Cuando los polizontes del intocable alcalde caraqueño Alfredo Peña disolvieron a balazos y gases lacrimógenas una velada por dos víctimas bolivarianas de la reacción, los partidarios del presidente Chávez insistieron al ministro de educación Aristóbulo Isturiz, que el gobierno declarase el estado de sitio, para parar el avance golpista. Isturiz dio la sorprendente respuesta, de que "el estado de sitio no cambiaría nada".
La sugestiva contestación causó asombro porque va a contracorriente del sentir popular que ha demandado públicamente que el gobierno ejerza su autoridad para detener a la subversión. La determinación de Istúriz quien jugó un papel importante en impedir el coup d´état del 11 de abril del 2002, obliga a una reflexión para entender la problemática situación nacional.
Todas las Cartas Magnas de las democracias liberales se fundamentan en lo que los pensadores burgueses consideran el axioma constitutivo de la democracia representativa, que reza que "Todo el poder parte del pueblo". Considerando los raquíticos credenciales democráticos de las burguesías empíricas, la duda sobre tal pretensión la ha acompañado como un hermano gemelo desde el momento de su concepción.
El dramaturgo Bertold Brecht, con su habitual genio dialéctico, cuestionó este designio axiomático mediante un sencillo complemento de interrogación: "Todo el poder parte del pueblo. Pero, después de la partida ¿adónde va?", dejando la incógnita sobre la supuesta soberanía del pueblo en la conciencia de cada ciudadano.
Fue el fascista alemán Carl Schmitt, quién dilucidó en 1922 la relación entre la soberanía popular y la esencia dictatorial (de clase) de la democracia burguesa, mediante una afirmación categórica: "Soberano es aquél que decide sobre el estado de sitio". Dado, que es el gobierno de turno que decide sobre la suspensión de las garantías constitucionales y la declaración del estado de excepción, el precepto constitutivo de la democracia parlamentaria queda definido como una frase de la teología política de la clase dominante que no resiste la menor prueba de la realidad.
La problemática en cuestion se considera "paradójica" por parte de los constitucionalistas y filósofos liberales, porque el gobierno decreta mediante un mecanismo constitucional la inviabilidad de la constitución y se asume como soberano de facto, quién determina: a) lo que es el orden público, b) lo que es el interés nacional y, c) cuál es la forma adecuada de imponerlos, incluso, si lo considera necesario, a sangre y fuego.
De hecho, y contrario a esta posición ideológica, la proclamación del estado de excepción no expresa, como es evidente, ninguna paradoja, sino el simple hecho de que todos los Estados históricos y actuales han sido y son, en un sentido estructural, dictaduras de determinados proyectos históricos con determinados sujetos sociales, a quienes sirven. Mientras la historia de la humanidad no haya entrado en la fase de la democracia participativa y de la economía sin valor de cambio, el Estado es invariablemente la expresión de los intereses de una elite económica o de una vanguardia de transformación.
El conflicto venezolano gira, precisamente, en torno a la determinación del carácter del Estado actual y futuro porque el Estado es, al mismo tiempo, el lucrativo botín de la contienda política y el instrumento de configuración de la res publica, del orden público. Esa doble naturaleza de la sociedad política explica las tres propiedades centrales del proyecto elitista venezolano: es parasitario, neocolonial y represivo. Su modus operandi es la subversión en pos de la renta petrolera y la exclusión política de todo actor que tienda a un cambio progresista del status quo.
El proyecto de la vanguardia, en cambio, descansa en la pretensión de un desarrollismo democrático, nacionalista, antiimperialista y latinoamericanista. Entre ambos proyectos existe, como es obvio, incompatibilidad y, por lo tanto, una dualidad de poderes. Sin embargo, se trata de una dualidad de poderes sui generis.
Frente a determinadas constelaciones del pasado, la particularidad de la situación venezolana radica en que la oligarquía golpista transnacional (Washington, Madrid, Caracas) ha usurpado funciones exclusivas del Estado soberano, al apoderarse de la prerrogativa trascendental del estado de sitio. Fue la subversión que declaró el estado de excepción hace siete meses, sin que el Estado haya respondido con su propia medida, lo que demuestra una soberanía política fragmentada.
El 11 de abril, los golpistas establecieron su estado de sitio mediante la clásica alianza de militares venales, vendepatrias y reaccionarios, quienes colocaron a los bolivarianos fuera de la ley. Cuando fracasó el golpe, el paradigma subversivo tipo Pinochet cambió. Desde el inicio del faccionismo petrolero, el modelo aplicado es el ecuatoriano, en las dos variantes personificadas por los expresidentes Abdalá Bucarám y Yamil Mahuad. Bucarám fue desestabilizado y forzado a abandonar el poder por la vía del fast track institucional jurídico-político.
La salida de Mahuad sucedió de otra manera. El 21 de enero del 2000, después de grandes manifestaciones indígenas, Mahuad se dirigió al palacio presidencial, confiado en que las Fuerzas Armadas lo sostendrían frente al descontento popular. Al romperse la unidad del ejército al nivel de los capitanes y coroneles, los generales decidieron que el costo de mantener al Presidente en el poder era demasiado alto. Una delegación militar se entrevistó con el Presidente y le comunicó lo siguiente: "Las Fuerzas Armadas han perdido la confianza en su gobierno. Un avión lo espera en el aeropuerto, para llevarlo adónde Usted quiera. Si Usted no se va, las Fuerzas Armadas no pueden garantizar su seguridad física en el país."
La prolongada desestabilización del Estado venezolano a través del sabotaje petrolero, de la sistemática mentira mediática, de los crecientes actos de violencia y de los tumultos callejeros tiene la función de demostrar a los militares patrióticos y a la nomenclatura judicial y política que el apoyo al proyecto bolivariano significa la anarquía y la destrucción económica del país, y que esto es un precio demasiado alto para sostener a un gobierno. Que, por lo tanto, es mejor que se aplique la solución ecuatoriana en cualquiera de sus dos variantes.
Es tiempo de que el gobierno encuentre una respuesta adecuada al estado de sitio subversivo, si no quiere correr el peligro de que los poderes particulares de la sociedad, incluyendo sectores de las clases populares, dejen de verlo como el único poder legítimo y soberano de la nación. 10.1.2003