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Latinoamérica

16 de octubre del 2003

Quiero escribir, pero me sale espuma

Con este verso del vate peruano César Vallejo decidí empezar esta nota cuya idea, apenas asomó a mi mente y corazón, me hizo temblar de furia y dolor, pues no es fácil contemplar a la distancia la tragedia de un pueblo que se desangra en defensa de su soberanía nacional. Pero ni modo, aquí me tienen, como a cualquier ciudadano con derecho a voz y voto, dispuesto a opinar sobre los últimos acontecimientos acaecidos en Bolivia, y con el pleno derecho a condenar la bestialidad de las fuerzas represivas del gobierno, que en los pasados días provocaron un baño de sangre entre los manifestantes de la ciudad de El Alto.

A 21 años de la "recuperación de la democracia", acuartelada por una de las dictaduras militares más sombrías de la historia boliviana, y gracias a la lucha ejemplar iniciada por cuatro mujeres mineras, se ingresó a una etapa de "gobiernos de consenso", cuyas "democraduras" han servido sólo para acallar la protesta popular con atropellos de lesa humanidad y para masacrar a los acusados de "sediciosos y promotores de proyectos subversivos organizados y financiados desde el exterior", aun sabiendo que no es posible una democracia formal en países que se retuercen en medio de la pobreza, el analfabetismo y la desigualdad social.

A estas alturas de la historia, cuando todo parece demostrar que ha llegado el momento de transformar las caducas estructuras del sistema imperante, nadie queda indiferente ante las convulsiones sociales que sacuden los cimientos del Estado de derecho, donde los sectores más empobrecidos, armados de piedras, palos, cólera e indignación, ganan las calles para hacer escuchar su grito de protesta contra quienes detentan el poder con soberbia y desoyendo el clamor popular.

Después de la masacre en febrero, la masacre en Warisata y la masacre en El Alto, que arrojó el saldo de decenas de muertos y centenares de heridos, el pueblo ha dado su ultimátum al gobierno: "Si el presidente no puede solucionar los problemas, lo mejor será que se vaya a su casa". Es decir, los ciudadanos de oriente y occidente, conscientes de la imperiosa necesidad de salvar al país del caos y la anarquía, exigen la renuncia del primer mandatario no sólo porque tiene las manos manchadas de sangre, sino también porque perdió el control de los conflictos. El país requiere soluciones rápidas y concretas. Y para lograr este objetivo no basta con que el vicepresidente asuma la primera magistratura, intentando salvar la democracia burguesa, sino en que todas las autoridades de gobierno se pongan la mano en el pecho y hagan conciencia de que las protestas y los conflictos no se resuelven apuntando las armas contra el pueblo.

Está demostrado que no se puede controlar la rebelión de las masas cuando éstas no están dispuestas a vivir en la zozobra ni bajo la inestabilidad del aparato estatal. Por cuanto es legítimo que los ciudadanos que proponen el cambio, tratando de impedir la entrega del gas natural a consorcios extranjeros sin una previa consulta al pueblo, se unan en torno a una Asamblea Constituyente, que exija la modificación de la Ley de Hidrocarburos y del Código Tributario, y que se resguarde los intereses de la nación y sus habitantes, oponiéndose a las ingerencias del portavoz del gobierno norteamericano en los asuntos internos del Estado boliviano; más todavía, es urgente rechazar las insinuaciones de las empresas transnacionales, interesadas en saquear las riquezas naturales en desmedro de quienes viven sumidos en la miseria, la desocupación, la deserción escolar, la criminalidad y la corrupción institucionalizada.

