido acusado de la desaparición y asesinato de decenas de uruguayos exiliados; el mismo que secuestró a María Claudia García de Gelman, y robó a la nieta del poeta Juan Gelman; el mismo que continuó la tortura psicológica contra las presas políticas como responsable de la cárcel de Punta de Rieles, el mismo Jorge Silveira es el Chimichurri que violaba adolescentes en los sótanos de la calle Maldonado con el único objetivo de satisfacer sus desviaciones.
Ése es el hombre al que la ley de caducidad le otorgó una impunidad para todos sus crímenes; es el hombre que fue ascendido a coronel por Julio María Sanguinetti en su primera presidencia; es el hombre que fue designado por Sanguinetti, en su segunda presidencia, en el Estado Mayor del Comandante del Ejército; es el hombre que el general Fernán Amado quería tener como colaborador personal; es el hombre que comparte asados con el senador Pablo Millor, con el diputado Daniel García Pintos y con el dirigente pachequista Alberto Iglesias. Es el hombre a quien el presidente Jorge Batlle dejará impune con respecto al asesinato de María Claudia, si decide incluir el caso en la ley de caducidad.