"La más juiciosa estrategia en la guerra es posponer las operaciones hasta que
la desintegración moral del enemigo haga posible y fácil asestar el golpe mortal".
Lenin.
Por Ramiro De la Espriella*
El fenómeno de los enfrentamientos armados en Colombia no es un fenómeno universal. Por el contrario, tiene categoría propia y obedece a una realidad sociológica con estribaciones geopolíticas que el propio Libertador llegó a advertirnos reiteradamente en su momento histórico.
Este ardido proceso de contradicciones comienza a aflorar a partir de la alborada de la Independencia, y desde ese punto de vista en tal sentido no es extraño al resto de Hispanoamérica. Advertida, desde luego, la circunstancia de las diferencias internas que nos separan del resto del continente, una y otra vez precisadas en nuestros enfrentamientos armados.
Sin la menor duda la naturaleza específica de la contraposición entre criollos y chapetones contribuyó a definir nuestra independencia de España como una guerra civil, interna, y no específicamente como una lucha armada de contornos internacionales, pese a la presencia reiterada de España y del Pacificador Morillo, y, de otra parte, el manifiesto interés político y económico de Inglaterra en el desarrollo de la contienda y sus alternativas internas.
Fueron las divergencias de intereses entre el poder económico de los criollos y el poder político de los chapetones la razón por demás comprensible que agudizó el enfrentamiento hasta conducir al proceso independentista. Tanto más discernible tal aserto cuanto esa misma disyuntiva comenzó a aflorar dentro de dicho proceso desde las demandas de don Antonio de Narváez y Latorre desde las provincias de Santa Marta y Riohacha, y, luego, en el juicio impetrado por don José Ignacio de Pombo ante la Junta Suprema de Cartagena, y no ante la alta instancia imperial del gobierno español, precisamente ya en 1810.
En las estancias
Cabe anotar, inicialmente, que existe entre el "Memorial de Agravios" de Camilo Torres y las demandas de don José Ignacio de Pombo una profunda divergencia de criterios y propósitos concretos. Se evidencia en el primero el reconocimiento a la majestad del poder español en contraposición a la agudeza y finalidades del segundo, específicamente en cuanto al enfrentamiento aún más o menos larvado, pero obvio, entre criollos y chapetones.
Es así como en la guerra de independencia se exterioriza la ascendencia civil de la contienda. Huelgan los episodios históricos al respecto, y bastaría no más con evocar la resistencia de las masas campesinas a unirse a los ejércitos libertadores, conforme lo atestiguara el General Urdaneta en carta dirigida al Libertador acuciado por su propia experiencia de combatiente.
Esa resistencia pasiva, otorgante unas veces y remisa otras, según el acaecer de los hechos, se extiende hasta nuestras contiendas internas al conjuro de los portaestandartes de nuestros partidos tradicionales. La verdad histórica descansa en el hecho de que no es el pueblo colombiano dividido en facciones ideológicas el que se enfrenta por sí propio en nuestras luchas armadas, sino los dirigentes políticos que por una u otra causa ambicionan la obtención del poder político obligando a las peonadas de sus estancias a acompañarlos en sus designios.
La prueba fehaciente de dicha tradición histórica se desprende del hecho de que pese a que el ejercicio del poder se transmite de unas manos a otras, y no importa para el caso el rótulo del partido político en ascenso, la masa ingente del pueblo no habrá de participar jamás de los beneficios innatos del mando y su devenir histórico. No sin que haya de seguir alternando como cauda sumisa en sus suplantaciones históricas; sin dejar de advertir, al propio tiempo, sus padecimientos.Lo anterior ha llevado a nuestros gobiernos a exhibir un profundo abismo entre sus teorías políticas y sus prácticas desde el poder, profundizando cada día más el distanciamiento entre la osatura jurídica del Estado y el Gobierno, y, finalmente, entre este último y la Nación, con la consecuente inestabilidad del orden público.
La guerrilla
Se comprueba el hecho a través del manejo de nuestros estatutos constitucionales. Es así como fue trasmutada la Constitución de 1886 por medio del artilugio de los artículos transitorios y los desvíos sufridos por el Título III, eminentemente liberal, por los gobiernos de la época. La reforma de 1910 estragada en manos del feudalismo, o caciquismo, electoral y la suplantación de la voluntad mayoritaria de la nación.La reforma de 1936, interferida en sus aspiraciones de bienandanza social por la pausa santista desde el poder, y, luego, por los desvíos a que fuera conducida la segunda administración del presidente López Pumarejo.
De allí a la caída del Liberalismo no había más que un paso fácilmente discernible desde las toldas del Partido Conservador. Sin mayores pudores, la violencia política, los levantamientos armados y el estrabismo de los ideales políticos consumidos en el ardor de la contienda hasta nuestros días. Es entonces, precisamente, cuando la masa deambulatoria del campesinado insurge ya por sí misma en la anulación del orden público y la desesperada búsqueda de su propio destino.
Son, valga el contundente ejemplo, los guerrilleros del Llano que se han dado sus propias jefaturas dentro de las líneas en acción del proceso bélico, conducidos no ya por los dueños feudatorios de sus estancias. El Frente Nacional ha agudizado la contienda interna, agregándole los materiales explosivos provenientes del predominio económico de los monopolios imperantes, desde entonces y mucho más adelante más, factores decisorios del poder político del estado y de sus individuales gabelas.
Está entonces sujeta Colombia a los parámetros del Partido Único del Frente Nacional y sus restricciones políticas, que se desbordan como tantas veces se ha dicho al campo de las relaciones económicas y sociales agregando más leña al fuego de la desestabilización del orden público. Son, más o menos treinta o cuarenta años, y muchos más hasta nuestros días, de esa insistente disyuntiva política en la que no es posible advertir ninguna identificación entre el Gobierno y la Nación.
En medio de estas aguas enrarecidas y contaminadas permanece latente la guerrilla inicial que tuviera en sus inicios un origen partidario y ahora carece de enseña, o acude presurosamente al cerco ideológico del marxismo, sin entender mucho sus lineamientos ideológicos, y de nuevo atada a voluntades ajenas a su propia percepción y requerimientos inmediatos.
Finalmente, la contaminación de la guerrilla por el narcotráfico, y en su endeblez congénita la ineficiencia de nuestros gobiernos, todos ellos en su conjunto, para enfrentar el desafío de los hechos y sus conturbadoras consecuencias en la desmembración de la unidad política del país y del connatural ejercicio de nuestra soberanía nacional. Desguarnecidas nuestras fronteras, la guerrilla se hizo dueño de ellas, y, luego, de medio país. En tanto el gobierno vacila en su acción y la corrupción política se extiende como un mar de lava.
Es así conforme prevalece en los términos de nuestra política el apotegma de Lenin cuando decía: "La más juiciosa estrategia en la guerra es posponer las operaciones hasta que la desintegración moral del enemigo haga posible y fácil asestar el golpe mortal".
Y esa parece ser la conducta adoptada por la guerrilla colombiana.