Cabe preguntarse, aquí y ahora, para qué sirve un gobierno que no representa los intereses de las inmensas mayorías, un presidente que se aferra al poder para defender los privilegios de los empresarios privados y la política expansionista de EE.UU., cuyo embajador en La Paz, asumiendo la misma arrogancia y supremacía de su jefe en la Casa blanca, declaró a la prensa: "Estados Unidos no tolerará una interrupción del orden constitucional en Bolivia y no apoyará ningún gobierno no democrático", como dando a entender que el gobierno de Sánchez de Lozada es uno de los más democráticos de la historia republicana, y que la oposición, compuesta por los partidos políticos que rechazan el neoliberalismo y las imposiciones arbitrarias del Imperio, representa un peligro para la democracia.

Asimismo, los "campeones de la democracia", que otrora se denominaban "izquierdistas" y "revolucionarios", han respaldado la política represiva del gobierno, cobijados en la Carta Democrática de los organismos internacionales, que teóricamente condena el uso de la violencia y de la fuerza para alterar el orden constitucional en un país; cuando en realidad, el gobierno de Sánchez de Lozada, con la constitución en la mano, dio su beneplácito al Ejército para reprimir al pueblo, violentando así los Derechos Humanos y pasándose por las narices las Cartas Magnas tanto de la ONU como de la OEA. Ante semejante fechoría, es menester preguntarse: ¿De qué tipo de democracia nos hablan estos señores? Si el propio presidente de una nación no respeta la institucionalidad democrática como la única vía aceptable para resolver los conflictos sociales y es capaz de arremeter contra sus opositores, tildándolos de "subversivos" y "sediciosos".

Por todos es conocido que las agresiones físicas de las fuerzas represivas contra los manifestantes son tan contundentes como las declaraciones del representante del Departamento de Estado, que, en su afán de controlar la producción de coca y mantener en jaque a los críticos del régimen, aplica una política coercitiva que, en lugar de apaciguar la furia encendida de los manifestantes, provoca una mayor protesta entre quienes están ya cansados de soportar los mandatos del imperialismo y sus lacayos nativos, que no hacen otra cosa que acrecentar la injusticia social y la discriminación racial.

Los campesinos, mineros, fabriles, estudiantes, profesores, comerciantes y otros, tienen todo el derecho de velar por sus vidas e intereses, y protestar contra los engaños y las falsas promesas de los señores del poder, quienes están más interesados en la repartija de pegas que en resolver los problemas reales de los sectores empobrecidos por la política entreguista del presidente, cuya incapacidad de gobernar un país en crisis ha quedado al descubierto desde el instante en que asumió el mando del poder con el apoyo de los partidos oficialistas que, durante y después de su campaña proselitista, prometieron demagógicamente un mejor destino para los bolivianos.

Las huelgas, bloqueos, barricadas y marchas de protesta reflejan el descontento popular contra un gobierno que, al margen de haber sido incapaz de cumplir con el compromiso y los convenios firmados con los sectores en conflicto, ha tenido la osadía de movilizar a las tropas del Ejército contra los movimientos progresistas, compuestos en su gran mayoría por campesinos quechuas y aymaras, cansados de vivir en un país donde no se respetan los Derechos Humanos y donde sobreviven los resabios de la discriminación social y racial, y donde unos creen ser más dueños del territorio nacional que otros.

Ya sabemos que los campesinos no piden mucho y lo poco que piden es que se respete sus costumbres y tradiciones, que se respete el cultivo de la coca, que se mejore el sistema educativo y la asistencia médica, que se instale energía eléctrica y agua potable en las regiones rurales; reivindicaciones elementales que parecen incomodar a los amos del poder político y económico, entre los que se cuenta el presidente constitucional de Bolivia.

Con todo, contemplar a través de la pantalla de la televisión a un pueblo que lucha en defensa de los intereses nacionales, mientras su gobierno se esfuerza cada vez más por defender los intereses del imperialismo, duele en lo más hondo del alma, sobre todo, cuando los cables de noticias informan que los caídos bajo las balas enemigas eran hermanos que, de un modo consciente o inconsciente, apostaron desde siempre por los ideales de la libertad y la justicia.
Víctor Montoya
Escritor boliviano, radica en Estocolmo, Suecia